No quedaba nada del túnel de acceso original. Una serie de explosiones intensas había arrasado las paredes de hiperfibra y, lo que era peor, había introducido unas cantidades fantásticas de calor en la roca y el hierro circundante. Una columna de magma hirviente llevaba a las profundidades de la nave. Reconstruir el túnel no parecía imposible, pero casi. Lo más sencillo era extraer el magma como si fuera nata obstinada a través de una pajita ancha, y luego cubrir las paredes que lo rodeaban con grados cada vez mejores de hiperfibra, para así crear un hueco vertical de más de un kilómetro entero de anchura.
Treinta años de excavaciones y los tres capitanes se encontraron en un lugar tan profundo como el punto más profundo del tanque de combustible.
Cincuenta años después se abrían camino desgarrando un desierto de hierro.
Pamir siempre estaba presente, pero los otros capitanes cambiaban de rostro y nombre cada ocho o diez años. Ser destinado al «gran agujero» no era ningún honor, en absoluto. Después del primer siglo de trabajo y varios derrumbamientos catastróficos, la maestra y la mayor parte de su personal habían perdido las esperanzas en el proyecto. La escotilla camuflada no había sido más que una distracción inteligente. Alguien había destruido el túnel de acceso, sí. Pero no era tan difícil lanzar bombitas de antimateria por un agujero diminuto. Entre el reducido círculo de IA y capitanes que sabían lo de la excavación, ninguno creía que allí abajo hubiera algo digno de encontrarse.
Hasta a Pamir le fallaba la imaginación.
En sus sueños, cuando se veía cavando a toda prisa con una pala manual, no conseguía imaginarse encontrando más que otra capa de hierro duro y negro.
Y sin embargo el agujero era responsabilidad suya, una obsesión magnífica que todo lo consumía. Cuando no estaba coreografiando la excavación acosaba a las fábricas lejanas para que le proporcionaran grados mejorados de hiperfibra. Cuando no estaba supervisando el vertido de un nuevo y grueso tramo de muro, examinaba en persona los tramos terminados, de arriba abajo, en busca de algún defecto, alguna juntura inadecuada por la que las brutales presiones de la gran nave amenazaran con combar todo aquel trabajo desperdiciado.
Los escasos momentos en los que salía del agujero y entraba en el tanque de combustible le parecían unas vacaciones. Su isla de aerogel seguía flotando en el plácido mar de hidrógeno. Allí, solo, reparaba los detectores de neutrinos y peinaba el último año o dos de datos, buscaba rastros de aquella débil señal para intentar decidir si de verdad provenía de abajo.
Después de décadas de refuerzo sutil, la señal empezaba a debilitarse.
Había años en los que parecía desvanecerse del todo.
La maestra y sus leales IA, al tanto de los mismos datos, llegaron a la misma y rigurosa solución:
—Se está desvaneciendo porque nunca estuvo allí —afirmaban—. Las anomalías tienen esa desagradable costumbre.
Pamir pidió permiso para construir detectores nuevos y aumentar su sensibilidad, pero se lo denegaron con brusquedad. Cuando mencionó que una segunda batería que flotara dentro de un tanque de combustible adyacente le permitiría identificar el lugar de nacimiento de cada partícula fantasma, se encontró con que el acuerdo se basaba en sólidos razonamientos técnicos.
—Pero en este tema no se trata solo de eso —le advirtió la maestra—. Es una cuestión de recursos e incomodidad general.
—¿Incomodidad? —inquirió él.
—Mi incomodidad —respondió la mujer mientras su imagen holográfica fingía una mueca—. Al flotar como flotan en el hidrógeno, tus juguetes suponen un riesgo. No nos atrevemos a bombear cantidades importantes de combustible, dado que eso podría alterarlos. Y lo que es peor, ¿y si atascan una tubería?
A Pamir se le ocurrieron media decena de fáciles soluciones.
Pero antes de que sugiriera alguna, la maestra añadió:
—Por eso quiero que se desmonte tu batería. Y pronto, por favor. Vamos a hacer un movimiento importante en poco más de dieciocho meses, una aceleración y los consiguientes sobrevuelos, y necesito mi hidrógeno. Desprovisto de aerogel, detectores y todo lo demás.
—Dentro de dieciocho meses —repitió Pamir.
—No —replicó la mujer. Su paciencia no era más que una delgadísima capa de hielo a punto de romperse—. Antes. Si te hace falta, cógete un permiso y deja el agujero. ¿Me has entendido?
El capitán asintió con secreta furia y decidió lo que debía hacer.
Con la ayuda de zánganos mineros desmanteló la mitad justa de la batería, guardó los sensores y luego, bajo su autoridad, los envió a Puerto Alfa. Siguió las elaboradas cajas, y en un estrecho punto de reunión situado bajo el casco exterior se encontró con un antiguo rémora que le debía más de un favor y más de dos.
Orleans tenía una nueva cara espléndida y horrible. Unos ojos grandes de color ámbar cabalgaban en los extremos de unos gusanos blancos empotrados en la visera del traje salvavidas. Sonreía con algo que podría haber sido una boca. O quizá se trataba de una mueca. O había cambiado de forma solo porque podía, sin más motivo.
—¿Dónde? —preguntó una voz descuidada.
Pamir le dio las coordenadas y luego, con su propia y fácil sonrisa añadió: —Esto solo lo tenemos que saber nosotros.
Orleans se quedó mirando a través de la pared de diamante de un cajón de embalaje y contempló el contenido con sus sentidos imitados. Quizá nadie apreciara una buena máquina como un rémora, casados como estaban con sus propios y voluminosos trajes.
—Vas a la búsqueda de neutrinos —comentó—. Yo no creo en neutrinos.
—¿No? —dijo Pamir—. ¿Y eso por qué?
—Me atraviesan, pero no me tocan. —El rostro casi fundido se las arregló para asentir—. No creo en cosas tan misteriosas.
Los dos hombres se echaron a reír, cada uno por razones propias.
—De acuerdo —dijo Pamir—, ¿pero querrás hacer esto por mí?
—¿Y qué pasa con la maestra esa que tenemos debajo?
—No tiene por qué saberlo.
Orleans sonreía. La expresión fue repentina y obvia. Sus ojos verdes de gusano se clavaron en el capitán.
—Bien —dijo con tono alegre—. Me gusta guardar secretos que esa vieja zorra desconoce.
La mitad de la batería original se desplegó en el exterior, en el casco de la nave, miles de kilómetros por encima de la otra mitad y a unos noventa grados de distancia, acurrucada en la inmensidad, entre un par de imponentes toberas de cohete.
Las calibraciones y la sincronización llevaron algún tiempo. Incluso cuando había datos razonables, resultaron ser obstinadamente poco convincentes. El universo estaba inundado de neutrinos, y el casco y las abrazaderas de hiperfibra de la nave distorsionaban ese caos y lo convertían en una niebla perniciosa. Eliminar todas las fuentes de partículas precisaba tiempo e ingenio. Las IA hicieron el trabajo más tedioso. Cuando terminaron, Pamir se quedó mirando un chorro vago y quizá ficticio. No procedía de un punto. No. Era una fuente difusa, alineada alrededor del núcleo de la nave: un lustre suave y blanco de partículas que se elevaban de una región situada incluso a más profundidad que el profundo agujero.
Pamir encontró excusas para dejar allí los detectores: según su razonamiento podría conseguir más datos durante los meses y años siguientes. Pero el chorro de neutrinos se mostró obstinado y siguió debilitándose, como si estuviese intentando de forma voluntaria y maliciosa hacerle quedar como un imbécil.
La maestra perdió los últimos jirones de paciencia que le quedaban.
—He visto que ha desaparecido la mitad de tus juguetes —mencionó—. Hacia dónde, no me lo han dicho. Pero el caso es que tenemos obstáculos en potencia flotando dentro de un tanque de combustible. Todavía. A pesar mío.