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—No te disculpes.

—Entonces no lo haré —bramó él.

—¿Qué está pasando ahí fuera? —preguntó Quee Lee a su marido.

El hombre guapo puso los ojos en blanco y adoptó un tono burlón.

—¿En una palabra? —dijo—. Está todo muy tranquilo. Horrible, extraña e incansablemente tranquilo.

—¿Dónde habéis ido, cariño? —le preguntó su mujer.

Los dos hombres se miraron y Perri dijo «cariño» con tono de advertencia.

Después, Pamir sacudió la cabeza.

—La comida primero —dijo—. Quiero recuperar mis treinta kilos. —Se quitó la piel falsa de las manos—. Luego tenemos que ir a un sitio. Solo nosotros, Washen. Tengo un trillón de preguntas y apenas hay tiempo para hacerte diez.

Pamir estaba limpio y lucía ropa nueva. Washen y él estaban dentro de una habitación de invitados. El diamante del suelo de la suite estaba incrustado de generadores de holografías y sol. Al mirar entre sus pies podían ver la sala ajardinada de Quee Lee y, en concreto, podían vigilar al hombre rubio que se había sentado en el claro más grande. Nunca tiraba de las correas que lo retenían y observaba con toda atención cada movimiento de cada pájaro, cada insecto y cada mono medio domesticado.

—Cuéntame —empezó Pamir—. Todo.

Cruzaron casi cinco mil años en lo que pareció un aliento. La falsa misión. Médula. El Incidente. Hijos nacidos; rebeldes nacidos. El renacimiento de la civilización. Washen y Miocene escapando de Médula. Luego Diu las había cogido y llevado al hogar de las sanguijuelas y Diu les había explicado que él era la fuente de todo lo que había pasado. Y justo cuando Washen estaba a punto de terminar la historia, hizo una pausa para respirar y asentir, y le dijo a Pamir—: Sé lo que has estado haciendo durante estos últimos días.

—¿De veras?

—Estabas intentando decidir si era de verdad. Si podías confiar en mí.

El hombre tomó un último bocado de filete medio crudo y luego la miró.

—¿Y qué tal? —preguntó—. ¿Puedo confiar en ti?

—¿Qué has averiguado? —lo presionó ella.

—Nadie te menciona. A nadie parece importarle. Pero Miocene y tus nietos están buscándolo a él por todas partes. —Pamir señaló el suelo—. Estuvieron a punto de encontrarnos a él y a mí dentro del tanque de combustible. Pero no dejes que esos silencios ceñudos te engañen. Locke me dijo lo suficiente para restringir nuestro lugar de búsqueda lo suficiente…

—¿Cuántos capitanes sueltos hay?

—Yo cuento veintiocho. O veintisiete. O quizás haya bajado hasta veintiséis.

—Mierda —dijo Washen en voz baja.

—Sin incluirte a ti —añadió él —Pero ya hace mucho tiempo que se disolvió tu comisión. Y si eso no te vuelve loca, escucha esto. Ahora mismo estás sentada con el maestro capitán legal de la nave. ¿No es una idea aterradora?

Washen hizo todo lo que pudo por digerir la noticia. Luego se inclinó y colocó la palma de su nueva mano en el suelo, como si intentara aferrarse a la cabeza de su hijo.

—De acuerdo —susurró—. Dime todo lo que sepas. Rápido.

Pamir le habló de cómo las había buscado, a ella y a Miocene. De la ayuda de Perri y la creciente frustración, y de cómo al final, momentos antes de rendirse, se había tropezado con aquel reloj arcaico incrustado de plata.

—¿Todavía lo tienes? —preguntó Washen mientras levantaba la mirada.

Y allí estaba, colgando de una nueva cadena de plata. Pamir no tuvo que decirle dos veces que lo cogiera. Luego, mientras Washen abría la tapa y leía el lema, él le contó algo más de su historia: la fuente de neutrinos, la escotilla oculta, el túnel derrumbado… Se detuvo en el momento en el que Locke y él miraban sobre la casa de las sanguijuelas.

Con un leve chasquido, Washen cerró la tapa de plata.

—Si hubiera ampliado el radio de búsqueda y perseguido cada pequeño objetivo… —dijo Pamir en tono de disculpa.

—No estoy decepcionada —lo interrumpió ella esbozando una cálida sonrisa.

—Me distrajeron —continuó Pamir—. Primero los neutrinos. Luego encontramos la escotilla secreta de Diu, y lo único que hice fue cavar.

Washen rodeó con las manos su reloj y se concentró. Pamir había pronunciado «Diu» con desdén. Luego sacudió la cabeza.

—Te juro que soy incapaz de acordarme de ese pequeño gilipollas.

Quise a ese hombre, pensó Washen asombrada.

Luego dijo «neutrinos» con voz baja y curiosa. Levantó la cabeza para mirar a Pamir.

—¿Qué viste? Con exactitud. ¿Era muy grande el flujo?

Pamir se lo contó todo con nítidos detalles.

Como Washen no reaccionara, su amigo cambió de tema.

—En cuanto estés lo bastante fuerte, nos vamos. No existe ningún lazo oficial que me una a Perri o Quee Lee. Pero podría haber algún viejo archivo de seguridad en alguna parte, y Miocene lo encontrará. Necesitamos un sitio nuevo en el que ocultarnos. Que es en parte lo que he estado haciendo estos últimos días…

—¿Y luego?

—Esperar el momento adecuado. Tener paciencia y prepararnos. —Hablaba despacio, con tono seguro, igual que un hombre que le hubiera prestado toda su atención a ese tema—. Si queremos recuperar nuestra nave, y conservarla, entonces tendremos que reunir los recursos, los músculos y la sabiduría, para lograr que las cosas resulten un poco menos imposibles…

Washen no dijo nada. No sabía muy bien qué pensar. Su mente jamás le había parecido más vacía ni más inútil. Lo que se suponía que era su atención pasaba sin parar entre sus manos dobladas y una mirada larga y dolorida al hijo que se sentaba en la hermosa selva. Abrió primero las manos con esfuerzo, después la tapa de plata, y se quedó mirando de nuevo aquellas manecillas lentas, incansables.

—Tenemos aliados —admitió Pamir—. Eso es lo que también he estado haciendo durante estos últimos días. Entrando en contacto con amigos probables…

Una vez más Washen cerró el reloj y rodeó con las manos el metal que había calentado su sangre. Habló en voz baja, casi en un susurro.

—No teníamos reactores de fusión.

—¿Disculpa?

—Cuando me fui de Médula. La mayor parte de nuestra energía procedía de fuentes geotérmicas.

—Estuviste fuera más de un siglo —le advirtió Pamir—. Pueden cambiar muchas cosas en tan poco tiempo.

Quizá.

—A juzgar por las pruebas —continuó él—, yo diría que los rebeldes tuvieron que abrir un agujero muy ancho para salir de Médula. Dado que regresaban por el viejo agujero, el suyo se encontró con el mío, lo que hizo su trabajo más fácil. Pero aun así… Cientos de kilómetros excavados en días, u horas. Por eso no dispusimos de ninguna advertencia. Y por eso debieron de construir todos esos reactores de fusión, supongo.

Su amiga dijo «quizá», pero negaba con la cabeza al mismo tiempo.

Washen abrió las manos otra vez. Pero esta vez dejó caer el reloj, que aterrizó de canto y con un chasquido suave. Al inclinarse a recogerlo, la antigua capitana clavó la mirada en su hijo, que estaba absorto en la contemplación de un extraño mundo verde; los ojos del joven, grises y suaves, no traicionaban ni el susurro de una sensación de asombro, y mucho menos una mínima preocupación.

—¿Qué pasa, Washen?

Esta se dispuso a hablar, pero no dijo nada.

—Cuéntamelo —insistió Pamir.

—Creo que te equivocas —se oyó decir ella.

—Es muy probable. ¿Pero en qué?

Hasta que lo dijo no estuvo segura de lo que iba a soltar.

—En la fuente de energía. Te equivocas. Pero eso no es lo que más importa.

—¿Qué importa?

—Míralo —dijo Washen.

El anciano se quedó mirando entre sus pies y observó al prisionero durante un buen rato. Luego, por fin, con cierta indignación medida, preguntó: