Spider quería resolverlo de una vez y Pat sabía que estaba en su derecho, pero confiaba en poder solucionarlo de una forma amistosa. No quería ponerse del lado de nadie, pero si lo hacía, tenía que ser del lado de Spider, y tenía el presentimiento de que los hermanos Williams lo sabían. Estaban en deuda con él. Había vengado la muerte de su hermano y les había proporcionado una vida mejor de la que hubieran imaginado. Estaban haciendo un alarde de fuerza, eso era todo, por eso era preciso darles una lección. Y si así tenía que ser, disfrutaría siendo él quien la impartiera, pues estaban empezando a cabrearle y eso no era nada bueno.
Había que ponerlos en su lugar, eso era todo. Nadie en sus cabales robaría el negocio de otro, máxime si ése era el que lo había levantado desde el principio. Los hermanos Williams estaban tentando a la suerte y él lo sabía con tanta certeza que no quería ni admitirlo. Spider tenía motivos sobrados y honestos para quejarse de ellos. Pat también sabía que el motivo de disputa era el monopolio que poseía Spider del comercio de drogas en Londres; un monopolio que en su momento ellos despreciaron porque, en realidad, no habían querido trabajar con negros.
Los Williams jamás se pronunciaron a ese respecto, pero a él le resultó obvio desde el principio, por lo que también debía de haberse dado cuenta Spider, pues era una de las personas más astutas con las que se había topado en la vida.
Dave y sus hermanos eran tan sólo unos chulillos, sólo músculo y nada de cerebro. Si no hubiera sido por Pat, se tendrían que haber dedicado a cobrar deudas o a cometer asesinatos a sueldo. Cualquier idea ocurrente hubiera muerto desvalida en su cerebro y ahora tenían la osadía de causarle problemas cuando disfrutaban de una buena vida gracias a él. Spider y Pat habían hecho las conexiones necesarias, habían pagado y se habían quitado de en medio a todo aquel que se opuso a que ellos se instalaran allí y controlaran la mercancía. Pat no estaba dispuesto a compartir nada sólo para conservar a su lado a unos cuantos chulillos. Era ridículo pensarlo y los hermanos Williams habían tirado su estima por los suelos si imaginaron que podía ser así.
Sin él y sin Spider no eran nada. El había intentado que se metieran en el negocio, pero fue una pérdida de tiempo. Si ahora era necesario recordárselo, sabía que le correspondía a él hacerlo, ya que Spider y los hermanos Williams no congeniaban demasiado bien. Por ese motivo estaba dispuesto a resolver ese asunto él solo.
Lisa Callard se sentía cansada y, mientras se ponía su ropa interior, intentó dibujar un bostezo. Era una mujer delgada, con un cuerpo un tanto masculino y un corte de pelo que le daba el aspecto de un elfo muy bello. Tenía los pechos pequeños y un culo apretado que hacía que los hombres la mirasen dos veces. Estaba lo suficientemente buena como para estar sólo con hombres que pudieran darle un buen puñado de libras o que le dieran una buena reputación. Puesto que Dennis Williams podían darle ambas cosas, estaba más que contenta de darle carta blanca sobre su adolescente cuerpo. Desde muy jovencita se había percatado del poder que la juventud tiene sobre los hombres y, desde entonces, la había explotado al máximo. Su madre había malgastado su juventud prestándole demasiadas atenciones al chulo de putas de su padre, por lo que Lisa se propuso que la píldora y el abrirse de piernas le proporcionarían lo que su madre nunca había tenido: unas cuantas libras en la hucha, un bonito coche y tranquilidad de espíritu. Que estuviera viendo también a Cain no estaba dentro de sus planes, aunque sabía que era parte de su encanto, al menos en lo que respecta a Dennis.
Dave y Dennis Williams miraron vagamente a Lisa. En realidad era sólo una niña, pero era una chavala apreciada por todos. Anteriormente, Dave había entrado en su dormitorio y se sentó tranquilamente en la mecedora que su madre le había comprado en Portobello Road, viendo cómo su hermano terminaba de follársela. Después de ponerse la falda, Lisa preguntó:
– ¿Quieres que me quede?
Dennis negó con la cabeza, se agachó para coger los pantalones que estaban al pie de la cama, sacó un fajo de dinero del bolsillo y se lo dio. Después de besarle cariñosamente, Lisa cogió el resto de su ropa y salió de la habitación. En la puerta casi tropieza con Doris Williams, que llevaba en la mano una bandeja con té y galletas.
– Te marchas, corazón.
Era una afirmación, no una pregunta. Doris dejó ruidosamente la bandeja encima de una pequeña cómoda y sus hijos la miraron con aire desconfiado. Luego miró a Dave, con los ojos fríos como el hielo y le preguntó:
– ¿Tienes mi dinero?
Dave suspiró.
– Déjalo ya, madre. Ya sabes que no me preocupa lo más mínimo ese gilipollas. Dile que pague sus deudas con su propio dinero.
Esas palabras tenían un sentido que cualquiera habría comprendido, salvo su madre, que no estaba dispuesta a darse por vencida.
– ¿No me podéis dar un par de los grandes entre los dos?
Se sentó encima de la desecha cama, cogió el paquete de cigarrillos de Dennis y encendió uno tan deliberadamente lento que les dio a entender a sus hijos que estaba dispuesta a pasarse allí la noche insistiendo. Doris Williams era una luchadora, lo había sido y lo seguiría siendo siempre. Desde que su marido murió dos años antes, había estado con diversos hombres, hombres que sus hijos consideraban chulos o auténticos chulos, según. Nadie ocuparía el lugar de su padre y ella respetaba esa decisión, pero ahora había conocido lo que significaba tener un poco de libertad y eso le agradaba tanto que no estaba dispuesta a perderla, ni tan siquiera por sus hijos.
Su último ligue era un jugador diez años más joven que ella, con el pelo largo y moreno, los ojos azules y tristes y una polla enorme. Le había dedicado todo su tiempo a su marido y ahora se estaba divirtiendo un poco. A pesar de que sus hijos conocían de sobra la vida que había llevado junto a su padre, aún creían que era demasiado vieja y demasiado estúpida como para saber lo que quería.
– Y no empecéis a echarme los sermones de siempre, no estoy de humor para nada -dijo-. Me gusta ese tío y, tanto él como yo, estamos probando suerte en las apuestas. Aceptadlo de una vez. Tanto uno como otro me debéis mucho.
Era cierta aquella afirmación. Además, era de las que siempre hablaba haciendo afirmaciones. Era una mujer muy dramática, con tendencia a ponerse trajes muy llamativos y faldas muy ajustadas. Ellos sabían que estaba en lo cierto, pero aún así era su madre y se estaba poniendo en evidencia.
– Sólo quiero lo que es mío, eso es todo.
Dennis estaba tapado con la manta. Deseaba levantarse porque necesitaba ir al cuarto de baño, pero la presencia de su madre sentada en la cama se lo impedía.
– Os conozco muy bien, muchachos, y más vale que lo recordéis. Siempre me puse entre vuestro padre y vosotros cuando os pegaba y fui yo quien se llevó los palos. En muchas ocasiones me he confabulado con vosotros para protegeros, y estoy segura de que tarde o temprano os proveeré de alguna coartada. Sólo estoy pidiendo que me dejéis vivir un poco.
Bajo la luz de la desnuda bombilla, Dave pudo ver las cicatrices que tenía alrededor de la boca causadas por los puños de su padre, los surcos alrededor de los ojos que todos habían contribuido a que fuesen cada día más profundos, así como la pesada capa de maquillaje que se había puesto encima de los párpados y que su padre se la quitaría con un cepillo de alambres si estuviese vivo. Estaba viviendo una segunda juventud y, si había que ser justos, muy bien merecida. Se había pasado la vida encadenada a esa casa durante todo su matrimonio. Su marido siempre tuvo las manos muy largas, y más aún, la correa. Sin embargo, estaba gastando más dinero de la cuenta y, en ese momento, no estaban tan boyantes como la gente pensaba. Vivían bien, gastaban mucho, ganaban una pasta considerable, pero el dinero volaba con tanta prisa como venía.