—Tienen que venir de alguna parte —era el perezoso veredicto, comunicado con palabras habladas, aromas estructurados y destellos suaves de luz muda.
Y «alguna parte» significaba algún lugar bajo ellos.
De lo más profundo de los tanques de combustible, asumían algunos. Mientras que otros preferían lugares más fantásticos, como una cámara o cámaras secretas enterradas en el corazón de hierro de la nave.
El cuarto día del motín, ese misterioso lugar adquirió un nombre: Médula. De repente todo el mundo susurraba esa extraña y antigua palabra, en terráqueo y en toda la multitud de idiomas que se hablaban en la nave. La palabra apareció tan de repente y en tantos lugares que las almas aficionadas a las conspiraciones decidieron que ese conocimiento, verdadero o falso, procedía directamente y con un propósito concreto de quienquiera que estuviera al mando.
Había un mundo oculto dentro de la Gran Nave, afirmaban las voces: un reino oculto, maravilloso y sin duda poderoso.
Comenzaron a salir a la luz detalles incitantes sobre Médula.
Las especies sin prejuicios y menos disciplinadas abrazaron la revelación. Unos cuantos incluso la celebraron. Mientras que otros, más conservadores por naturaleza o elección, hicieron caso omiso de todo lo dicho y de las implicaciones más desenfrenadas.
Por regla general, los seres humanos estaban más o menos en el medio.
Hubo algún incidente pequeño y un tanto molesto. Algunos distritos se oscurecieron cuando fallaron reactores clave, y la energía se racionó y concedió solo a los sistemas más esenciales. Las comunicaciones se enmarañaron en todas partes durante los cuatro días siguientes. Fue el momento de vivir un modesto caos. Pero, en general, pocas cosas cambiaron. Los pasajeros más antiguos y la tripulación continuaron con los rituales de su vida, costumbres arraigadas a lo largo de milenios que no eran fáciles de dejar. Incluso cuando las redes de comunicación públicas fallaban por completo, todavía había caminos privados por los que los electrones y la luz estructurada podían enviar buenos deseos, divisas viables y los últimos y mejores chismorreos. Luego, esos pequeños cortes parecieron terminarse y las redes de comunicación volvieron a funcionar; los últimos rumores sobre combates armados pasaron de moda y, en general, se olvidaron. Era el noveno día del motín y el humor del público, según veintitrés medios sutiles, estaba al alza en cada distrito, en cada una de las ciudades importantes y secundarias y en la mayor parte de los apartamentos, hábitat alienígenas y cuevas ocupadas.
Había llegado el momento perfecto para que apareciera la maestra.
Con antiguas órdenes tomó el control de las recién restauradas redes de comunicación y de repente apareció en todas partes: una holografía ataviada con el brillante uniforme de la maestra y una sonrisa esplendorosa, fruto de la práctica. Su rostro era incluso más estrecho de lo que se esperaba, y llevaba el pelo gris oscuro muy corto. Los siglos parecían haber cambiado su piel, como si estuviera sucia o teñida por el humo o la herrumbre, y sus ojos oscuros del color de las nueces, más fríos que cualquier espacio, contemplaban a cada uno de los pasajeros y miembros de la tripulación con una expresión que no llegaba a ser reconfortante. Su boca fina, inteligente y recubierta con una sonrisa, se abría y cerraba, lo que dio a su público un momento para acostumbrarse a su presencia antes de que por fin les dijera con voz grave y fuerte:
—Soy Miocene.
»Con la autoridad de la que dispongo como maestra adjunta primera en la presidencia, he apartado a la maestra capitana de su cargo, de sus obligaciones, del puesto que durante tanto tiempo ha ostentado.
» No hay que preocuparse. La mujer sigue viva. La mayor parte de sus capitanes están vivos. Durante los próximos años os enteraréis de la profundidad y alcance de su incompetencia. De acuerdo con el fuero de la nave, se celebrarán juicios públicos y los castigos serán justos; la Gran Nave continuará con el rumbo previsto.
»Yo me preocuparé por vosotros.
»Si me lo permitís.
»No es necesario que cambien vuestras vidas. Ni hoy ni en el futuro. A menos, por supuesto, que deseéis cambiar lo que siempre ha sido vuestro. «Como maestra capitana, os hago esa promesa.
Y luego, por un momento, de forma inesperada, sus ojos adquirieron una repentina calidez, sincera y un poco espeluznante, y la transmisión se cerró con estas palabras:
—Adoro esta maravillosa nave nuestra. Siempre la he amado y apreciado. Y lo único que quiero es protegerla y defender a sus pasajeros y a su gran tripulación, hoy y hasta el final de este histórico viaje.
»Mi hijo será el primero en la presidencia.
»Se informará más adelante sobre los demás cargos.
»Vuestra maestra capitana os desea un buen día y unos maravillosos cien milenios próximos, mis queridos amigos.
37
En el extremo de la mesa de madera de perla habían encaramado un busto de oro reluciente de la maestra capitana, una pieza imbuida de una expresión de poder sereno y arrogancia perfecta. Al lado del busto, colocada en un ángulo descuidado, casi desconsiderado, se encontraba la cabeza cortada de la propia maestra. Su largo cabello era blanco y estaba enredado. La piel era blanda, muy deshidratada y pálida, y no quedaba rastro de sus pigmentos dorados. Algún lento proceso anaeróbico, por no mencionar una cólera fantástica, permitía que la cabeza abriera los ojos al tiempo que la boca se movía con lento vigor. Sin pulmones que le proporcionaran aliento, la maestra no podía siquiera susurrar. Pero lo que estaba diciendo era obvio. Cualquiera con paciencia y talento para leer los labios la podía entender.
—¿Por qué? —preguntaba—. Miocene, ¿por qué? —Luego, después de una larga pausa, añadía—: Explícamelo. Por mí. Por favor. —Pero estaba demasiado agotada para terminar la palabra, y con un sonido débil y húmedo los ojos y la boca volvían a cerrarse y ella caía de nuevo en un coma profundo e intermitente.
Con un gesto de frío cariño, Miocene le acarició el pelo blanco.
Miró a ambos lados de la mesa de conferencias y, después de pensarlo un momento, señaló y pronunció un nombre, y uno de sus empleados respondió con un resumen nítido y muy oficioso de lo que se había logrado, lo que estaban haciendo ahora y todo lo que tenían intención de lograr en ese futuro próximo, crítico y maravilloso.
—Bendición Gable —llamó a continuación.
Una mujer pequeña y fornida, nacida unionista pero unida a los rebeldes de niña, se levantó de su silla negra y luego habló sobre la resistencia entre los últimos miembros de la tripulación.
—Todavía tienen su baluarte en Puerto Alfa, y dos o tres bandas armadas están operando cerca de Puerto Denali. Pero el primer grupo está atrapado, y los otros están desorganizados y les faltan recursos. —Hizo una pausa durante un momento para remitirse a uno de sus nexos de seguridad. Luego añadió—: Acabamos de arrestar a los que sabotearon los reactores. Ingenieros descontentos, como usted predijo, señora. Las reparaciones, según me dicen, van muy por delante de lo programado. Lo que los constructores crean se niega a ser destruido con facilidad.
Hubo rumores de aprobación y muchos de sus compañeros oficiales repitieron «los constructores» con el habitual temor reverencial.
Bendición era general de la nave. Se detuvo un momento y con una mano alisó la tela siempre impoluta y de color violeta oscuro de su uniforme. Al igual que la mayor parte de los nietos, no apreciaba el arte de vestirse. Requería disciplina y costumbres nuevas. Pero como Miocene les había recordado a todos una y otra vez, los pasajeros de la nave esperaban cierto guardarropa de su tripulación. Unos capitanes y soldados ataviados con su propia piel y cabello no tranquilizarían a nadie. Y la tranquilidad sería un objetivo importante, incluso vital, durante los siguientes días y siglos.