– ¿Sabes quién es ése? El marido de Lil Diamond.
Siempre le había divertido el hecho de que las mujeres de la comunidad irlandesa se conocieran por el nombre de solteras.
Era precisamente la reputación de Lil como esposa de Brodie y respetable mujer la que impedía que el padre de Billy se quedase con todo el dinero que ella ganaba.
Aunque de la madre de Billy y de sus actividades extracurriculares no se hablara abiertamente, todos las conocían: los profesores, la policía, que acudía cuando alguien le pegaba, e incluso los niños de los alrededores. Sin embargo, nadie decía nada porque ella era una buena amiga de la madre de Pat y Lance. Era un acuerdo un tanto extraño. Una mujer podía prostituirse en la calle, enfrente de su casa, mientras fuese por sus hijos, aunque había que demostrar que ésa era la verdadera razón. Si tus hijos seguían deambulando con los pantalones gastados y a ti se te veía cada día más emperifollada, entonces, y sólo entonces, se te trataba como una marginada. Por lo tanto, si tenías una pizca de cerebro, procurabas que tus hijos fuesen arreglados. Alimentar y vestir a los hijos era de primordial importancia para esas mujeres, ya que lo que eran y lo que hacían era sencillamente por sus hijos. Eso era lo más importante que una mujer podía hacer.
Las que tenían un marido que las proveía eran reverenciadas. Por el contrario, si tu marido se había ido de juerga o era un completo inútil, entonces se hacía lo que se podía: robarle por la noche mientras durmiese la borrachera o buscar un pluriempleo por la noche si te había abandonado. Algunas de las mujeres que se quedaban solas buscaban «inquilinos». Dichos inquilinos eran tratados con respeto y podían desempeñar ese papel durante años. Todo se trataba de «aparentar» delante de los vecinos, no mostrar nunca la verdad de lo que se era.
Si te quitaban los niños, entonces estabas acabada, pues terminabas de prostituta en un lado o en otro. Nadie pensaba mal de ti por ello. Puesto que nadie te contrataba, prostituirse se consideraba casi respetable, mientras que acudir a la Seguridad Social se consideraba deleznable. Una vez que acudías a la Seguridad Social, no te quedaba más remedio que dejar que el Gobierno se inmiscuyera en tu vida.
Si, por casualidad, y que Dios te perdone por ello, dejabas que tus hijos cayeran en manos de las autoridades locales, que desde los años sesenta se habían convertido en el mayor temor de todas las madres, entonces te expulsaban. Te sacaban de tu casa por los pelos, te pegaban y te escupían hasta que no te quedaba otra opción que poner pies en polvorosa. Ahora, sin embargo, una nueva generación estaba ocupando las casas y los pisos. Eran mujeres jóvenes, con hijos y ningún marido con el que contar. Chicas que vivían de lo que les daba la Seguridad Social y que no se sentían avergonzadas por ello, pues estaban en su derecho. Se suponía que el subsidio era una medida provisional hasta que se encontrase un trabajo, pero en los años setenta se convirtió en una forma de vida. Eso sorprendía y molestaba a las mujeres que jamás habían pedido nada, ni cuando estaban en las últimas. Ahora, sin embargo, las jovencitas procuraban quedarse embarazadas sólo para que el Estado les proporcionase una casa y unas cuantas libras. Esos chochetes no se avergonzaban de ello, pero las mujeres mayores empezaban a inquietarse porque muchas de esas llamadas madres solteras eran hijas y sobrinas de gente conocida.
Los años sesenta se habían terminado, los setenta estaban a más de la mitad y aquellas mujeres que se escandalizaban aún eran jóvenes, aunque la mayoría representaba más años que sus maridos. Había comenzado una nueva era y, cuando lograban echar a una de esas jovencitas, venía otra con un niño y sin anillo de boda. Veían que esas jóvenes tenían un hijo sin importarle con quién y admiraban su independencia y sus agallas para seguir adelante, a pesar de que las maldecían por vivir del dinero de los contribuyentes. Sin embargo, mientras cuidasen de sus hijos, se les toleraba. Si no lo hacían, se les leía la cartilla, como a las otras.
Billy y sus hermanos sabían de sobra qué es lo que hacía su madre los fines de semana. Billy no podía recordar cómo ni cuándo lo había averiguado, pero le parecía saberlo desde siempre. Odiaba a su padre y amaba a su madre, aunque odiaba lo que tenía que hacer para mantenerlos.
Billy sabía que su madre era respetada por el modo en que cuidaba de su familia y porque Lil era una de sus mejores amigas.
Por esa razón, Billy tenía el abrigo de Lance, además de otras prendas de vestir que le habían pertenecido a él.
Billy estaba harto de llevar puesta la ropa de otros chicos, harto de vivir con un padre borracho y una madre que se dedicaba a la prostitución. Una de sus hermanas estaba embarazada, probablemente se convertiría en una de esas madres solteras y sabía que, cuando se enterase todo el mundo, Lance sería el primero en mofarse de él.
– Puedes meterte el abrigo en el culo…
La voz de Billy estaba cargada de vergüenza y resentimiento. Las palabras le brotaron por entre los dientes, con un odio tan grande por sí mismo y por todo lo que le rodeaba que Lance pudo sentirlo como una oleada. Por primera vez en su vida Lance tuvo miedo de Billy. Sabía que esta vez se atrevería a pegarle.
Billy se apretó los puños, preparándose para la pelea. Tenía ganas de pelear, quería abrirle la cabeza a Lance por cada humillación que había tenido que soportar de él y por cada hombre con el que su madre se había tenido que acostar. Quería devolver cada golpe que su padre le había propinado a él y a sus hermanos por el mero hecho de que se había gastado el dinero.
– Vamos, Lance. Vamos a vernos las caras de una vez por todas.
Billy sintió que un odio terrible le inundaba y salía a relucir. Podía matar a un hombre en ese momento, mucho más a un muchacho.
Pat Junior, como siempre, interfirió y trató de calmar la situación.
– ¡Vete a tomar por culo, Lance. Eso no venía a cuento! -dijo empujando a su hermano para evitar que le hiciesen daño.
Lance sonrió.
– Sólo era una broma, Pat. Además, es cierto. ¿Acaso no lleva mi abrigo? Me importa un pito lo que diga. Si quiere algo, que venga.
Billy estaba pálido y rabioso. Sabía que Lance lo había dicho para que lo oyesen otros chicos que estaban cerca y se dio cuenta de que había logrado su objetivo. La mayoría de los compañeros de clase les estaban mirando. Billy sabía que muchos de ellos estaban de su parte, pues sus familias también andaban cortas de dinero. Ahora, sin embargo, era una cuestión de principios. Lance había intentado ponerlo en evidencia y lo había conseguido. Billy sabía que podía hacer pedazos a Lance, pero no quería pelearse con Patrick porque eran muy buenos amigos. Lance, como siempre, se aprovechó de eso y dibujó una sonrisa simulando estar arrepentido. El odio implacable desapareció.
– No tienes ningún sentido del humor, Billy -dijo.
Lance volvió a dibujar esa sonrisa amigable que le hacía parecer de lo más inocente. Billy no le respondió, ni tan siquiera a su sonrisa. Le dio la espalda y le dijo algo a Pat. Todos sabían que era por el bien de Lance.
– Tu fiesta va a ser el mayor acontecimiento del año, todo el mundo habla de ella y tú te lo mereces. De verdad, todo es sorprendente. ¿Es cierto que habéis alquilado una discoteca de verdad?
Él sabía que sí era cierto. Sabía más de los preparativos que el mismo Lance. Pat Junior había hablado con él y se lo había explicado con todo detalle. Pat comprendió las ganas que tenía Billy de darle su merecido a Lance, él mismo lo había deseado en bastantes ocasiones, pero resultaba difícil porque Lance, aunque era un verdadero pelmazo, seguía siendo su hermano.