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—Han hecho una lista con todos los mundos conocidos que llevan ese nombre, o alguna permutación. En lenguas alienígenas, por regla general. Pero ninguno de nuestros sospechosos está cerca. No lo estamos ahora, y pocas veces lo hemos estado en el pasado.

—Es un detalle extraño —comentó Pamir—. Es decir, para gastar una broma.

Ahora fue la maestra la que decidió quedarse callada; le tocaba a ella esperar.

Pamir sabía lo que quería aquella mujer.

—Yo no sé nada, señora. Ver a Washen y Miocene… fue una impresión total y absoluta.

—Te creo —respondió ella sin mucha convicción. Entonces lo miró con dureza—. ¿Tú qué crees? Basándote en tu absoluta ignorancia, por supuesto.

Pamir respondió con el corazón golpeándole en el pecho y una mano invisible atenazándole la garganta.

—Eran auténticas, esas fantasmas. Y creo que siguen en la nave. Washen. La maestra adjunta Miocene. Y es de suponer que también los otros capitanes desaparecidos.

—Cada uno es libre de tener su opinión.

El hombre se puso furioso, pero no lo demostró.

—Dos veces —dijo ella—. Una vez, y luego otra. Dos veces.

—¿Disculpe, señora?

—Me he arriesgado contigo. ¿Te acuerdas, Pamir? —La sonrisa era amplia y malévola—. Casi se me olvida la primera vez. Pero tú la recuerdas, ¿no es cierto? Al principio, cuando los ingenieros descubrieron tu cadáver destrozado… Querían dejarte en ese estado hasta que se te pudiera trasladar a una prisión adecuada.

—Sí, señora.

—Pero yo te salvé. —Lo dijo con una mezcla de amargura y placer sublime—. Decidí que un alma que quería estar con nosotros hasta ese punto tenía que tener un gran valor, fueran cuales fueran sus talentos. Y por eso ordené que te hicieran nacer de nuevo. Y cuando tus compañeros ingenieros se negaron a aceptarte, ¿no fui yo quien tuvo la inteligencia de convertirte en capitán?

No exactamente. Unirse a las filas de los capitanes había sido idea de él, e iniciativa también suya. Pero sabía que ese era un punto que no debía discutir, así que asintió sin rebajarse y habló para sus pies grandes y descalzos.

—He intentado servirla a usted y a la nave.

—Con un lapso o dos incluidos.

—Un lapso —respondió él, que se negaba a caer en trampas sencillas.

—Y con toda honestidad, tú no sabes nada de estas bromas. ¿O sí?

—Ni siquiera sé si son bromas. No lo sé, señora.

—Lo que nos deja ¿dónde, Pamir? Quiero oírlo de tus labios.

—Si lo desea… —respondió él con voz grave y firme—. Con su permiso podría registrar la nave en busca de Washen. En busca de todos esos capitanes desaparecidos. De forma oficial… o no.

Su mirada se elevó.

—¿Estarías dispuesto a hacerlo?

—Encantado —dijo él, y hablaba en serio.

—Supongo que estás cualificado —comentó ella. Luego se deleitó con las viejas heridas para señalar—: Te las arreglaste para evadir a mis equipos de seguridad durante mucho, mucho tiempo. Y al parecer sin demasiado esfuerzo.

Pamir no podía hacer nada salvo mirarla a la cara y contener el aliento con fuerza.

—Y dado que lo has mencionado —continuó ella—, no me vendría mal un poco más de confianza. En tu lealtad, si acaso. —Hizo una leve pausa y luego añadió—: Si encuentras a Washen, quizá pueda dejar de vigilar cada paso que das. ¿Entendido?

Era fácil olvidar por qué había vuelto a unirse a las filas de los capitanes. Pamir esbozó para la maestra una sonrisa fina y fría.

—Señora. —Luego se inclinó apenas—. Si encuentro a esos capitanes desaparecidos y están vivos, entonces usted estará demasiado ocupada preocupándose por ellos para molestarse conmigo…, señora.

30

Pamir estaba sentado en la oscurecida sala ajardinada, sobre el tocón fragante de un palorrosa del atardecer. El jardín estaba en el corazón de un apartamento de lujo situado en uno de los distritos humanos más antiguos y elegantes. Una pareja peculiar compartía sus espaciosas salas y pasillos (un hombre y una mujer que se habían casado durante los primeros milenios del viaje); los amantes se pasaron toda la visita de Pamir cogiéndose de las manos y susurrándose al oído, lo que provocó que su brusco visitante sufriera los amargos comienzos de la envidia.

Quee Lee era una mujer acaudalada y extraordinariamente anciana. Nacida en la Tierra, había heredado su fortuna de un abuelo chino que había hecho dinero con el negocio del transporte y las drogas legales. En otras ocasiones, la mujer hablaba de su mundo natal con tanto cariño como horror. Era casi tan anciana como lo sería la madre de Pamir hoy en día, aunque él nunca mencionaba a aquella loca. Quee Lee era lo bastante anciana para recordar la época en la que el vuelo espacial era cualquier cosa salvo rutinario, y cuando la gente se sentía afortunada (o maldita) por vivir un mero siglo. Luego llegó el día en el que las primeras emisiones alienígenas cayeron del cielo y se llevaron por delante el aislamiento de la Tierra. Para cuando entró en la mediana edad, todo había cambiado. Se conocían ya veinte especies duchas en temas tecnológicos, y sus conocimientos, emparejados con una explosión intelectual cultivada allí mismo, produjeron cosas como los motores estelares, la genética eterna y las sondas que abandonarían la Vía Láctea y, con el tiempo, aquella gran nave, antigua y sin duda maravillosa, en la que viajaban con lujoso esplendor.

Su joven marido había nacido en la nave. Perri había sido rémora, una de esas extrañas almas que vivían en el casco de la nave. Pero decidió abandonar aquella extraña cultura porque prefirió la rareza mayor del interior de la nave. Cuando Pamir era un capitán que comenzaba a ascender, los dos hombres fueron enemigos. Pero después de que Pamir abandonara su cargo y asumiera nuevos rostros e identidades, Perri había ido evolucionando hasta convertirse en un aliado y amigo ocasional.

Solo ciertas IA especialistas conocían la nave mejor que él.

Un rostro masculino más bonito que atractivo estudiaba una serie de holomapas. De vez en cuando apartaba con un manotazo al lucimurciélago ocasional, y luego esa misma mano ajustaba los controles del mapa, cambiaba la perspectiva o el distrito que se estaba examinando, o la escala de todo lo que miraba, aunque siempre con una concentración perfecta.

—¿Otra copa? —preguntó Quee Lee.

Pamir miró su vaso vacío.

—Gracias. No.

Era una mujer hermosa bajo cualquier luz. Un rostro sin edad que envolvía unos ojos antiguos y cálidos. Era aficionada a los sarongs lisos y a las joyas muy ornamentadas y demasiado alienígenas. Aferrada a una de las manos de su esposo, miró el mapa.

—Siempre se me olvida —confesó con un leve suspiro.

—Lo grande que es la nave —dijo Perri para completar el pensamiento de su mujer.

—Lo es —se hizo eco ella al tiempo que levantaba los ojos para mirar a su invitado—. Es enorme y maravillosa.

Perri marcó una cueva probable y se dirigió al siguiente distrito. No comentó por qué merecía la pena echarle un vistazo a aquel lugar. Realizó la pregunta obvia:

—¿A quién estás buscando?

Luego, con una sonrisa que no podría haber sido más encantadora, dio la respuesta.

—A esos capitanes desaparecidos. Apuesto a que sí. Lo que quieras. La familiaridad era una herramienta muy poderosa.

A Pamir no le hizo falta responder. Se limitó a mantener la boca cerrada y ladeó la cabeza de un modo ligero y un tanto sugerente.

Perri leyó su postura, asintió y esbozó una amplia sonrisa privada de satisfacción. Luego volvió a marcar una ubicación.

—Hay un río pequeño que atraviesa un cañón prácticamente sin fondo. Para serte franco, podría haber un millón de kilómetros cuadrados ahí abajo. Todo ello en vertical. Basalto negro y bosques de epífita. Conozco dos asentamientos. Ninguno humano. Entre ellos hay espacio para unos cuantos cientos de miles de personas. Si tuvieran cuidado, y un poco de suerte, nadie sabría jamás que estuvieron allí.