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Patrick era un ser anómalo. Era callado, retorcido, nadie sabía nunca qué estaba pensando o cuál sería su siguiente paso. Iba a misa con sus hijos, comulgaba todas las semanas y jamás había tenido la reputación de mujeriego. Los mujeriegos terminaban casi siempre cagando en la puerta de su casa, ésa era una frase que Patrick había repetido en multitud de ocasiones. Tenía razón después de todo y Spider y Cain lo sabían. Los mujeriegos terminan por destrozar a la familia. Se ven obligados a marcharse de casa, a tragarse el resentimiento que sienten sus hijos y los demás miembros de la familia para finalmente terminar en el mismo lugar donde empezaron. Terminaban con otra mujer y con otros hijos, de la misma edad que sus nietos y, cuando se les pasaba el entusiasmo, iban en busca de otra nueva. Patrick Brodie no deseaba tener el más mínimo contacto con tipos así, pues no sabían lo que era la lealtad a la familia, no sentían respeto por sus esposas, las madres de sus hijos, ni por los hijos que habían engendrado con esas esposas.

Lo que se decía de él eran sólo rumores, insinuaciones. Nadie hasta ahora lo había situado en la escena de un crimen y nadie lo haría jamás. Así de sencillo.

Cain había abierto la boca y le había dado algo en qué pensar. La chica era un inconveniente y Cain se lo había señalado.

– Tranquilo, muchacho, me has hecho un favor. ¿Se habla en serio de ello o son sólo rumores? O mejor todavía. ¿Quién te lo ha dicho?

Spider percibió el tono subyacente y amenazador en la voz de Patrick y deseó mandar al carajo a su hermano por su imprudencia al hablar.

Patrick dio por terminado el asunto. Por dentro, se sentía molesto, pues era muy gazmoño en lo que a su vida sexual se refiere. Sin embargo, Spider sabía que le preocupaba que alguno de sus empleados se lo mencionara a su esposa y que ella terminara por enterarse. Lil significaba todo en su vida y prefería morir antes de hacerle daño de cualquier manera.

El hecho de que hablasen de Laura le preocupaba, porque sabía que la madre de Dennis era amiga de Annie, la cual habría dado diez años de su vida por enterarse de una cosa así.

– Perdona, Brodie, pero fui yo quien abrió la boca. Te vi con la chica unas cuantas veces y me sorprendió. Nunca se te puede reprochar nada y Cain se ha pasado un poco. Sólo fue una broma, conversaciones entre hombres, tú ya sabes. No se volverá a hablar más del tema fuera de esta habitación, te lo prometo.

Patrick sonrió y Cain pudo ver la frialdad de sus ojos, esa frialdad de la que hasta entonces sólo había oído hablar. Vio de cerca al Patrick Brodie del que tantas cosas se habían dicho y se juró que jamás volvería a provocar la cólera del hombre que tenía sentado ante sí, relajado y en silencio.

– No te preocupes, Spider. Soy un gilipollas. Lo único que quiero saber es si lo sabe todo el mundo, si alguien se dedica a hablar de mí y de mi vida privada.

La frase finalizó en un grito y Patrick se levantó de un salto de la silla y cruzó la habitación en cuestión de segundos. Instintivamente, Cain se cubrió la cara para protegerse, ya que esperaba que lo atacase.

Patrick, sin embargo, se dirigió al mueble bar y cambió de actitud en unos instantes. Se rió en tono jovial y dijo:

– No me jodas, tío. Relájate, que no va a pasar nada. Resolveremos este asunto en unos segundos.

Spider miraba a su hermano, Patrick también. Cain no estaba seguro de a cuál de los dos debía vigilar más de cerca.

Laura entró en el piso de Bloomsbury a las dos y cuarto. La había llevado en coche un hombre llamado Clinton que, en ocasiones, hacía el papel de chofer de Patrick. Como de costumbre, se comportaba con su arrogancia habitual y obligó a Clinton a que se parase para comprar cigarrillos, cosa que tuvo que pagar de su bolsillo. Además, no dejó de decirle que condujese despacio porque estaba derramando la copa que se había traído servida del club.

Clinton la siguió hasta que entraron en el bloque de pisos. Laura podía oír su sosegada respiración a sus espaldas cuando giró la cabeza para mirar. Estaba colocada, pero lo suficientemente sobria para saber que algo no iba bien.

El piso estaba vacío, no tenía ni un mueble y ni tan siquiera cortinas. Lo habían vaciado por completo, salvo dos maletas y un neceser que estaban colocados en el centro del salón.

Laura se quedó pasmada, tratando de darse cuenta de lo que pasaba. Clinton, mientras tanto, cogía las maletas y empezaba a bajar las escaleras con ellas.

– ¿Qué coño está pasando? -le gritó a Clinton cuando vio que se marchaba con ellas.

Habló como alma en pena, pues se dio cuenta de que su vida en Londres podía darse por concluida. Si Patrick Brodie quería que se marchase, no había otra opción posible.

Laura se rascaba los sesos pensando qué podía haber hecho mal para que Brodie reaccionara de esa forma, pero, por más que pensó en ello, no pudo acertar. Es posible que hubiera estado pavoneándose más de la cuenta, pero estaba segura de que eso no le importaba lo más mínimo a Brodie. Las lágrimas que le corrían por la mejilla tenían un sabor salado y estaban tibias. Oyó los pasos de alguien que subía por las escaleras y asumió que era Clinton, que venía para asegurarse de que se marchaba del piso.

El lugar estaba despojado de cualquier cosa que pudiera haberle pertenecido y se preguntó si ése sería el final de su vida. ¿La haría desaparecer? ¿Vendría alguien a matarla? Le invadió una oleada de terror al pensar cómo podía concluir su vida.

Clinton apagó las luces y dijo:

– Venga, vamos. No tenemos toda la noche.

Laura le miró. Ni las lágrimas, ni su aterrorizado rostro le causaron la más mínima impresión.

– Por favor, no me hagas daño…

Se echó sobre sus rodillas, le temblaban las piernas y el corazón le latía con tanta fuerza que retumbaba en sus oídos como un tambor.

Clinton era un hombre de baja estatura, con cara de ángel, como solía decir su madre, y de ligera complexión. Era sólo un recadero y un chofer, pero con eso se conformaba. Ahora empezaba a comprender lo que el miedo podía hacer. Estaba disfrutando, disfrutando de ver como Patrick la había puesto en su sitio. Era una puta con muchas expectativas, pero Patrick le había dado una orden y él estaba dispuesto a cumplirla al pie de la letra.

Miró a la chica durante un largo rato mientras sollozaba e imploraba por su vida.

– Por favor, Clinton, no me hagas daño.

Laura le imploraba con todas sus fuerzas. Los mocos le caían y pudo ver cómo le colgaban como dos velas mientras se arrastraba por el suelo, implorándole con sus hermosos ojos azules que no le hiciera daño.

– Levántate, jodida puta. Te espera un viaje muy largo esta noche. A partir de ahora serás la nueva chupapollas de un amigo de Patrick que vive en Manchester.

Luego se desabrochó la cremallera del pantalón y, con acento del norte, le dijo:

– Dame una chupada con esa boquita, cariño.

Cuando Laura le miró, vio con todo detalle lo que sería el resto de su vida. La ilusión de independencia que había ambicionado recientemente se había quedado reducida justo a eso: una mera ilusión. Dependería de hombres como ése durante el resto de su vida y terminaría tirada en la calle cuando se hiciese más vieja.

Clinton le había metido la polla en la boca y ella se estaba atragantando. Se daba cuenta de que estaba disfrutando de verla arrastrarse, que le estaba haciendo pagar por todos los comentarios sarcásticos y groseros que había aguantado de ella sólo porque era la querida de Patrick Brodie. Le estaba clavando las uñas en el cuero cabelludo y le movía la cabeza para darse placer, agarrándola por ese pelo tan bonito del que ella se vanagloriaba tanto. Cuando eyaculó en su boca, el sabor salado y tibio de su semen le dio arcadas.