—Sí, señora.
—faltan poco más de treinta días para la aceleración, Pamir. —La proyección de la maestra se acercó a él. Estaba furiosa—. Quiero la libertad de poder utilizar mi hidrógeno. Y sin que se dé ni siquiera la posibilidad más remota de que tus juguetes se me atraganten.
—Sí, señora. Me ocuparé de ello de inmediato.
La mujer dibujó un elegante círculo.
—Pamir.
—¿Sí, señora?
Lo miró fijamente.
—Creo que es hora de dejar de cavar —admitió. O al menos de dejarles ese trabajo a los zánganos mineros. Se saben todos los trucos casi tan bien como tú, ¿no es cierto?
—Casi, señora.
—Hazme una visita. —Parecía casi amable, su rostro dorado se iluminó al mirarlo desde arriba—. Mi banquete anual es dentro de cuatro días. Reúnete conmigo y con el resto de tus colegas, y hablaremos de tu nueva tarea. ¿Comprendido?
—Siempre, señora.
La sonrisa adquirió una expresión útil de amenaza, y mientras se desvanecía le advirtió:
—Los rémoras tienen mejores cosas que hacer que cuidar de tus juguetes, querido.
Durante los tres días siguientes se arrastraron los detectores junto con la barcaza, para después desconectarlos. Luego los zánganos comenzaron a guardarlos para su próximo envío. El montaje del sonar y las dragas de profundidad esperaban su turno. Dónde terminaría todo ello, Pamir no lo sabía. Era probable que almacenado en un depósito. Tampoco le importaba demasiado el destino que le diesen.
Pasara lo que pasara ahora, desde luego que él ya había terminado con ese lugar.
Porque era una orden y porque podría sentarle bien, decidió asistir al banquete de la maestra. Regresó a su alojamiento, dejó que su ducha sónica le arrancara varias capas de piel vieja y luego salió al jardín, donde la piel nueva y limpia de debajo comenzó a madurar bajo el sol falso. En su ausencia, sus llanovibras se habían descontrolado; miles de bocas cantaban desafinadas, un coro de sonidos silvestres y desagradables, lo acompañaron mientras se ponía su uniforme más sofisticado. Se ató el misterioso reloj de plata a la faja espejada. Un bocado de esporas bacterianas garantizó que podría comer y beber cualquier cosa y que sus eructos y flatulencias serían convertidos en perfume. Luego se subió a su coche cápsula personal y, una vez en marcha, se dio cuenta de que no estaba únicamente cansado: estaba agotado. Más de un siglo de trabajo duro e ingrato le había empezado a pasar factura de repente.
Se desplomó y se quedó dormido.
Habría dormido hasta que hubiera aparcado al lado del Gran Salón, pero una IA lo arrancó de un sueño sexual de lo más delicioso.
El sueño se desvaneció, al igual que su erección. Con un canal seguro abrió una conexión con la IA. Una voz seca y bastante tranquila le informó:
—Se ha producido, señor, un repunte bastante considerable de la actividad de neutrinos.
—¿En dónde?
—Abajo —respondió la IA—. Con solo una batería no puedo señalar la fuente…
—¿Justo debajo? —la interrumpió Pamir.
—Y en una región que abarca una dispersión de ocho grados, sí.
—¿De cuánto es el aumento?
—Estoy presenciando niveles de actividad de alrededor de un doscientos dieciocho mil por ciento mayor que nuestro máximo ante…
—Enséñamelo —gruñó Pamir.
El universo de neutrinos lo envolvió. Los soles eran puntos de luz que ardían en medio de una interminable calima gris. El sol más cercano era un gigante rojo que dibujaba una órbita alrededor de un inmenso agujero negro. Brillaban tanto su núcleo abrasador como el débil disco creciente del agujero negro. Pero las luces más radiantes pertenecían a la nave: decenas de miles de reactores de fusión producían la energía esencial, y la red de energía parecía ante sus ojos bien abiertos una hermosa y delicada órbita compuesta por muchas perlas diminutas, brillantemente iluminadas.
Bajo la órbita había una región de negrura.
En el universo de los neutrinos, la piedra y el hierro eran teorías, fantasmas, y la materia normal pocas veces podía verse, o sentirse. Pocas veces se creía en ella.
Pero bajo la negrura, envolviendo el núcleo de la nave, había una segunda órbita. Lo que Pamir no había notado a primera vista se hizo obvio, luego inequívoco. Había ocho grados del cielo cubiertos con un reluciente objeto de neutrinos. Clavó los ojos en él y se oyó preguntar:
—¿Podría ser un motor encendiéndose? ¿Una aceleración adelantada, quizá?
Eso explicaría al menos los neutrinos.
—Señor, no hay ningún motor funcionando —respondió la IA con no poco desdén—. Incluso si lo hubiera, ninguna nave de reacción está bien alineada, señor. Pamir parpadeó.
—¿Se está haciendo más brillante? —preguntó.
—Desde que comenzamos esta conversación… se ha hecho más brillante en un novecientos once por ciento, sin señales de meseta, señor…
—Mierda —susurró Pamir para sí—. Explicaciones —exigió a la IA.
—No tengo ninguna, señor.
Pero era una IA técnica, no teórica. Pamir entrecerró los ojos para mirar la misteriosa proyección y observó que, al contrario que las brillantes perlas de luz de la nave, este objeto tenía un fulgor difuso, casi lechoso, sin fuente alguna y, a su manera, precioso.
Luego observó un borrón más brillante.
A noventa grados de distancia, lo que lo colocaba…, mierda, justo debajo de su propio y profundísimo agujero. Quinientos kilómetros más abajo. ¿Qué significaba, si es que significaba algo?
Pamir despidió a la IA técnica y luego se puso en contacto con su personal.
Respondió la IA capataz.
—¿Dónde están los capitanes? —preguntó.
—Uno está sentado con los de grado diez. El otro con los del quince. Señor. En el banquete de la maestra, comprendió.
—¿Qué ves? —le soltó. Luego concretó la petición—: ¿Cómo progresa el trabajo?
—Lo veo todo y todo está comprobado, señor.
—¿Observas alguna actividad extraña?
—Ninguna.
—De todos modos… Ponte a ti misma y al personal en alerta. ¿Entendido?
—No lo entiendo pero lo haré, señor. ¿Es eso todo?
—Por ahora.
Pamir despejó el canal y luego luchó por ponerse en contacto con la maestra. Pero su personal estaba haciendo todo lo que podía para protegerla en un día tan atareado, y eran muy fiables. Una IA con cara de goma lo miró furioso.
—Las festividades tradicionales han dado comienzo —le soltó con los ojos de cristal llenos de desdén—. Solo en un caso de urgencia gravísimo…
—Me doy cuenta.
—… le permitiré que interrumpa a la gran maestra.
—Solo entrégale un mensaje a sus nexos de seguridad. ¿Querrás hacerlo?
—Por supuesto.
Pamir mandó a chorro los últimos datos al puesto de la maestra, y luego añadió una rápida nota de aviso.
—No tengo ni idea de lo que está pasando, señora. Pero algo sucede. ¡Y hasta que alguien lo entienda, será mejor que intentemos tener cuidado!
La IA absorbió los datos y las palabras. Luego sugirió:
—Si tan importante le parece, quizá debería entregar el mensaje en persona…
Apagó el canal, dio a su coche cápsula un nuevo destino y una vez que se registró este destino lo anuló, con lo que enmascaró sus planes con toda eficacia. Luego se acomodó en su asiento y tuvo un momento de duda. El banquete sería un desperdicio; tardaría horas en llegar a oídos de la maestra, o a su mente. Pero en lugar de volar agujero abajo para ver las cosas en persona, como era su obligación, Pamir regresaba al gigantesco tanque de combustible y a su balsa de aerogel. Razonaba que si podía conseguir conectar media docena de detectores y recalibrarlos a lo largo del siguiente medio día…