Выбрать главу

No eran palabras muy lógicas para ser oídas en el despacho de Sergi Llor, aquel sitio elegante y noble donde Méndez entraba con verdadera timidez. Y no era para menos, pues el despacho estaba en la aristocrática calle de Ganduxer, en la Barcelona alta, lugar en que a Méndez las mujeres le parecían más bellas, los escaparates más elegantes y el sol más luminoso. Hasta las cloacas, sin duda, debían de haber sido perfumadas por orden del Ayuntamiento.

– No tendré piedad -decía la voz femenina en un cuchicheo-. Esa muerte no te la perdonaré nunca.

– Después de esto ya no puedo vivir contigo -susurraba la voz masculina-. Y tú eres la culpable.

Aquel despacho, además, acoquinaba a Méndez por su alta -y seguramente nociva- categoría intelectual. Méndez no acababa de entender que todos aquellos librotes firmados por Bolaffio, Ihering, Manresa, Castán y el viejo Borrell pudieran ser leídos por alguien sin exponerse a la muerte súbita.

– En cada esquina de la casa noto su vacío -susurraba la voz femenina-. Ya nada tiene sentido, y mucho menos tú. Apenas hayamos hablado con el abogado cambiaré la cerradura. No quiero que vuelvas.

– Yo tampoco quiero volver a verte a ti -susurró por su parte la otra voz, algo más ronca-. Ella y su compañía eran lo único que nos mantenía unidos en la casa, lo único que hacía que yo te aguantase. Ya puedes cambiar la cerradura, porque yo tampoco pienso volver.

Como seguramente conocen todos los que hayan leído las verídicas historias de Méndez, este había conocido al abogado Sergi Llor con motivo de los asesinatos que dieron origen al libroLas calles de Barcelona. Desde entonces Méndez le consultaba algunos aspectos legales y le pedía que interviniese en casos de detenidos que, según Méndez, no debían ser castigados con excesiva severidad. Ahora mismo trataba de ayudar a una mujer que se había prostituido y robado a algunos clientes para apoyar a su hija drogadicta. «La Ley debe llevar una balanza para pesar», pensaba el viejo policía, «pero nunca debe ser ciega».

El joven ayudante de Llor, que como la gente sabe se llama Llar, hizo pasar a Méndez a una de las salitas de espera.

– El jefe no tardará -le dijo-, es cuestión de minutos. Tome estas revistas y distráigase mientras tanto. Ah, perdón… Ahora me doy cuenta de que son revistas de Derecho Privado. Le traeré alguna otra cosa, porque si lee eso acabará en el médico.

Caminó hacia el despacho contiguo, pero entonces Llar se dio cuenta de que la puerta de la otra salita de espera estaba mal ajustada, de manera que llegaban hasta allí las palabras de las dos personas que también aguardaban. Con un gesto de disculpa la cerró bien.

Méndez se dispuso a esperar, mientras echaba ojeadas furtivas a los lomos de los libros alineados en las estanterías de la pared. Si se mantenía a cierta distancia de ellos -pensó- no serían infecciosos. El silencio le sosegó, la paz de la casa le tranquilizó como un bálsamo, y hasta pensó relajarse y encender un cigarrilio, pero no se atrevió porque la baja calidad del tabaco que fumaba Méndez podía hacer que en un sitio así se declarara el estado de emergencia.

Al cabo de unos instantes, sin embargo, volvieron las voces. Sonaban más bajas y confusas, pero llegaban a entenderse.

– Recuerdo sus ojos, su compañía y su amor, pero sobre todo recuerdo sus ojos. Nos seguían a todas partes, porque éramos su última esperanza. Nunca te perdonaré aquel descuido, nunca.

– Ella no murió por un descuido mío, sino tuyo -replicaba la voz del hombre-, y yo tampoco te lo perdonaré. Si seguíamos viviendo juntos era porque nos pertenecía a los dos, porque era lo único que nos unía, pero ahora no estoy dispuesto a soportar contigo el aburrimiento de cada día. Ya nos lo hemos dicho todo, y no nos queda ni el consuelo de hablar con ella. De modo que, en cuanto salgamos de aquí, pienso perderte de vista para siempre.

La voz de la mujer resonó con odio:

– No creas que me castigas con eso. Al contrario. Mejor vivir sola que con una estatua como tú. Muerta ella, ya nada nos une. Ya nada tenemos que decirnos. De modo que lleguemos a un acuerdo y cada uno por su lado, cuanto antes mejor.

Méndez hizo un gesto apesadumbrado, porque le dolían aquellas situaciones al final de la vida. Cuando ya nada vale, cuando todas tus ilusiones, tus esperanzas, tus palabras, han muerto. Es como poner sobre todos los años de tu vida un sello de ceniza. Pero no pudo seguir pensando, porque en aquel momento entró el joven Llar.

– Le he conseguido algunas otras revistas -dijo-. De todos modos no tendrá que esperar mucho, porque el jefe está a punto de llegar.

Méndez señaló la puerta de cristales cerrada. Aquellas grandes puertas de cristales le gustaban porque eran propias de los pisos nobles y antiguos.

– Lástima -dijo.

– Sí, señor Méndez, una lástima. Ese matrimonio es mayor y va a deshacerse, porque no queda nada que les una. A veces hablo con el jefe de lo que significa vivir sólo días muertos, después de haber creído en algo.

– Yo lo entiendo. Debe de ser terrible, para dos personas así, que se les muera su única hija.

Llar le miró de soslayo, con una cierta sorpresa.

– ¿Hija? No, señor Méndez, no tenían ni eso. Eran solamente ellos dos. La que se les murió en un descuido fue su perrita.

Méndez quedó con la boca absurdamente abierta.

De pronto la habitación, antes tan luminosa, le pareció oscura y vacía. Musitó:

– Coño.

EL ARTE DE MENTIR

Elisenda había sido una mujer muy bella, muy espectacular, y en cierto modo lo seguía siendo. Ni siquiera aquella insinuación de la muerte lograba deformar su rostro. Aquella insinuación que ella no notaba, pero que llevaba tiempo acechando en la luz de la ventana, hablaba con el crujido de la puerta y se mecía con el viento. Elisenda tenía una agonía serena, casi plácida, pero su mirada ya no distinguía a nadie: ni siquiera vio a Méndez, que la había estado persiguiendo durante tanto tiempo.

Méndez se quitó respetuosamente el sombrero, salpicado por las gotitas de lluvia que acariciaban el gris de la ciudad. Se sentó en el lugar más discreto de la habitación del hotel y aguardó, mientras el silencio le traía el rumor de la lluvia, que ahora golpeaba la ventana con más fuerza. Si es amargo morir, la amargura se dobla si mueres en una habitación de hotel y encima en una tarde como esta, cuando los embotellamientos impiden que hasta los últimos amigos acudan a tu cama. Un rayo hizo que la única luz de la habitación temblara. Méndez pensó: «Sólo faltaba esto».

Estaba dispuesto a aguardar, ¿pero aguardar qué? Durante años había estado siguiendo la pista de una de las más inteligentes estafadoras del siglo, y ahora, cuando iba a echarle el guante, se encontraba con que Elisenda ya no era más que una mujer a punto de morir. ¿Cómo iba a detenerla?

«Después de tanto tiempo, ¿cuál va a ser tu éxito, Méndez? ¿Vas a llevarla a Comisaría para tenerla allí de cuerpo presente? ¿O será mejor que esperes un poco más y lleves a la Comisaría su lápida?».

Mientras aguardaba con silencioso respeto, como un amigo más (como el único amigo realmente) a que Elisenda quedase dormida para siempre, Méndez, con los ojos entrecerrados, fue recordando pedazos de su historia: Elisenda había sabido jugar con los hombres, les había mentido y había conseguido encima -porque la mentira es una de las bellas artes- que los hombres a los que engañó siguiesen enamorados de ella. Ahora mismo estaban en la cárcel dos cómplices pagando por Elisenda lo que ella nunca pagó. Méndez había intentado sacarlos de allí, moviendo una revisión judicial, pero toda revisión era inútil mientras ella no confesara su culpa. Y Elisenda no la confesaría nunca porque se estaba muriendo.

Méndez se pasó una mano por los labios, en los que notaba un sabor amargo.