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Movió la cabeza y el cuello le estalló en llamas.

—Despacio, querida. Despacio.

Washen respiró hondo y se encontró mirando a una encantadora mujer vestida con un sarongde color esmeralda. Cabello negro. Labios gruesos. Sonriente y tímida. Resultaba obvio que no era rebelde. Ni una unionista normal. Sus ropas lo decían, y la forma ligera y pausada que tenía de moverse subrayaba sus orígenes antiguos. Aquella mujer era una pasajera. Acaudalada, casi con toda certeza. Y era probable que poco acostumbrada a tener una mujer muerta en su hogar.

—Me llamo Quee Lee.

Washen asintió poco a poco, tratando de acostumbrarse al dolor. Los ojos tomaron una panorámica de la selva terráquea. El follaje húmedo y verde estaba puntuado por tumultos de flores salvajes y tropicales. Cruzaban el aire cálido y dulce pájaros y murciélagos pintados. En el tocón medio podrido de un árbol estaba sentada una tropa de monos modificados que formaban un círculo descuidado, hacían notorio caso omiso de los seres humanos y jugaban a una especie de juego con piedras, palos y los delicados cráneos blancos de unos búhos muertos.

—Volverán —dijo la anfitriona—. Pronto.

—¿Volverán?

—Mi marido y su amigo.

Washen yacía dentro de una cama autodoc abierta, su nuevo cuerpo vestido con un mejunje negruzco de silicona, oxígeno disuelto y un billón de micromáquinas. Así era cómo renacía un soldado, de una forma demasiado rápida y chapucera, carne y huesos hechos a granel mientras las funciones inmunológicas se mantenían al mínimo. Quee Lee se había sentado a un lado de la cama, Locke al otro. Su hijo estaba vestido con el colorido atuendo de cualquier pasajero, su piel oscurecida por la luz ultravioleta. Su precioso y espeso cabello había crecido lo suficiente para conseguir un rastrojo dorado e incipiente, y las manos y los amplios pies desnudos estaban atados con el cordón de seguridad estándar.

—¿Cuánto tiempo ha pasado? —preguntó con voz baja y nerviosa.

El no respondió.

Quee Lee se inclinó hacia delante.

—Ciento veintidós años —dijo—. Menos unos cuantos días.

Washen recordó los golpes explosivos y la sensación de que la arrancaban del hábitat de las sanguijuelas, de que avanzaba a tropezones a medida que su piel se congelaba y su mente caía en el coma más profundo posible.

Cuando pasó la sensación de náusea, preguntó:

—¿Me encontraste tú, Locke?

El joven se dispuso a responder, pero al final cerró la boca.

—La rescató Pamir —dijo Quee Lee—. Con la ayuda de su hijo.

Una vez más Washen contempló los cordones negros de seguridad y, luego, consiguió echarse a reír.

—Me alegro de que los dos os hayáis hecho buenos amigos.

La vergüenza se desangró hasta convertirse en una cólera helada. Locke enderezó la espalda y se obligó a explicarse:

—Fue un accidente. Fui a la casa alienígena. Para ver si los capitanes, o alguien más, habían estado allí. Y ese hombre feo se tropezó conmigo.

Pamir. Seguro.

Su hijo sacudió la cabeza indignado. Los dedos desnudos de los pies se encogían y estiraban en la tierra negra. ¿Qué pensaría un rebelde de aquel suelo tan rico? ¿Y de aquellos árboles de un color verde imposible? ¿Y de los monos? ¿Y qué pasaba con el elaborado trino de aquella ave, un sulfuradito, que caía sobre ellos desde las ramas más altas?

—Fui débil —admitió Locke al final con una tristeza inmensa.

—¿Por qué? —preguntó Washen.

—Debería haber matado a tu amigo.

—No es fácil matar a Pamir —respondió ella—. Créeme.

Una vez más Locke se aferró a su silencio.

Washen respiró hondo, con meticulosidad, y luego se sentó en la cama. El mejunje negro se le pegaba a la piel lisa como la de un bebé, totalmente desprovista de vello. Cuando se apagó lo peor del dolor, miró a Quee Lee.

—Ciento veintidós años —suspiró—. Las circunstancias han cambiado mientras yo dormía. He de suponer.

La mujer se estremeció y luego sonrió con timidez.

—¿Qué está pasando? —preguntó Washen—. ¿Qué sucede con la nave?

—No ha pasado nada —dijo su anfitriona—. Según nuestra nueva maestra capitana, la nave necesitaba un cambio de líder. Abundaba la incompetencia. Y ahora, según ella, todo está igual que antes, salvo lo que es mejor, y seríamos tontos si albergáramos alguna preocupación.

Washen miró furiosa a su hijo.

Este se negó a parpadear siquiera, o a mirar a nadie.

—Miocene… —escupió entonces Washen para sí, con voz grave y airada. Se volvió de nuevo hacia Quee Lee—. Al parecer es ella.

La IA del apartamento habló con una autoridad firme:

—Se está acercando Perri. Con el otro, sí. Parecen estar solos.

Luego preguntó:

—¿Les permito entrar, Quee Lee?

—Desde luego.

Habían pasado tres días más. Washen llevaba seis horas fuera de la cama. Se había puesto un sencillo sarong blanco y sandalias blancas, y acababa de tomar su primera comida sólida en más de un siglo. La fatiga incesante se convertía en energía nerviosa. Se encontraba al lado de Quee Lee, expectante. Se abrió la puerta del apartamento. La pantalla de seguridad estaba en su sitio, y fuera, en la amplia avenida rodeada de árboles, no había nadie. Lo que debería haber sido una escena atestada de gente cualquier día normal era una imagen tranquila, antinatural. De repente aparecieron dos hombres que caminaban con grandes zancadas. El más pequeño era guapo y sonreía con un encanto inconsciente. El otro era más grande, con un rostro ordinario, y Washen cometió el error más obvio. Una vez que cerraron la puerta y la bloquearon de veinte modos diferentes, le dijo al mayor:

—Hola, Pamir.

Pero el rostro ordinario se desprendió y expuso un segundo, idéntico al del hombre más pequeño. Igual de guapo. Y encantador. Y desde luego, aquel no era Pamir.

—Lo siento —dijo una voz alegre—. Pruebe otra vez.

El hombre menor era Pamir. Se desprendió de su disfraz.

—Hice que un autodoc me quitara treinta kilos de encima —se explicó con voz atronadora—. ¿Qué te parece?

—Tienes un aspecto maravilloso de todos modos —admitió ella.

El rostro de Pamir era tosco, como cortado a tajos en un bloque de roble denso y oscuro. Los bastos rasgos tenían una inclinación asimétrica, y el cabello, sucio y muy enmarañado, inclinaba las cosas todavía más. Daba la sensación de que aquel hombre sería incapaz de recordar la última vez que había dormido, pero los brillantes ojos castaños estaban despejados y alerta. Cuando miró a Washen sonrió. Al mirar hacia cualquier otro lugar su expresión se tornaba distante, distraída.

—Estoy muerto de hambre —comentó a nadie en particular.

Luego su mirada volvió a Washen y la sonrisa resurgió entre su inmenso cansancio.

—No me des las gracias —dijo con una mordacidad bien conocida, cínica y sabia—. Todavía no. Si esos nietos tuyos nos encuentran, desearás estar todavía en el fondo de ese mar de hidrógeno.

Era lo más probable.

Pamir se arrancó el resto del disfraz.

—¿Dónde está mi prisionero? —preguntó.

—En el jardín —respondió Quee Lee.

—¿Ha gruñido algo de importancia?

—Nada —respondieron las dos mujeres al unísono.

Una mano desnuda se apartó el pelo sucio. Luego Pamir se permitió una sonrisa.

—Quería estar contigo —confesó a Washen—. Cuando volvieras en ti. Pero tenía que ocuparme de un par de cosas antes. Lo siento.