Pero antes de que la primera palabra encontrara la salida de sus labios, dudó. Le faltó el aliento y una oscura sensación vinculada a uno de sus nexos de seguridad comenzó a centrarse en algo muy lejano y pequeño. Algo iba mal.
Sus ojos vieron un movimiento lento, inesperado.
Desde detrás de las atrapamoscas valquilinas aparecieron varias figuras. Luego surgieron algunas decenas más, y acompañó a su aparición una conmoción creciente. Los capitanes sentados se giraban para contemplar a aquellos visitantes.
Eran capitanes, ¿no?
Llegaban Pamir y los demás maleducados, por fin, y lo hacían juntos. Eso fue lo que se dijo la maestra, pero no vio a nadie con la constitución de Pamir y notó que la mayor parte de los recién llegados, fuera cual fuera su color, mostraban un tinte ahumado de piel.
Para verlos mejor intentó comunicarse con los ojos de seguridad, pero solo consiguió averiguar que todos ellos habían entrado en modo de diagnóstico.
Como una persona torpe que intentara sujetar un montón de grasa templada, la maestra luchó por encontrar algún sistema de seguridad que funcionase.
No respondía ninguno.
—¿Qué está pasando? —preguntó a todos los nexos.
La bombardearon mil respuestas con un rugido inquietante y sin sentido. Luego se centró en los recién llegados, en los rostros más cercanos. La nave y todo lo demás se había desvanecido. La maestra miró fijamente a la atractiva mujer que iba en cabeza, la mujer alta con el rostro constreñido y el cráneo lustroso y pelado que se parecía a alguien por quien ella había perdido toda esperanza…
—Miocene —balbució la maestra—. ¿Eres tú?
Fuera quien fuese, la mujer sonreía como Miocene: una expresión tenaz, casi divertida, que la acompañó hasta la mesa principal. La flanqueaban personas que se parecían a los capitanes desaparecidos tanto en el rostro como en el porte y en los gestos seguros con los que se movían. Un hombre en concreto le llamó la atención. Tenía el rostro y la falta de cabello de Miocene, así como un cuerpo pequeño y juvenil, y unos ojos brillantes que parecían saborear todo lo que veían. Fue él quien miró a la izquierda y a la derecha antes de hacer un gesto a sus compañeros para que se detuvieran al lado de varias mesas; cada uno de los extraños cogió los peces fríos y los examinó con un asombro peculiar, como si nunca hubieran visto criaturas así.
Miocene, o quien fuera, trepó por el risco de hierba.
El hombre de los ojos brillantes permaneció a su lado.
—¿Eres tú? —preguntó incrédula la maestra.
La sonrisa de la mujer se había vuelto fría e iracunda. Su uniforme era espejado pero demasiado rígido, y el cinturón de cuero estaba totalmente fuera de lugar. Se detuvo delante de la maestra, miró hacia ambos extremos de la larga mesa y contempló a los maestros adjuntos en silencio.
Un silencio total.
Tijereta y los otros maestros adjuntos llamaban a los inexistentes sistemas de seguridad. Exigían que se tomaran medidas. Rogaban que se les diera información. Luego se miraron, y una sensación de pánico comenzó a apoderarse de ellos.
—¿Cómo estás, querida? —preguntó la maestra con voz controlada.
La respuesta llegó con la voz de Miocene, y con su fría firmeza.
—Tijereta, querido —dijo mirando al otro lado de la mesa—. Estás en mi silla.
La maestra casi se echó a reír.
—Si hubiera sabido que venías…
—Inhóspitos —dijo el hombre de los ojos brillantes.
Cien extraños más repitieron aquella palabra, «inhóspitos», como uno solo.
Miles de voces provenientes de todos los puntos del Gran Salón chillaron «inhóspitos» al unísono como un coro desigual y escalofriante.
Por fin el primero en la presidencia de la maestra comenzó a levantarse mientras preguntaba:
—¿Qué estáis diciendo? ¿Qué significa ese «inhóspitos»?
—Sois vosotros —sugirió el hombre con una sonrisa fría.
Luego Miocene estiró la mano izquierda y cogió un cuchillo de oro del servicio de la maestra.
—Esperé —dijo con una voz baja y llena de odio—. Esperé a que me encontraran y me salvaran. Esperé durante siglos y siglos…
—No pude dar contigo —confesó la maestra.
—Lo que demuestra lo que siempre he sospechado. —Entonces utilizó el nombre de pila de la maestra, un nombre patético y ordinario que llevaba eones sin escuchar—: Liza. Lo cierto es que no mereces esa silla. ¿Verdad que no, Liza?
La maestra intentó responder.
Pero le habían hundido un cuchillo en la garganta. Miocene gruñía por el esfuerzo. Entonces agarró la empuñadura de oro con las dos manos, empujó con más fuerza y sonrió cuando la sangre salió a chorros en el momento en que la columna y la espina dorsal quedaron divididas en dos.
35
Con un silbido brillante se disparó el láser.
Un tufillo de luz coherente hizo evaporarse la mitad del puño de Pamir.
Pero él siguió balanceando lo que quedaba, sin sentir nada hasta que la carne ennegrecida y los extremos romos de los huesos chocaron con la cara del extraño, y entonces un dolor agudo y deslumbrante le recorrió el brazo entero y le arrancó un grito.
El otro hombre gruñó y una expresión de apagada sorpresa apareció en su rostro ceniciento, en sus amplios ojos grises.
Incluso sin las dos manos, el capitán tenía una ventaja de treinta kilos. Se impulsó con las piernas, luego con el hombro derecho, y empujó a su oponente contra la puerta sellada del ascensor. Al sujetarle el brazo del láser al cuerpo, un segundo silbido le evaporó una porción de la oreja y el borde de su gorra de capitán. Pamir volvió a gritar, más alto esta vez, mientras la mano buena se estrellaba contra el cuerpo que se retorcía, castigaba las costillas y los tejidos blandos al tiempo que lanzaba la cabeza calva del hombre contra la puerta de hiperfibra.
Con un estrépito pesado, el láser cayó al suelo.
Pamir absorbió los golpes que le daban en el vientre, en las costillas. Luego, con la mano buena, agarró el cuello del otro hombre, tiró y lo retorció, apretó hasta que estuvo seguro de que ni un solo jirón de oxígeno podía deslizarse por aquella garganta aplastada. Después utilizó la rodilla para clavarle el hueso en la ingle, y cuando una mirada de auténtico dolor cruzó el rostro ahogado le chilló que se estuviera quieto y tiró al hombre otra vez pasillo arriba.
El láser yacía al lado del reloj de Washen.
Pamir estiró la mano mala, se dio cuenta de la torpeza y ya demasiado tarde rodeó con la otra el asa del arma, la blancura del hueso pulido reforzado con el peso arcaico del acero forjado.
Un pie calzado con una bota dura como una piedra pateó a Pamir en la cara y le destrozó tanto los pómulos como la nariz.
Al sentirse lanzado de nuevo contra la puerta, levantó la mano buena y disparó. Un rayo demoledor de luz azul negruzca abrasó el otro pie de su oponente.
El hombre se derrumbó y gimió por lo bajo durante un instante.
Con las piernas también temblorosas, Pamir se apoyó con fuerza en la lustrosa puerta y se obligó a ponerse en pie mientras vigilaba la cara del extraño, que se estaba tranquilizando. Resignando. Y una vez más, una mirada desafiante cruzó su rostro gris.
—Mátame —exigió el extraño.
—¿Quién eres? —preguntó Pamir.
No hubo respuesta.
—Eres ludita, ¿verdad? —El capitán lo dijo con confianza, incapaz de imaginar ninguna otra explicación—. Washen vivía en uno de vuestros asentamientos. ¿Es eso?