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Las IA escribas la contemplaron con frío desdén. Eran almas conservadoras por naturaleza. Los motines no les parecían bien, ni siquiera los motines justificados por motivos legales. Con humor de máquina, una escriba dijo:

—¿Quién eres? No te reconozco.

Las otras se echaron a reír en tono bajo e indignado.

Miocene no dijo nada durante un largo instante. Luego su imagen fingió suspirar y habló con tono despreocupado:

—Puedo mejorar ese mapa vuestro. Sé cosas que la vieja maestra no podría imaginar siquiera.

La duda dio paso al interés.

Luego a la curiosidad.

Pero una de las escribas negó con su cabeza de goma.

—A tu predecesora hay que someterla a un juicio —le advirtió—. Un juicio público y justo, como ordenan las leyes mismas de la nave. De otro modo no trabajaremos contigo.

—¿Y no he prometido yo juicios? —respondió ella—. Examinad mi vida. Cualquier perfil que deseéis. ¿Cuándo he hecho otra cosa que no fuera defender las leyes de la nave?

Las escribas hicieron lo que Miocene les aconsejó y, como ella había esperado, se aburrieron pronto. Su vida no era ningún enigma. No tenía interés para ellas. Una tras otra, todas las miradas volvieron a su sofisticado y misterioso mapa.

—Si os doy esta información —les dijo ella—, no podéis compartirla con nadie más. ¿Comprendido?

—Lo entendemos todo —le advirtió la primera escriba.

—Y si encontráis alguna solución posible, no se lo digáis a nadie salvo a mí. A mí. —Se quedó mirando cada uno de los pares de ojos de cristal—. ¿Podéis comprometeros con esos términos?

Con una sola voz dijeron que sí.

Miocene insertó en el mapa los últimos parámetros, dibujó la concha de hiperfibra que rodeaba el núcleo, colocó Médula dentro de la concha y por fin les mostró lo que había en su interior. Luego hizo que Médula se expandiera y contrajera, y un torrente de datos explicó que la energía cumplía un círculo a través del cuerpo de hierro y que los contrafuertes lo mantenían en su sitio, todo aquello que tuviera algún interés potencial y que ella había absorbido a lo largo de aquellos horribles siglos.

En una fracción de segundo los viejos rostros quedaron cautivados.

Miocene sintió un leve estremecimiento cuando los motores de la nave comenzaron a lanzar plasma al gélido universo.

Su parte física estaba sentada al lado de su hijo, observándolo, cuando este se volvió y le mostró otra sonrisa llena de bondad.

—Es precioso, sí —admitió el joven.

El río de plasma era una amplia columna que se movía casi a la velocidad de la luz; solo una diminuta parte de su energía se desprendía en forma de luz visible, pero aun así era lo bastante brillante para que aquel imponente fulgor lograra que las estrellas se desvanecieran ante sus ojos, que no dejaban de parpadear y lagrimear.

—¿Podríamos irnos ahora, señora? —preguntó él en voz baja, como un niño aburrido.

La otra parte de ella, la imagen holográfica, estaba igual de decepcionada. Se encontraba rodeada de escribas que susurraban a la velocidad de la luz, capaces de lograr milagros en un instante. Y luego, con una expresión tranquila, sagaz, una de las escribas le ofreció una solución provisional, de una sencillez ridícula, a aquel gran enigma.

—¿Qué? —exclamó—. ¿Esa es vuestra respuesta?

La primera escriba habló en nombre de sus iguales.

—Es una solución artística —admitió—. No matemática pura, señora.

—Es obvio. —Luego, mientras se desvanecía, gruñó—. No se lo digáis a nadie, de todos modos. Y seguid trabajando en ello. ¿Querréis hacer eso por mí?

—No —respondió la escriba dirigiéndose al aire vacío.

—Lo hacemos por nosotras mismas —dijeron sus vecinas.

Y de nuevo se pusieron a susurrar, utilizando aquellas voces rápidas y secas, su enigma y juguete transformado de repente. Su diminuto universo volvía a ser fascinante, y dentro de aquella sala sofocante todo resultaba enorme.

40

Para los ojos atentos no era más que otro equipo de reparaciones anónimo: varias decenas de rémoras encantados con su encarcelamiento dentro de los voluminosos trajes salvavidas, sentados hombro con hombro dentro de uno de sus viejos y duros rayadores, cada rostro diferente del rostro de su vecino, todos contando los chistes obscenos de siempre mientras se dirigían hacia la cara principal de la nave.

—¿Cuántos capitanes hacen falta para follar? —preguntó uno.

—Tres —gritaron los otros—. ¡Dos para hacerlo mientras el tercer capitán entrega los galardones y menciones apropiados!

—¿Adonde envía la maestra su mierda? —preguntó otro.

Todo el mundo señaló la tobera del cohete más cercano y luego lanzaron una risita.

Luego, Orleans se inclinó hacia delante y preguntó:

—¿Qué diferencia hay entre la nueva maestra y la vieja?

Se produjo un silencio repentino. Todo el mundo conocía la pregunta pero nadie reconoció el chiste. Lo que no era tan sorprendente, ya que el anciano se lo acababa de inventar.

Su boca más reciente se estiró en una enorme sonrisa y una especie de colmillos cortos chocaron contra la visera.

—¿Alguna idea? ¿No? —Entonces dejó escapar una gran carcajada—. Nuestra nueva maestra ha vuelto de entre los muertos. Mientras que la antigua nunca estuvo viva.

Una risa cortés, si bien un poco nerviosa, dio paso al silencio. Orleans giró el casco y le mostró el rostro a la tripulación. Por un canal público les dijo:

—No tuvo mucha gracia. Tenéis razón. —Pero luego habló por un canal privado—. No les deis vueltas a las cosas: muy pronto estaremos muertos. Relajaos.

El nerviosismo mutó en útil determinación. No, estaban pensando que no iban a morir. Las espaldas enderezadas y los puños desafiantes traicionaban la opinión de su personal. Eran sobre todo jóvenes, y la mayor parte aún creía que podía engañar a la muerte cultivando una actitud positiva junto con su inteligencia innata y una buena suerte más que merecida.

«Yo no», pensaba cada uno de ellos. «Yo no voy a morir hoy». Luego, uno tras otro volvían la cara hacia la tobera del cohete y contemplaban su inmensidad y la resplandeciente columna de luces (las flatulencias de la nueva maestra); la luz empequeñecía todo lo demás y partía el universo en dos pulcras partes.

Solo Orleans hacía caso omiso del espectáculo. Mantenía sus ojos del color del ámbar centrados en los edificios que como ampollas flanqueaban la amplia autopista. Estaba de un humor raro, se sentía sentimental y recordó que, cuando él era joven, desde luego que esperaba estar muerto a estas alturas. Vaporizado por el impacto de un cometa, con toda probabilidad. La idea de sobrevivir a todos los demás de su generación…, bueno, en aquel entonces no parecía una posibilidad. Una vida tan imposiblemente larga solo demostraría la cobardía del rémora, o al menos una cautela paralizante. Y sin embargo Orleans no era cobarde, ni alguien que se preocupara demasiado, y le tenía una intensa falta de respeto a la suerte, buena o no.

A lo largo de los siglos y luego de los milenios había visto morir a sus amigos sin aviso previo ni posibilidad alguna. Había sobrevivido a hijos y nietos, y luego a descendientes que solo podían transmitir una diminuta fracción de su simiente única. Pero no era la suerte lo que lo había llevado hasta allí. Ni la buena suerte ni su malvada compañera. A lo único que se podía culpar, sin duda, era a la majestuosa y lisa indiferencia del universo.

Orleans era demasiado pequeño para que se notara su presencia.

Demasiado insignificante para que se enviara un cometa contra él, cayendo a plomo.

La suya era una fe rica en lógica y con la belleza de un asceta y, hasta este momento, parecía ser una fe duradera y determinada. Pero de repente se había adentrado en su interior una segunda posibilidad. Quizá, solo quizá, mucho tiempo atrás algún destino grandioso había tomado a Orleans bajo su sudario protector y lo había salvado para aquel día y momento, haciendo posible que hiciera este viaje poco llamativo por el inmenso, austero y encantador casco de la nave.