—Lo sé, señora.
Pasó una mano amplia por la frente de su hijo, por la nariz esbelta. Luego, con un solo dedo, le acarició la atractiva y fuerte barbilla.
—Quizá el riesgo sea demasiado grande —admitió ella—. Sabes argumentar muy bien, sí. Así que solo estaremos tú y yo contemplando la aceleración. ¿Te parece un compromiso digno?
El joven no tenía alternativa.
—Sí, señora —admitió—. Sí, madre.
Pero, como siempre, Till pronunció las palabras con un entusiasmo convincente, envueltas en una sonrisa que no podría haber sido más brillante.
El casco de la nave era mucho más fino en la cara posterior, unas cuantas docenas de kilómetros de hiperfibra original, casi virginal, salpicada de túneles de acceso, cañerías cavernosas y bombas lo bastante gigantescas para mover océanos. Tanto la estética como la seguridad tenían allí su papel; Miocene y Till viajaron dentro de una de las principales cámaras de reacción. Allí no vivía nada, y casi nada acudía tampoco. Apoyados en las baterías de espejos perfectos no había lugar para ocultarse. Y dado que nadie salvo Miocene podía disparar esos motores, podían pasar sin que nadie los molestara; su rápido cochecito se elevaba por aquel buche similar a un cráter de la tobera de cohete, el cielo sobre ellos iluminado por mil millones de hogueras, cada una de las cuales empequeñecía la potencia de su magnífica máquina.
—Las estrellas —dijo Miocene, y no pudo evitar sonreír.
Till parecía muy joven allí de pie con las manos unidas a la espalda, esta arqueada y los pies ligeramente separados y enfundados en sus botas; su uniforme, su gorra y sus grandes ojos castaños reflejaban la luminosidad del universo.
Por un momento pareció sonreír.
Luego cerró los ojos, se volvió hacia ella y al abrirlos admitió: —Son preciosas. Por supuesto. Por supuesto.
La desilusión se apoderó de Miocene. ¿De verdad había creído que echarle un vistazo a la Vía Láctea con sus propios ojos provocaría una revelación? ¿Que Till levantaría los brazos y caería sobre sus débiles rodillas en un gesto de éxtasis maravillado?
Estaba decepcionada y, lo que era peor, furiosa.
Quizá porque percibió su humor, Till preguntó:
—¿Recuerdas, madre, cuando miraste por un nanoscopio y viste tu primer protón al descubierto?
La mujer parpadeó.
—No —confesó.
—Uno de los huesos esenciales del universo —la riñó él—. Tan vital como las estrellas y, a su manera, más espectacular. Pero fue real para ti antes de que lo vieras. Intelectual y emocionalmente, estabas preparada.
Miocene asintió y no dijo nada.
—Desde el momento en el que volví a nacer, y durante cada día desde entonces, la gente ha hablado de las estrellas. Ha descrito su belleza. Ha explicado su física. Me han asegurado que la simple visión de un sol me llenaría de admiración…
¿Qué haría falta para impresionar a Till?
—Con franqueza, madre, después de una propaganda tan enorme creo que el cielo tiene un aspecto bastante pobre. Casi insustancial. Lo que resulta una doble decepción, ya que estamos cerca de uno de los grandes brazos de la galaxia. ¿No es cierto?
Si Miocene encendiera el motor que tenían bajo ellos, Till quedaría impresionado. Lo meditó durante un instante de furia.
La maestra capitana esbozó una sonrisa débil, casi burlona y miró lo que tenían delante. Su coche realizó un giro brusco y se dirigió a la tobera parabólica. La antigua hiperfibra había quedado ennegrecida por efecto de los plasmas corrosivos y había dejado una pared anodina que parecía cercana cuando estaba muy lejos, y luego remota cuando frenaron y pasaron de repente por una escotilla camuflada. Los ingenieros habían añadido este rasgo. La escotilla llevaba a un túnel pequeño que atravesaba la tobera y terminaba en una burbuja de diamante suspendida a mil kilómetros por encima del casco. Solo a un imbécil no le impresionaría esa vista.
Madre e hijo permanecieron dentro del coche blindado, que flotó dentro de la burbuja. La Gran Nave poseía catorce gigantescas toberas de cohetes: una en el centro, cuatro rodeando esa y nueve más que rodeaban a esas cinco. La suya era una de las cuatro, y en el horizonte, una al lado de la otra, estaban dos de las toberas exteriores, alimentadas y a la espera de la orden de encenderse. Unos metales mutados y varios lagos de fluidos hidráulicos las habían inclinado y les habían dado un ángulo de quince grados. La aceleración de diez horas y once segundos cambiaría la trayectoria de la nave lo justo para que, dentro de otras dos semanas, pasase cerca de un gigantesco sol rojo y luego se hundiese todavía más cerca del compañero del astro, un inmenso, pero en esencia tranquilo, agujero negro.
En menos de un día, el rumbo de la nave se torcería dos veces. En lugar de abandonar aquella densa región de soles y mundos vivos, continuarían a lo largo del brazo de la galaxia para entrar en nuevos y lucrativos lugares.
Se oyó un suave e impresionado «hmm».
Till no estaba contemplando las estrellas ni las gigantescas toberas, sino que había bajado la cabeza.
—Desde luego, hay un montón de ellos —comentaba con voz desdeñosa.
Las luces salpicaban el paisaje de hiperfibra. Pero al contrario que el agradable desorden de las estrellas, esas luces tenían principios que las definían: se conectaban y convertían en líneas, círculos y densas masas que resplandecían ante la luz acumulada. Sí, había muchos. Es probable que más de los que hubiera cinco mil años atrás, y desde luego más que la última vez que ella había visitado ese lugar. Miocene sacudió la cabeza y dijo «rémoras» con un gruñido.
—Construyen sus ciudades en la cara posterior. Cada vez más ciudades.
Till sonrió.
—No te caen bien los rémoras —comentó con un gruñido encantador—. ¿Verdad, señora?
—Son obstinados y excepcionalmente extraños. —Pero admitió—: Realizan un trabajo importante. Nos resultaría difícil sustituirlos.
Su hijo no hizo ningún comentario.
—Veinte segundos —anunció ella.
Till dijo que sí y miró hacia arriba con gesto cortés. Sus ojos castaños y brillantes se entrecerraron para defenderse del fulgor de los motores que anticipaba. Y con Till distraído por un momento, Miocene se escabulló.
La sala no cambiaba nunca.
Sentadas a lo largo de cada pared, ataviadas con los cuerpos simbólicos y las togas blancas de ancianos escribas marchitos, había decenas de sofisticadas IA. Cada una era un poco diferente de su vecina, en habilidades y sensibilidad estética.
En ese reino las diferencias eran una bendición. La razón de su existencia era una sencilla pregunta, una pregunta que requería una concentración absoluta, además de cierta afición a la novedad. Cada día, cada semana o cada mes, una de las escribas proponía una solución nueva o una variación de la antigua, y con una juventud sin límites las máquinas discutían y debatían, y en ocasiones se gritaban. Era inevitable que encontraran algún fallo crítico en las elaboradas matemáticas o en las suposiciones lógicas, y en estos casos a la propuesta se le hacía un rápido funeral y su cuerpo se colocaba en un estante electrónico al lado de millones de hipótesis fallidas, prueba de su celo, que no de su genio.
En el centro de la sala había un mapa denso y extremadamente preciso de la nave. No la retrataba tal y como era hoy en día, sino tal y como existía cuando llegaron los primeros capitanes. Se exponía allí cada una de las inmensas cámaras y los largos túneles, cada grieta diminuta y cada majestuoso océano en toda su abandonada gloria.
Y sin embargo, faltaba un rasgo fundamental, quizá crítico.
Y en medio de esa ignorancia apareció la nueva maestra.