A pesar de lo charlatana que era y de lo mucho que le gustaba reír, empezó a mostrarse más cautelosa. A los nueve años era una verdadera diplomática.
Cuando regresaba a casa de la escuela acompañada de sus amigas, cruzaron la calle y pasaron por una casa de apuestas que había en la calle principal. Su padre, Lenny Brewster, estaba de pie en la puerta, con una chica muy joven acompañándole. Colleen le miró, como solía hacer cada vez que se cruzaba con él. Él le devolvía la mirada, pero luego la ignoraba. Le molestaba que su padre no quisiera saber nada de ella, pero se alegró de ver que le devolvía la mirada. Tenía la cara arrugada, como si estuviera muy enfadado, y los dientes excesivamente grandes para la boca que tenía. Sabía que había heredado su boca, pero en su cara daba una apariencia distinta. Sus gruesos labios y sus dientes ligeramente grandes le daban un toque que algún día sería su mejor baza. Desde que había nacido, todo el mundo le había dicho que tenía una sonrisa encantadora y ella se lo había creído, ya que, cada vez que se reía, todos los demás se contagiaban de ella.
Era lo suficientemente atrevida como para mirarle a los ojos a su padre y dejarle claro que lo había visto tan bien como él a ella. Ahora estaba contenta de que su hermano Pat estuviera en casa y de que todos se alegrasen de ello. Empezaba a comprender que su padre tendría que rendirle cuentas a Pat y se preguntaba cómo acabaría aquello.
Oyó que sus hermanas mayores la llamaban y se dio la vuelta para esperar que se acercaran, con su pelo rubio y el uniforme de la escuela. Las saludó con mucha alegría. Amaba a sus hermanas gemelas; eran como dos madres para ella y para Christy. Dio un abrazo a sus hermanas y se despidió de sus compañeras de clase en la esquina de la calle. Cogió la mano de Kathy, como solía hacer, pero, en vez de sentirse protegida y cuidada por ella, a menudo le parecía que era al revés. A pesar de ser tan sólo una niña, se daba cuenta de que su hermana Kathy necesitaba ayuda, por eso levantó la cabeza y le sonrió dulcemente. Kathy le devolvió la sonrisa y le apretó la mano cariñosamente, pero la tristeza que inspiraban sus ojos le daban ganas de llorar.
Kathleen se detuvo y se dobló agarrándose la tripa.
– ¿Te encuentras bien? -le preguntó Eileen con voz preocupada.
Kathleen asintió y sonrió.
– Tengo otra vez diarrea -dijo.
– Fantástico. Llevas así toda la semana, así que más vale que vayas al médico o visites a la enfermera de la escuela.
– Iré mañana.
Kathy miró a su hermana pequeña. Al ver que miraba a su padre y a su última aventura la estrechó entre sus brazos y le dijo:
– Ignóralo, cariño.
Colleen le devolvió la sonrisa a su hermana, su dulce sonrisa, y le dijo alegremente:
– Al cuerno con él. No me preocupa lo más mínimo.
No era cierto; a veces sí le preocupaba.
El pequeño Johnny y los hermanos Brodie se detuvieron por unos segundos en la puerta de la oficina de correos para ponerse los pasamontañas. Empezaba a oscurecer y la lluvia que había estado amenazando toda la tarde empezaba a caer. Entraron tranquilamente y cerraron la puerta. Luego sacaron las recortadas que tenían escondidas bajo el abrigo y empezaron el atraco. El pequeño Johnny se subió al mostrador y saltó por encima de la pantalla protectora de cristal con suma facilidad. Su pequeña estatura le permitía ser muy diestro para esos menesteres, por eso muchos lo contrataban para realizar esa labor. Era pequeño y escuchimizado y había saltado más pantallas protectoras de las que podía recordar, lo que le proporcionaba una sustanciosa parte a la hora de repartir.
Esperaron hasta que no quedó nadie en la oficina postal, ya que lo que menos deseaban era toparse con uno de esos que pretenden hacerse los héroes. Lance vigilaba la puerta por si alguien decidía entrar en el último momento a comprar algún sello. Si alguien lo hacía, tenía orden de obligarle a que se tirara al suelo y cerrarle la boca.
Las dos mujeres que estaban a cargo de la oficina estaban aprovechando la tranquilidad que reinaba para tomar una taza de té. Cuando vieron a los hombres blandiendo las armas se quedaron tan aterrorizadas que, durante unos segundos, no supieron ni cómo reaccionar.
Sonriendo desde detrás del pasamontañas, Pat les dijo:
– Vamos, muchachitas. Sentaos y quedaos calladitas que lo único que queremos es el dinero, no vuestra virginidad.
Las dos mujeres corrieron a la parte de atrás y observaron consternadas y fascinadas cómo Johnny saltaba por encima del mostrador.
– Sentaos de una vez -les dijo-. Cómo os vea mover un pelo, os vuelo la cabeza.
La voz de Johnny sonaba aterradora. En realidad todo era fingido, pues no tenía ni la más mínima intención de herir a nadie. Sin embargo, era un requisito que impedía que muchos cometieran una estupidez. Arrojó los fajos de billetes por encima de la pantalla protectora y los metieron en una bolsa grande de la compra. Los billetes estaban atados en paquetes muy bien ordenados y llevaban la dirección de la empresa para la que iban destinados o la del banco del que procedían. Asaltos como ése se llevaban a cabo con mucha frecuencia para subvencionar otras operaciones de más envergadura, pero para ellos era tan sólo una forma de hacerse con una pasta que les permitiera comprar algunas deudas más y realizar algún que otro trapicheo. En cuanto pasaran unos meses, seguro que tendrían la tentación de volver a asaltar la oficina de nuevo. Las personas solían pensar que los atracadores nunca volvían a robar en el mismo sitio, pero se equivocaban.
Empezaba a llover con más intensidad, lo cual les favorecía, ya que lo oscuro que estaba el día impediría que nadie viera algo desde fuera.
En sólo siete minutos tocio se había terminado. Por supuesto, a las dos mujeres que trabajaban en la oficina aquel tiempo se les hizo interminable, del miedo que sentían. Luego salieron de la oficina y en cuestión de segundos escondieron la bolsa y las armas. El coche arrancó a la primera y desaparecieron antes incluso de que nadie llamara a la policía o hiciera sonar la alarma. Se quitaron los pasamontañas y salieron a toda prisa en dirección a la casa de un amigo, donde soltaron las armas y se sentaron durante unas horas a charlar y beber cerveza. Cuando Pat consideró que ya estaban a salvo, regresaron a casa.
Lance observó que el pequeño Johnny se alegraba de que Pat fuese el cerebro de la operación e imaginaba que mucha gente sentiría eso mismo a partir de entonces. Pat tenía un don especial para hacer que la gente hiciera lo que él quería, en eso era igual que su padre. Se dio cuenta de que Pat iba a demostrar su fuerza a todo el mundo, lo iba a poner patas arriba y les iba a enseñar quién era.
Annie miró cómo su hija se servía otra copa. Cada día empezaba más temprano y terminaba más tarde. Desde que Patrick regresó a casa trató de controlarse un poco, pero Annie conocía de sobra a su hija como para saber que había algo que le preocupaba más de la cuenta.
Aún era una mujer atractiva, eso lo había heredado de ella. Lil era una de esas personas que, pasara lo que pasara, siempre estaba guapa.
No es que fuese una mujer delgada. De hecho, como casi tocias las mujeres, tenía mejor aspecto cuando tenía unos kilos de más, pero aún conservaba esa voluptuosidad que tanto atraía a los hombres. Tenía el pelo espeso y brillante, bien cortado y muy arreglado, como el resto de su apariencia. Sin embargo, ahora tenía la mirada vacía de los bebedores empedernidos, esa que denota que son incapaces de ver lo que acontece a su alrededor. No es taba abotargada, ni tenía la cara pálida como la mayoría de los bebedores, pero cada día mostraba menos interés por lo que le rodeaba. Únicamente se la veía feliz cuando sus hijos estaban en casa, pero dejaba que su madre fuese la que se ocupara de los asuntos domésticos. No es que eso le molestase a Annie, pues a ella le encantaba estar allí, justo en medio de todo.