– Vete a tu casa, madre, antes de que haga algo que lamente.
Annie salió de la habitación y Lil no espiró el aire que estaba reteniendo hasta que oyó que la puerta de la calle se cerraba detrás de ella.
Patrick la miraba fijamente y con tristeza.
– No ha sido culpa mía, mamá.
Lo estrechó entre sus brazos una vez más y se dio cuenta de lo mucho que había crecido y lo robusto que se había puesto.
– ¿Qué te ha hecho, Pat?
– Me ha pegado. Me ha agarrado y me ha pegado.
Le señaló las ingles mientras hablaba y Lil no cuestionó lo que decía; supo de inmediato que Pat Junior decía la verdad.
– Anda, coge un caramelo y dile a tu hermano que venga.
Se sentó en la cama y esperó hasta que su hijo pequeño entrara en la habitación.
– ¿Por qué has agarrado a tu hermano de ese sitio? ¿Quién te ha enseñado a hacer una cosa así?
Lance la miró fijamente a los ojos y, por primera vez en la vida, Lil notó cierto temor y recelo.
– Yo no lo he hecho… -dijo lloriqueando, con ese lloriqueo tan típico de Annie.
Acercó su cara contra la de él y gozó viéndolo estremecerse.
– No me mientas, mocoso, y trae la correa.
– Te lo ruego, mamá, por favor -respondió Lance sacudiendo la cabeza y con la cara blanca por el miedo.
Lil le propinó otro bofetón en la cara, con tal fuerza que la cabeza crujió al golpearse con la pared.
– Ve a por la correa y tráela ahora mismo.
Lance salió renqueante de la habitación, con el rostro empañado de lágrimas.
Lil lo observó marcharse. Era más grueso que Pat, muy parecido a él, pero con cierta tendencia a la obesidad. En parte se debía a que su madre le consentía todos los caprichos. Bueno, de momento le iba a dar lo que estaba pidiendo y estaba decidida a hacerlo.
Pat se encontraba en Brixton. Aparcó el coche a las afueras de una casa adosada y, antes de apagar el motor, se echó para atrás en el mullido asiento de cuero y escuchó la radió durante unos minutos. Necesitaba calmarse antes de entrar.
La casa era muy pequeña, apenas tres habitaciones, nada de lo que merezca hablar, y hacía juego con las ruinosas propiedades que se veían en la carretera. No obstante, Pat sabía que en aquella casa encontraría la información que necesitaba.
Mientras paseaba por el pequeño sendero que conducía hasta la casa vio que la puerta se abría discretamente y aparecía un hombre con el pelo rizado y los ojos inyectados de sangre. Spider Block era un colega y ambos se saludaron con cierta cautela.
– Te está esperando.
Pat sonrió.
– Más vale que así sea, Spider.
Cuando entró en el pequeño vestíbulo saludó a otro negro enorme y luego pasó al salón. El lugar tenía un aspecto tan descuidado por dentro como por fuera. Había algunos muebles, pero el suelo carecía de moqueta y no tenía ni tan siquiera solería, tan sólo unas losetas de color marrón desteñidas por la suciedad de años y gotas de pintura. Olía al sudor de Dwyer y a cagadas de ratones. Aquel olor le resultó familiar a Patrick Brodie, pues se había criado con él y, por eso, lo despreciaba tanto. Le recordaba de dónde procedía, el hambre y la miseria que había tenido que tragar para hacerse un lugar. Respiró profundamente, con el fin de asegurarse de que jamás lo olvidaría, ya que si lo hacía sería hombre acabado. Esas personas olían a debilidad, como otros olían a su propia mierda; no era agradable, pero era parte necesaria de la vida.
Dwyer procedía del mismo barrio que Pat, por eso no sentía el más mínimo respeto por él, ya que seguía viviendo como un animal. Pat estaba seguro de que sus hijos jamás olerían ese olor, ni conocerían la vergüenza de vivir en un sitio como ése.
En una mesa de madera bastante resquebrajada había tres hombres sentados. Patrick sólo conocía a uno de ellos y, deteniéndose por un momento en la puerta de la habitación, dijo:
– ¿Me estabais esperando a mí?
Freddie asintió y suspiró nerviosa y exageradamente.
Pat se dio cuenta de que tenía cara de rata. Tenía la nariz larga, heredada de su madre judía y los ojos marrones típicos de los galeses, como su padre. Freddie era un tipo feo y cabrón que hasta entonces no le había importado ni un pijo, pero que de repente su fealdad emanaba traición, odio y un temor subyacente. Era un temor que no sólo procedía de Freddie, sino que se palpaba en el aire, pues Pat también tenía miedo de lo que Freddie pudiera saber acerca de él y de cómo podía utilizarlo si se le arrinconaba.
A Patrick le daba vueltas la cabeza con toda la información que había recopilado en las últimas cuatro horas. Gran parte de ella era verdad, pero también se habían levantado los bulos, unos bulos que habían ido cobrando fuerza a medida que se habían comentado los hechos. Siempre hay algo de verdad en lo que la gente dice, y Pat había intentado sonsacarla. También sabía a ciencia cierta que uno de aquellos hombres que estaba sentado en la mesa era un poli corrupto, por lo que decidió esperar y ver qué tenía que decir Freddie antes de comprometerse a sí mismo.
Nadie podía haberse quedado más sorprendida que Lil cuando vio que la policía llamaba a la puerta. Carecían de orden judicial, pero aun así, se mostraron agresivos y convirtieron la casa en un auténtico revoltijo en cuestión de minutos.
Se sentó en el sofá de PVC color naranja y negro con los niños a su lado mientras contemplaba cómo su bonita casa quedaba desmantelada ante sus propios ojos. Mientras sacaban los cajones y vaciaban su contenido en la moqueta gris, ella encendió un cigarrillo con manos temblorosas y trató de actuar con la mayor tranquilidad posible. Hablaba con sus anonadados hijos y escuchaba la conversación de la policía al mismo tiempo.
– ¿Hay alguna pistola en la casa?
El inspector de policía Kent era un hombre alto, con halitosis y los hombros encogidos. Llevaba su acostumbrado peinado y sostenía constantemente un cigarrillo en la boca. Los hombros de su mugrienta chaqueta estaban impregnados de caspa, lo que le causó a Lil una enorme repulsión.
– ¿Qué narices está diciendo? ¿Para qué íbamos a tener una pistola? -respondió Lil.
Parecía escandalizada y molesta por la pregunta; sabía disimular. Luego añadió:
– Mirad mi casa, jodidos cabrones. Mirad cómo la habéis dejado.
– Esto no es nada, Lil, sólo el comienzo.
Lil no le respondió y estrechó con más fuerza a sus hijos, como si les estuviese protegiendo de una fuerza invisible.
Kent encendió un cigarrillo con la colilla de otro y echó una bocanada de humo encima de los niños. Lil parecía nerviosa y preocupada, y él observó el brillo de los ojos de los niños, que miraban consternados a su alrededor. Ya eran carne de cañón y darse cuenta de ello lo deprimió por una razón: sabía que estaba mirando a la próxima generación de pirados y psicópatas. Esa escena ya la había visto en muchas ocasiones y llegaría un día en que le sucedería lo mismo con sus hijos. Lo había visto demasiadas veces a lo largo de los años. Y cuanto más envejecía, más sutil le parecía. Pat Junior era tan apuesto como su padre, además de que tenía un buen cuerpo. A pesar de ser un niño, ya tenía aspecto de boxeador. Sin duda, no tardaría en convertirse en un matón.
El más alto de los niños, sin embargo, engordaría, de hecho ya le sobraba algo. También tenía esa mirada furtiva que le acompañaría el resto de la vida, la mirada propia de los cabrones que se pasan la vida causando y buscando problemas.
A pesar de eso, tenía que admitir que Pat Brodie era un tipo generoso con su familia. Sin embargo, como su padre solía decir, la sangre impera.