– ¿Te encuentras bien, bravucón?
Patrick se encontraba en el club. Aún no había oscurecido y las chicas se estaban preparando para el espectáculo de la noche. Parecían como una bandada de pájaros piando y su excesivo maquillaje y sus atrevidos trajes contrastaban con el tiempo tormentoso que hacía fuera.
A Patrick Brodie le encantaba el West End cuando los días comenzaban a acortarse. Los turistas ya se habían marchado y, aunque las ventas habían descendido, le encantaba poder disfrutar del verdadero ambiente del Soho. Las noches como ésta le encantaba visitar los clubes, especialmente si las chicas se llevaban bien y no discutían por ridiculeces. Este club era el mayor de todos y lo había adquirido por una menudencia, ya que lo había tomado como pago de una enorme deuda de juego contraída por un hombre llamado Pierre Lamboutin. El nombre francés era un alias. Por qué había escogido uno tan largo era algo que Patrick desconocía. Se supone que los alias deben ser simples y sin demasiada gracia, con el fin de que la persona que los utiliza pase inadvertida. Ahora Pierre estaba más tieso que la mojama y el club ya era de su propiedad, y aunque no oficialmente, era el que más caja hacía en el Soho. Estar el primero de la lista no era nada sencillo, teniendo en consideración toda la competencia que se estaba abriendo por los alrededores. Sin embargo, había seguido los consejos de Lil y, como había tratado bien a las chicas, éstas le eran leales y llegaron al acuerdo de no subir a nadie a los reservados.
El club estaba situado en la calle Frith, una calle concurrida y comercial, pero no tanto como para atraer a los haraganes, conocidos también como los guerreros de fin de semana o mirones. Patrick sólo deseaba tener clientes que se gastaran unas cuantas libras y que no se pasaran la noche entera con una bebida mientras miraban a las strippers y magreaban a las anfitrionas entre actos. Él obligaba a que se pagara una costosa cuota de socio en la puerta, que garantizaba la separación entre hombres y muchachos. También garantizaba a los clientes cierto grado de respetabilidad. Era un club de verdad, con unos socios cuyas tarjetas de crédito decían sólo eso, lo que no levantaría sospechas si caían en manos de sus mujeres. El club de Lords Gentlemen's era conocido por todos en el West End y Patrick estaba orgulloso de su reputación y de su exquisita decoración. Mientras tomaba una copa en la barra vio que una de las chicas entraba en el vestíbulo. Era una mujer despampanante: alta, delgada y con piernas largas y bien moldeadas. Sin embargo, era su pelo lo que la hacía resaltar por encima de las otras chicas. Era de color caoba natural, le llegaba hasta la espalda y era sedoso y brillante como los que aparecen en los anuncios de champú. Le sonrió y él frunció el ceño. Su único defecto eran los dientes. Estaban ligeramente torcidos hacia delante y, aunque los tenía muy blancos, estropeaba la imagen de la perfección. Tenía los ojos color azul pálido y unas cejas muy bien arqueadas que le daban el aspecto de una estrella de cine. Patrick también descubrió que bebía como un cosaco y follaba más que una perra.
Por primera vez en años, Patrick estaba viendo a alguien con cierta frecuencia y sabía que se estaba jugando la cabeza si Lil lo descubría. Ella le podía perdonar que echara una canita al aire, pero si se enteraba que tenía una amante armaría la gorda. Jamás le permitiría que tuviese algo serio, que alguien le arrebatase el trono. Al igual que la mayoría de las mujeres, lo que más temía era que pudiera tener un hijo con otra que tuviera que relacionarse con su prole. Era impensable y él comprendía su punto de vista.
Cada vez que veía a Laura Dole se decía a sí mismo que sería la última vez, pero luego se veía de nuevo haciendo los debidos arreglos para poderla ver. Lo curioso es que ella no tenía un verdadero interés por él y él lo sabía. Para ella era como un cliente más. Por qué la encontraba tan fascinante era algo que no sabía, pero así era. Incluso la había alojado en uno de sus mejores pisos para poseerla siempre que quisiese y asegurarse de ese modo que allí no se vería con otros hombres.
Laura tenía diecinueve años y trabajaba como chica de alterne selecta. Le gustaba la vida nocturna, el dinero y no tenía el más mínimo reparo en irse a la cama con el tío más feo del mundo si le pagaba como es debido. La vida la había arrastrado a lo más bajo y consideraba a Patrick como una forma de ascender, aunque sólo fuese por un tiempo. Estaba segura de que él terminaría cansándose de ella, pero hasta entonces pensaba exprimirle todo lo que pudiera. Había adquirido algo de caché frente a las otras chicas a causa de su relación con Patrick y lo utilizaba hasta su más último extremo. Por ejemplo, se aseguraba de que la encargada del club sólo le mandase clientes con dinero y también que le dieran lo suyo. De hecho, algunas chicas pensaban que se le estaba subiendo un poco a la cabeza, pero a ella no parecía importarle lo que pensasen.
Patrick Brodie podía ser su pasaporte a la riqueza si sabía utilizar sus bazas, y ella no tenía el más mínimo reparo en usarlas para sus propios fines. Si lograba mantenerlo interesado, podría seguir manteniendo ese nivel y eso era importante para ella.
Por alguna razón, ella suscitaba su interés y tenía el presentimiento de que se debía a su escaso interés por él, salvo el de echar un polvo. Su frialdad le intrigaba y a ella eso le satisfacía. Disfrutaba practicando el sexo con él, pues era, sin duda, un experto, como ella era una experta haciendo creer a los hombres que eran los reyes del sexo.
Le pasó a ella un paquete pequeño y ella volvió a sonreír. Él siempre le daba un puñado de anfetas, ya que sabía que era algo esencial para las chicas del club. Eran siempre de muy buena calidad, mejor que la que se vendía en las calles.
Mientras charlaban vio que Spider y Cain subían a su oficina. Le dijo a Laura que se verían más tarde y subió tras ellos. Era su forma de decirle que no se enrollara con ninguno de los clientes. A él no le importaba que se acostara con otros hombres, pues, al fin y al cabo, era su trabajo. Sin embargo, no le gustaba mojarla después de otro. Le gustaba que tuviese el coñito limpio y aseado como el culito de un niño. Esto último era lo más importante.
La vio irse pavoneando hasta los asientos acolchados y él subió las escaleras para reunirse con sus socios, tenía la expresión adusta y la compostura de un hombre que espera tener que afrontar serios problemas muy pronto.
Trevor Renton era un jugador, y uno de una casta muy extraña, pues ganaba un buen dinero con ello. Ya fuera en las cartas, los caballos o los galgos, sabía cómo llevarse un buen pellizco. De vez en cuando perdía, por supuesto, ya que los caballos son impredecibles, y las cartas se reparten al azar y sólo puedes jugar con las que te dan. Sin embargo, sabía tirarse un farol. En una ocasión hizo una fortuna con una simple pareja de doses, obligando impasiblemente a que su oponente apostara más y más dinero y manteniéndose firme y seguro a pesar de llevar una mano de mierda. Les había dado a todos una lección y se hizo de una reputación en cuestión de días. Cuando se sentaba en una mesa para jugar lo trataban como si fuese un miembro de la realeza y, si perdía, perdía con gracia y pagaba sus deudas sin rechistar.
Aquella noche pensaba disputar una gran partida y se sentía muy excitado, aunque su rostro no denotaba tal inquietud. Había ganado un par de apuestas aquella tarde en los caballos y se sentía con ánimo para pasar una larga noche jugando al póquer. Le encantaba jugar, le encantaba derrotar a los favoritos y le encantaba la compañía de hombres con gustos afines a los suyos. También le entusiasmaba oír historias de otras partidas, a pesar de haberlas oído cientos de veces, siendo a menudo uno de los protagonistas de las mismas. En cuanto se sentó en su silla, sacó los puros, las llaves del coche y su cartera. Tenía un depósito con cincuenta de los grandes que le adeudaban los anfitriones. Los colocó al lado de su copa, se quitó la chaqueta, la colocó cuidadosamente encima del sofá, se aflojó la corbata y se remangó las mangas de la camisa. Sabía que, como buen jugador que era, debía asegurarse de que nunca le acusasen de hacer trampas, ya fuese en su cara o a sus espaldas, lo cual resultaba aún más vergonzante.