La batería, muy tosca, se había acabado. Las elegantes manecillas negras estaban inmóviles en su sitio. Una esfera mostraba lo que podría ser una fecha, «4611,330», leyó. Su corazón se detuvo durante un largo, un interminable instante.
¿Era una especie de accesorio ludita? ¿O el juguete de un niño?
Fuera lo que fuera, tenía unos mecanismos de metal delicados, forjados con todo cuidado. Pamir pudo ver el desgaste de los dedos en la parte inferior y en los bordes del estuche plateado. Como experimento, sujetó el reloj en la mano e intentó imaginarse a su desaparecido propietario. Luego se volvió y echó a andar hacia la pared. Sin querer le dio una patada a la tapa rota, que se deslizó sobre el lustroso suelo gris.
La tapa se introdujo debajo de una de las duras almohadas.
—Es mío —dijo Pamir a los fantasmas.
Se arrodilló, metió la mano bajo la almohada y sacó aquel pesado trozo de plata y otros metales más fuertes y duraderos; durante un instante se quedó mirando la parte superior, la tapa pulida y gris como el suelo. Era cualquier cosa menos anodina. Luego, como si se le acabara de ocurrir la idea, le dio la vuelta y vio los arañazos. No, eran demasiado regulares para ser arañazos. Giró la tapa como si fueran las manecillas de un reloj y dio la vuelta a las marcas, que revelaron las letras grabadas en la plata con métodos que los seres humanos llevaban eones sin utilizar.
Leyó las palabras para sí.
Luego se las leyó a los fantasmas en voz alta.
«Un trozo del cielo. Para Washen. De tus devotos nietos».
Y durante un momento largo, eterno, a Pamir le pareció que la inmensidad de la habitación se llenaba con los ecos de los latidos de su corazón.
32
La maestra susurró una orden secreta y se despachó un ejército de robots erizado de sensores al hábitat de las sanguijuelas; buscarían a Washen y a los otros capitanes desaparecidos por todas las vías razonables.
Los robots no encontraron nada y Pamir se dio cuenta de que nada en esa búsqueda sería ni obvio ni fácil.
Tras sus recomendaciones, la maestra permitió que varios especialistas firmaran unos convenios de seguridad y se unieran a su misión. Se estudió el hábitat de las sanguijuelas sobre el terreno con todos los medios disponibles, y luego se enviaron muestras a laboratorios rivales y se examinaron hasta los detalles nanoscópicos. Se examinó el vacío moldeado de la pared del gigantesco tanque en busca de defectos y puertas secretas. Ásperos estallidos de sonido sondearon el inmenso océano de hidrógeno desde su superficie hasta sus profundidades centrales medio derretidas, y se captaron con todo cuidado los objetivos del tamaño de un ser humano o mayor para traerlos a la superficie: una tarea concienzuda que exigía mucho tiempo, y que el inmenso frío y la necesidad de mantenerla en absoluto secreto no hacían más que empeorar. Ni siquiera a los ingenieros de la misión se les dio una imagen clara de lo que estaban buscando, y, como consecuencia, su genio quedó seriamente mermado. Después de tres duros años de reflotar barcos hundidos y robots congelados. Los ingenieros se rebelaron. Se enfrentaron en masa a Pamir y le explicaron lo que él ya sabía muy bien: permanecían sin explorar cientos de miles de kilómetros cúbicos de hidrógeno y, lo que era peor, se había manipulado el combustible durante los últimos años. En parte estaba quemado. Se habían dividido algunos kilómetros cúbicos entre medio centenar de tanques de combustible auxiliares. Lo peor de todo era que unas fuertes y caóticas corrientes habían fluido por aquel océano frío, aunque solo fuera durante un breve periodo de tiempo.
—No sabemos qué estamos persiguiendo aquí —se quejaron—. Danos un tamaño y forma exactos, y una composición, y podremos construir algún modelo fiable. Pero hasta que no nos digas algo útil ni siquiera podemos hacer conjeturas mejores. ¿Lo entiendes?
Pamir asintió. Con una mano se aferraba al reloj primitivo, abría la tapa reparada y se quedaba mirando las lentas manecillas negras.
En principio, el líder de la misión era él. Pero la maestra exigía informes instantáneos y tomaba casi todas las decisiones, incluidas las rutinarias. Los dos habían anticipado aquel asunto, y Pamir sabía lo que tenía que decirle a su personal.
—Como es probable que ya hayáis supuesto —les comentó—, estamos buscando a las sanguijuelas. Muertos o no, creemos que los alienígenas siguen por aquí cerca, y existen muchas razones que tienen que ver con la seguridad para que esta noticia no salga de aquí.
Odiaba mentir, y lo hacía con una habilidad incómoda.
—Sois una especie de exófobos paranoicos —continuó Pamir—, sois varios cientos y queréis esconderos. Quizá estáis por aquí cerca. Esa es la única pista que puedo revelar. Y bien, ¿qué nuevas ideas podéis darme?
Los ingenieros soñaron una ciudad secreta, protegida térmica y acústicamente; la urbe se podía enterrar en las profundidades del tanque de combustible, allí abajo, donde el hidrógeno era un sólido rígido, puro y casi impenetrable. Pero ese tipo de tecnología significaba energía, lo que implicaba energía de fusión, lo que significaba una corriente detectable de neutrinos. Se construyó una gran batería de detectores de vanguardia que colocaron flotando sobre la superficie del océano. Si bien Pamir creía que esa era una respuesta muy, muy poco probable, estaba nervioso y esperanzado cuando activó el sistema de detección con la maestra a su lado y observó el flujo de datos, la alarma suave e insistente de una maquinaria que le decía a él y a la maestra:
—Veo algo. Algo. Ahí abajo.
Pero la nave estaba salpicada de reactores de fusión y cada uno producía su propio chorro radiante de neutrinos, y cada chorro se desviaba y diluía siempre que pasaba por los megaenlaces de la hiperfibra. Separar lo importante de lo superfluo era un trabajo duro y lento. Siguieron seis meses de trabajo pesado y meticuloso; se excluyó más del noventa y ocho por ciento de los neutrinos, lo que dejó una pequeña cantidad que podría o no ser importante.
Luego, con una deliciosa brusquedad, se olvidaron los detectores.
Dos de los ingenieros de Pamir se habían alejado sin más compañía: querían algo más que un poco de privacidad. Al igual que miles de robots antes que ellos, siguieron una oscura tubería de combustible que los internó aún más en la nave, hasta que por fin llegaron a un punto en el que, sin razón aparente, la hiperfibra parecía más reciente. Más fresca. Allí pasaba algo.
Los robots habrían descartado tales datos como insignificantes. Era obvio que se había parcheado la tubería de combustible. Pero ese tipo de trabajos era normal en los primeros días del viaje, y buena parte se había realizado sin que se guardaran registros. Y dado que no había costuras ni señales de la existencia de tráfico (nada salvo una pared fuerte y estupenda), los robots se habían detenido solo unos cuantos microsegundos antes de continuar con su zambullida.
Pero los amantes estaban intrigados.
Permanecieron allí una hora entera y realizaron sondeos precisos antes de volver a su estrecho coche para celebrar otra ronda de sexo torpe. Luego, con el arrebol posterior, uno de ellos dijo:
—Espera. Sé lo que es.
—¿Qué es qué?
—Es una escotilla. Una escotilla muy grande y bonita.
—¡Y mira, aquí está mi pene, muy grande y bonito!
—No, escúchame —dijo el primer hombre. Entonces se echó a reír—. Eso es lo que es, una escotilla secreta. Por eso parece que a la hiperfibra le pasa algo.
—De acuerdo. Pero veríamos las junturas del borde. ¿No?
—No si la escotilla en sí es pequeña. Y no si las junturas son perfectas.