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—Quizá estén muertas —sugirió él—, pero siguen respetando la jerarquía.

Preguntaron a Pamir sobre la ruta que había tomado para llegar al puente de la nave, su medio de transporte, y si había visto algo peculiar, aunque solo fuera un poco.

En ningún viaje por la nave, por breve que fuera, faltaban cosas extrañas. Pamir describió la visión de un par de rufianes de cuello azul copulando a la vista de todos; había visto un banco de calamares de espalda cortada a los que se les había quedado la burbuja rodante atrapada en la entrada de una tienda, y mencionó que cuando su coche cápsula prioritario se acercaba al puente de la nave había distinguido a un solitario varón humano que lo único que vestía era un cartel manuscrito que declaraba: «¡El fin está aquí!»

Los interrogadores se dedicaban a recopilar toda suerte de rarezas. Más tarde, sus empleados clasificarían estos incidentes según su supuesta importancia, y cuando fuese necesario los investigarían.

Era un magnífico desperdicio de mentes y tiempo, algo fascinante.

Se abrió la última escotilla y Pamir entró en el puesto. Una de las IA empleadas allí lo miró alborozada con su rostro de goma.

—¡Por fin! —dijo con una alegría nerviosa. Giró todo el cuerpo menos la cabeza—. ¡Sígame! ¡A la carrera!

Pamir recorrió en un momento el puesto entero.

El centro administrativo de la nave tenía tres kilómetros de largo y la mitad de ancho, con grandes arcos de olivino verde en lo alto que formaban una red suspendida del techo. Los capitanes y sus ayudantes, humanos y de otras especies, se aferraban a sus puestos de trabajo y charlaban en el dialecto comprimido del puesto. Hablaban sobre los capitanes desaparecidos. Pamir oía comentarios sobre los distintos registros, todos ellos llevados a cabo en las profundidades de la nave. Los equipos de seguridad acababan de terminar la ronda e iban a comenzar nuevas búsquedas. Cuando los humanos hacían una pausa para respirar, las IA seguían hablando en sus propias lenguas chirriantes, manipulando océanos de datos calientes para encontrar algo que pudiera confundirse con un patrón útil.

Unos fantasmas hacen un par de holollamadas y mira el caos que provocan.

La cara de goma se hinchó cuando cubrieron los últimos cientos de metros y la IA advirtió:

—Hoy quiere honestidad. Solo eso.

En circunstancias normales la maestra no aprobaba que se dijera demasiado la verdad. Pero Pamir respiró hondo. —No te preocupes —dijo.

—Pero ese es mi trabajo —respondió la IA, ahora herida—: la preocupación.

Se detuvieron delante del alojamiento de la maestra. Pamir se quitó la gorra y dejó que su uniforme se alisara y limpiara de sudor y suciedad. Después de inspirar lentamente varias veces para calmarse, subió hasta la puerta de hiperfibra. Cuando se abrió pudo ver varias decenas de generales de seguridad, hombres y mujeres embutidos en uniformes negros blindados; todos aquellos rostros, profesionales y fieros, contemplaron al recién llegado con esa mezcla de desconfianza y asco que daba la práctica.

En su mente Pamir siempre sería el traidor: el capitán traicionero que había obligado a su maestra a concederle el perdón absoluto, con su viejo y muy deshonrado rango y todo.

La maestra se destacaba por encima de sus generales y miraba hacia Pamir, aunque sus amplios ojos castaños parecían perdidos. Cerró los párpados, sacudió los dos brazos y comunicó a los demás:

—Por ahora no hay nada. Ni nadie ni nada. Pero seguid buscando e informad de inmediato sobre cualquier cosa. ¿Me han entendido?

—Sí, señora —dijeron treinta rostros inclinados.

En un instante se quedaron solos ellos dos, mil IA ocultas y una multitud de máquinas que no disponían más que de su instinto.

El alojamiento de la maestra era más pequeño que la mayoría. Hasta el apartamento de Pamir parecía espacioso en comparación. Aquella mujer solo requería media hectárea dividida en una multitud de pequeñas habitaciones, cada una decorada con las alfombras domésticas más anodinas, tapices sin ningún valor artístico y selvas en miniatura, florestas compuestas por las especies terráqueas estándar y mobiliario con los mismos colores, sin más pretensión que la de ofrecer una comodidad muy poco inspirada a sus visitantes.

La maestra dominaba todas las habitaciones, y eso era lo que quería. Se cernía ahora sobre Pamir, y entre todas las expresiones que podía mostrarle se decidió por una sonrisa amplia y cálida que casi llegaba a resultar coqueta.

La sonrisa lo cogió por sorpresa.

Luego, una voz cálida dijo «Pamir» con cariño.

Pero él ocultó la sorpresa, realizó la reverencia acostumbrada y respondió «señora», mientras clavaba los ojos en los pies larguísimos de la mujer, aquellos pies desnudos, dorados y carnosos, y en el níveo suelo de mármol, sobre el que esos mismos pies habían creado suaves surcos tras tantos milenios de viaje.

—¿En qué puedo ayudarla? —inquirió él—. Señora.

—He estudiado tu relato de los acontecimientos —le dijo la maestra—. Un trabajo excelente y meticuloso. Como siempre. Estoy segura de que no has dejado nada fuera.

—Nada. —El hombre miró el uniforme de su jefa y luego el reflejo de su propio rostro confuso—. ¿Ha encontrado a alguna de las dos, señora?

—No.

¿Se lo diría acaso de haberlas encontrado?

—No —repitió ella—, pero estoy empezando a creer que no hay nadie a quien encontrar. Por lo menos no entre mis capitanes desaparecidos.

Pamir parpadeó mientras pensaba en esas palabras.

—Así que no fue Washen la que habló con nosotros…

—Fue, supongo, la idea que tiene alguien de una broma pesada. —No le sonreía a Pamir tanto como le sonreía a esa sencilla idea. Era una posibilidad tranquilizadora, y a su artificial manera, casi racional—. Proyecciones holográficas. Personalidades sintéticas. Hemos rastreado la fuente hasta cierto puesto secundario que se destruyó momentos más tarde. Es obvio que para darle a esta ficción una mayor credibilidad.

Pamir esperó un momento.

—Se equivoca, señora.

Ella se quedó mirándolo.

—Vi a Washen —le aseguró él—. La reconocí, pero desde luego había cambiado. La piel de color ahumado y ese tosco uniforme que llevaba…

—Recuerdo el aspecto que tenían las dos. Sí, gracias.

—Además —continuó él—, ¿por qué iba nadie, persona, alienígena o quien fuera, a fingir su reaparición y la de Miocene?

La maestra estaba jugando a uno de sus juegos. Lo que ella creyera era secundario: primero estaba lo que quería de Pamir, y sus deseos se revelarían solo según su conveniencia. O quizá nunca.

—Cualquier enemigo podría haber hecho ese truco —sugirió ella mientras asentía con repentina certeza—. Alguien que está deseando hacernos quedar a mí y a mi gran oficina como completos imbéciles.

Pamir guardó silencio.

—Auténticas o no —continuó la maestra—, esas fantasmas se pusieron en contacto solo con nosotros dos. Entiendo por qué me distinguieron a mí. Y a ti, por supuesto. Siempre has afirmado que viste a Washen después de su desaparición. —La mujer recalcó el «después»—. ¿No es cierto?

—Sí —dijo él.

Nada más.

—Ese mundo de mierda… Médula —citó la maestra.

Pamir esperó.

—¿Esa palabra significa algo para ti?

—Donde nace la sangre. Eso es todo lo que significa para mí.

La maestra señaló con un gesto la hilera de IA.