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Bueno, eso era la calle Nueva de la Rambla, pensaba Méndez mientras iba sigilosamente hacia su lugar de trabajo.

Pero ahora, maldita sea, había sido inventada otra vez, lo cual -la verdad sea dicha- no disgustaba del todo a Méndez. Ahora había más luz, más casas nuevas, más duchas y más encuentros de cama entre tía y tío (o entre tía y tía o entre tío y tío) realizados en condiciones sanitarias. Pero la historia estaba siendo expulsada de la calle. Ya no había, como antes, ratas centenarias ni madames centenarias aferradas al retrato de su abuela, que fue la primera que hizo la calle y contribuyó, por tanto, al sosiego de la ciudad. Ya no había bares donde se consumieran peces del neolítico ni hoteles para parejas donde el marido y la esposa hacían lo posible para no coincidir a la misma hora.

Los urbanistas habían ¡do arrinconando las viejas casas y dejando sin espacio a actividades tan saludables. Habían ido eliminando también la Seguridad Social, consistente en las mercerías dé barrio por las que las putas retiradas habían ahorrado céntimo a céntimo durante toda su vida, sustituyéndolas por portales donde se trapicheaba con droga y supermercados donde se vendía comida pakistaní. De todos modos, lo que de verdad molestaba a Méndez era la sustitución de la vieja y tronada Comisaría -donde las ratas, los delincuentes y los policías también eran centenarios- y desde cuyo balcón él había vigilado durante tantos años los crímenes del barrio. Eso le había acabado dando -pensaba Méndez- una gran cultura urbana, porque conocía a todos los delincuentes dignos de pasar al fichero y todas las tetas de matrona dignas de pasar a la historia.

Ahora -seguía pensando Méndez- en la nueva y mastodóntica Comisaría no había ficheros ni tetas ni culos. Sólo unos ordenadores que nunca funcionaban y unas débiles posaderas de nenas-policía que estaban haciendo régimen.

De modo que Méndez no estaba lo que se dice optimista esta mañana ni veía porvenir alguno para su miembro viril, a decir verdad dormido desde los años cincuenta, pero que el día menos pensado resucitaría.

Fue entonces, al entrar, cuando vio algo extraordinario.

La Comisaría estaba llena de mujeres que sin duda lo esperaban a él.

Pero estas no eran como las otras.

Pese a la prohibición todas fumaban (una de ellas en pipa), ponían los pies sobre las mesas, usaban una especie de uniformes que parecían haber sobrado del conflicto de Sarajevo o de una subasta de las fábricas Renault y disimulaban sus contornos femeninos (o lo que quedaba de ellos), de modo que no tenían caderas, nalgas, rajitas ni tetas.

Méndez sintió que su pesimismo crecía.

Al adivinar que le esperaban a él, farfulló:

– Hostia.

– Le estábamos aguardando -dijo la que se encontraba más cerca de la puerta.

– Pues ustedes me dirán, señoras. Perdón por mi retraso, pero no sabía que nadie me esperase.

– En primer lugar, no nos llame «señoras». Esa es una palabra ofensiva y que pone de manifiesto una relación con el macho.

– Si es por eso, no se preocupen -susurró Méndez-. Yo tengo muy poca relación con las actividades del macho. Pero entonces díganme cómo puedo llamarlas.

– Somos el Colectivo Feminista y Vecinal «Las Luchadoras del Barrio».

– Ah…

– Tenemos unos Estatutos debidamente aprobados y que usted debería conocer. Hemos pedido que se nos declare Asociación de Interés Cultural, lo que representaría recibir una subvención. No sabemos si entiende lo que significa eso.

– Claro que lo entiendo. Precisamente he pedido que una parte de mi cuerpo que no quiero mencionar sea declarada cuanto antes Objeto de Interés Histórico. Y ahora díganme en qué puedo serles útil.

Una de las mujeres, la que fumaba en pipa, le apuntó con la cazoleta.

– Ante todo díganos por qué un policía que no tiene nada que hacer, como usted, ha llegado tan tarde. Llevamos media hora esperando. No han querido dejarnos pasar de aquí ni decirnos dónde está su mesa.

– Justo al ladito de los lavabos -informó Méndez-. No tiene pérdida.

– Podían haberlo dicho. Pero la culpa es suya, por llegar tarde.

– Lo siento, pero es que he estado visitando a un viejo amigo en el hospital. Me han dicho que está al borde de la muerte.

Otra de las mujeres apagó su cigarrillo y se acercó a Méndez, acariciándose con la derecha su cabeza cuidadosamente afeitada.

– Déjese de monsergas y de visitas al hospital. Ahora hay compromisos más importantes, Méndez. Tiene que hacer algo. El comisario nos ha dicho que usted es el más indicado.

– ¿Yo? ¿Por qué?

– Porque tiene usted un aspecto silencioso y gatuno.

– ¿Y eso qué utilidad tiene?

– Mucha. Entra en los sitios y no se le ve.

– Ya lo procuro. Es que, si me ven, me echan -se defendió Méndez-. Bueno, ya me dirán qué demonios tiene que investigar un tipo como yo.

– El acoso sexual -dijo la mujer-soldado.

Méndez se encogió instintivamente, porque unas palabras así le asustaban. Seguro que acabarían acusándole de algo.

La mujer de la pipa también le apuntó.

– No se asuste. No vamos a por usted, Méndez. Por lo que nos han dicho, se le puede acusar de gandul, anticuado, machista e intoxicado con vinos legionarios, pero de eso otro no.

– ¿Y por qué no?

– Porque para practicar el acoso sexual ya nos dirá de dónde sacaría usted el sexo.

– No haga caso -dijo Méndez-. La mayoría de los cabrones que se dedican a eso tampoco lo tienen.

En el fondo se sentía tranquilizado. Menos de bujarrón, a Méndez habían acabado acusándole de todo, y una reunión de tantas mujeres en pie de guerra podía acabar mal. De todos modos, dio un paso atrás cuando una de las combatientes avanzó hacia él en línea recta.

– También nos ha dicho el comisario que es usted el más indicado por lo que pasó hace un mes -declaró.

– Hace un mes, hace un mes… -trató de recordar Méndez-. Alguna misión importante tendría, pero no sé cuál. Ah, si… Buscaba un perro pequinés que se le había escapado a la esposa del Jefe Superior. Esas misiones tan delicadas siempre me las acaban encargando a mí.

– No es eso, Méndez. Usted le rompió los dientes con un cenicero a un tío que despidió a su secretaria de diecisiete años porque ella no quería dejar que se la tirase.

– Y tengo un expediente por eso -suspiró Méndez-. Ahora ya no puedo aplicar como antes, en el barrio, la justicia directa.

Y volvió a suspiran

– Antes eran grandes tiempos.

– El caso es que usted, inspector, odia a los acosadores sexuales, eso está claro.

– Sí, pero no me sirve de nada. Luego los jueces los dejan libres diciendo que eran las chicas las que provocaban. Menos mal que en este país todavía fabrican buenos ceniceros.

La de la pipa le volvió a apuntar.

– De todos modos, es usted un hombre antiguo y pasado de moda, Méndez. Sepa que ninguna de nosotras necesita la protección del macho. Nunca pidas protección a tu enemigo. Primero, véncelo.

– Pues si lo has dejado hecho polvo no hace falta que te proteja -susurró Méndez-. En fin, como yo soy un macho absolutamente derrotado, podemos continuar. Díganme, por favor, dónde se está dando ese acoso sexual tan escandaloso, supongo que con rotura de cristales y de virgos.

– En la Mireia, fábrica de corsés, sostenes, fajas elásticas y derivados.

– Está cerca de aquí-admitió Méndez-. Lo conozco. Lo regenta una antigua madame que hizo fortuna. La llamaban El Coño de Oro. Estuvo a punto de ser concejal en el primer ayuntamiento democrático.

– Pues razón de más. Ojo con ella -dijo la de la pipa-. Yo también la conozco: no ganó las elecciones por un pelo. En la propaganda que enviaba por las casas, prometía, prometía y no paraba de prometer.