Habían invertido dieciocho años y tres semanas en una búsqueda cuidadosa y minuciosa de los capitanes, y todo había quedado en nada. Nada.
Por simple costumbre Pamir se remitió a la lista original de lugares en los que quería buscar, cada sitio borrado con todo cuidado a lo largo de los años; sus ojos cansados fueron bajando hasta llegar a aquella extraña y última palabra: «sanguijuelas».
Ese sería el último lugar en el que mirase. Había desperdiciado años de trabajo y esperanza, y no se había enterado de nada salvo de que nada quería aparecer. Mientras salvaba la larga caída que llevaba al hábitat alienígena, decidió que Washen, Aasleen y Miocene no estaban esperando tras ninguna de aquellas proverbiales curvas. De repente fue capaz de creer en esas teorías que con tanto cariño guardaba la maestra: otra especie había contratado y se había llevado a sus mejores capitanes; o, lo que era más probable, los había secuestrado. En cualquier caso, estaban lejos de la nave, y perdidos. Y la misteriosa reaparición de Washen había sido una broma peculiar de alguien, y la maestra era muy astuta y muy sabia al no dejar que la distrajera el sentido del humor enfermo y mal encaminado de esa persona.
Las sanguijuelas serían un final adecuado, decidió.
Cuando salió del tubo y se metió en aquel lugar gris y plano, Pamir estuvo a punto de desechar el sitio sin más. Washen jamás se hubiera quedado allí. Ni siquiera un año, y mucho menos varios milenios. Pamir comenzaba a sentir que su mente se erosionaba y que su voluntad y su corazón flaqueaban con cada aliento; estaba bastante seguro de que ningún otro capitán viviría por voluntad propia dentro de aquel reino de dos dimensiones.
Dos pasos y ya quería huir.
Pamir se detuvo en seco, respiró hondo y luego se aseguró de que la solitaria puerta del tubo estuviera abierta y trabada. Después se arrodilló y abrió una saca de diminutos barreneros, narices de perro y ojos peregrinos.
Los soltó y los sensores se repartieron por las dos dimensiones.
Puesto que tenía acceso a ciertos archivos reservados, solicitó el historial de las sanguijuelas. Lo que le proporcionaron fue un esbozo que no le dijo nada nuevo. Los exófobos habían vivido en aquel hábitat intencionadamente anodino durante seiscientos años, y luego la especie entera había desembarcado: su nave se los llevó a una nube de polvo molecular que ya hacía mucho tiempo que habían dejado atrás.
Las sanguijuelas se habían ido antes de que los capitanes se desvanecieran.
—Adiós —susurró. Levantó la mirada; su voz había sido magnificada por el suelo y el techo, y aquella única palabra se había apresurado a dibujar un círculo perfecto que terminaba con la lejana pared redonda para luego volver con él, ruidosa, profunda, transformada en la voz de un extraño.
—Adiós —le gritó la habitación.
En cuanto pueda, pensó. En el mismo instante en el que termine.
Las sondas encontraron anomalías.
Siempre lo hacían; no había nada inesperado en su alarma.
Pamir construyó un mapa de las anomalías, comprobó los patrones y luego comenzó a caminar haciendo un barrido, examinando todas y cada una de ellas. No había nada lo bastante grande para verse a simple vista. La mayor parte de las rarezas eran escamas secas de piel humana. Pero lo que más le chocó a Pamir, lo que le pareció peculiar, incluso notable, es que apenas una decena de escamas esperaban a ser encontradas. Si unos seres humanos habían vagado por ese lugar, ¿no habrían dejado bastante más cantidad de tejido? Tejido antiguo, cuando midió el deterioro. Maltratado hasta el punto el que no se podían leer los marcadores genéticos. Y tampoco había ninguna bacteria aferrada a las motas. Nada de ese material benigno e inmortal que había llevado a la humanidad al espacio.
Unos agentes o micromáquinas de limpieza habían restregado aquel lugar hasta dejarlo casi estéril. Cosa que no era tan improbable. Era un hogar alienígena, y sus intrusos podrían haber sido muy educados.
Podría ser.
Aparecía una luz violeta más en el mapa, acurrucada cerca de la pared.
Era un jirón de carne incinerada. Inmersa en el interior del suelo de plástico, debió de pasar desapercibida a los intrusos. Pero un barrenero no tuvo ningún problema para encontrarla, y guiado por él Pamir utilizó un taladro láser y extrajo el tesoro ennegrecido, del tamaño de un dedo, y lo insertó en su laboratorio de campo.
Sin ruido, con paciencia, el suelo gris empezó a arreglar el agujero recién hecho.
Casi un kilo de carne viva se había carbonizado hasta prácticamente desaparecer. Había marcadores genéticos aunque no los suficientes para compararlos con alguno de los capitanes desaparecidos. Pero la carne caramelizada implicaba una violencia homicida, lo que ofrecía otra razón para explicar por qué los visitantes podrían haber intentado cubrir sus huellas.
Pamir contempló el suelo que volvía a crecer plano y lustroso. Luego midió el plástico gris y trazó un mapa meticuloso de una red de marcas muy finas, casi invisibles. Esa diminuta porción del hábitat había resultado dañada. Quizá no hacía mucho. El suelo tenía marcas, igual que el techo y la gruesa pared gris. Allí, justo allí se había destruido alguna especie de máquina. Pamir encontró un fino sabor a metal dentro de los hidrocarburos irritados. Explosiones y láseres habían acribillado ese lugar. Podía distinguir los sitios donde unas manos resueltas habían acabado con cualquier cosa que pudiera constituir una prueba. El suelo se había curado una y otra vez, luchando por conservar su sello mientras otra fuerza, igual de incansable, se esforzaba por borrar su crimen.
Pamir sudaba y pensaba de nuevo en los fantasmas.
¿Y ahora qué?
Sentado en una antigua almohada, dibujó un círculo completo y vio al barrenero con la cara pegada a la pared remendada.
—Ya he mirado ahí —le dijo Pamir.
Pero el bicho se negó a moverse.
Pamir se levantó y a punto estuvo de golpearse con la cabeza en el techo. Se acercó a la pared.
—¿Qué pasa? —preguntó.
En muchas especies, quizá incluso en los antiguos humanos, el lenguaje había evolucionado como herramienta para hablar con los muertos. Dado que el mundo vivo podía leer en el rostro y el cuerpo, solo los fantasmas requerían esas sencillas y primeras palabras.
¿De quién era esa teoría?
Pamir intentaba recordarlo, sin pensar en nada más, cuando se arrodilló al lado del barrenero y se metió en sus datos. Enterrado en lo más profundo de la pared, más cerca del frío vacío que de él, había un objeto de metal. Era redondo y liso, y por lo que él veía, no podía ser más sencillo.
No es nada, pensó Pamir.
Nada.
Pero utilizó el láser y abrió un agujero estrecho que luego ensanchó lo suficiente para que el bicho se metiera con cierto esfuerzo, y luego volviera a salir del mismo modo.
El artefacto estaba fabricado con plata sucia y el láser lo había calentado demasiado para poder cogerlo. Pamir lo colocó encima del bicho y tomó una pequeña colación de güisqui seco y celacanto endulzado. Luego examinó la bisagra del artefacto y su tosco cerrojo utilizando los ojos y los dedos. Pasara lo que pasara allí, el objeto había quedado dañado. Los rayos X le mostraron una primitiva red de engranajes y espacio vacío. Sacó al bicho uno de sus miembros y lo utilizó como palanca, con lo que por fin consiguió disparar el maltrecho cerrojo. Sin embargo, mientras levantaba con cuidado la tapa la bisagra se rompió en mil pedazos y la tapa cayó entre sus pies. Pamir se quedó mirando la cara del reloj, arcaica, sencilla y maravillosamente extraña.