– Recuerdo la época -murmuró nostálgicamente Méndez-. Hubo un tío que prometió aparcamiento inmediato y gratuito para todos los coches de Barcelona. No entiendo cómo al muy cabrón no lo hicieron alcalde por aclamación popular. Eran los tiempos en que se hablaba de cotos de caza y campos de golf exclusivos para obreros, pagados con subsidios del gobierno. Madame Costa estaba de acuerdo con eso, pero encima prometió algo más.
– ¿Qué?…
– El polvo subsidiado.
– ¡Esos, esos tendrían que mandar! -masculló un guardia que bajaba por las escaleras-. A ver por qué tienen que follar siempre los mismos.
Hubo un abucheo general al que se sumó Méndez, quizá porque él tampoco follaba. Aunque el poli uniformado desapareció, tragado por la puerta de unos lavabos, el orden constitucional tardó en restablecerse. Méndez se atrevió entonces a pedir:
– Díganme de una vez qué pasa en la Mireia.
– Pues casi nada. Que allí trabajan veinticinco mujeres y un solo hombre, que encima es el enlace sindical. Imagínelo: ¡un acoso sexual absoluto! ¡Un harén! ¡Un acoso permanente! ¡Un solo cabrón haciendo sobre ellas el desfile de la victoria! Una de las trabajadoras lo ha denunciado, de modo que tiene que hacer algo, Méndez. Detenga a ese joputa y llévelo al juzgado antes de que nuestro Colectivo intervenga. Póngale las esposas en los huevos, porque si actuamos nosotras ya no le quedará sitio donde ponérselas. ¡Venga! ¡Muévase!
Y las mujeres del Colectivo fueron poco a poco hacia la puerta, no con un fru-fru de faldas y un taconeo bizantino, como hubiese querido Méndez, amante de todas las artes caducas, sino con un roce de jeans pasados por la piedra, un sisear de zapatillas de basket y hasta la amenaza de unas botas claveteadas. La última de aquellas mujeres advirtió:
– Demuestre quién es, Méndez.
– Lo haré, no se preocupen. Pero antes he de volver al hospital. Necesito hablar otra vez con el amigo moribundo por cuya causa he llegado tarde.
Y se largó a través de avenidas cuyos embotellamientos llegaban hasta los primeros pisos, enjambres de motos aparcadas en las ramas de los árboles, nubes de palomas a las que daba de comer una viejecita hambrienta y parterres tan amarillos que parecían regados exclusivamente con orina de alcalde. Llegó al hospital para ver al amigo moribundo que seguía moribundo. Méndez lo sacudió antes de que el otro cogiera elrigor mortis.
– Pero por qué no te escapaste, desgraciado. Por qué no cambiaste de empleo. Todo el día con veinticinco mujeres… Así te tenía que ver.
El otro abrió un solo ojo, porque para abrir los dos quizá no tenía fuerzas.
– Tiene razón, Méndez… Debí darme a la fuga y buscar otro empleo, aunque fuera en el servicio de cementerios… ¡Veinticinco mujeres maduras y desesperadas, divorciadas, separadas del marido, con hijos en la Legión!… No me dejaban vivir. Me acosaban. Ni hacer un pipí solo podía, porque el único lavabo es unisex, es decir de ellas… He tratado de que ninguna se enfadara conmigo, y ya ve… Y encima me denuncia la única que era amiga de mi mujer.
– Pues más vale que huyas a Portugal disfrazado de moro, amigo mío, porque van a venir a por ti.
El otro cerró los ojos, y Méndez añadió, con un suspiro de desesperanza:
– Pero no sé si valdrá la pena intentarlo. Al fin y al cabo, si vuelves al empleo, tampoco vas a salir de esta.
ENGAÑAR A LA MUJER
«El amor se ha hecho para la eternidad, pero el sexo no».
Así pensaba Méndez mientras deambulaba por las calles de su distrito con la mirada perdida, deteniéndose en portales donde no estaba demasiado rato, no fuese que los vecinos llamaran a la fuerza pública. «Por eso el amor, que se ha hecho para la eternidad, tiene poetas, mientras que el sexo, que nace y muere cada día, no tiene apenas poeta alguno», seguía pensando Méndez, que se convertía en un provocador cuando no le encargaban ningún caso, o sea que lo dejaban sin trabajar.
«Esa es la razón», seguía pensando, «de que engañar a la mujer se haya convertido en un arte noble y antiguo, que han practicado hasta los Papas. Aquí están los pequeños hoteles-meublé del distrito, cuyas camas fueron financiadas por el abuelo y rotas por el nieto. Aquí los retratos de mujeres soñadas, que nadie habría reconocido, pero que en un día tuvieron una mirada penetrante y un culo histórico. Aquí los espejos ante los que tantos hombres casados han pedido: "Sobre todo, no se lo digas a nadie'. La historia, los negocios y los amores eternos de la ciudad se han mantenido merced a algo que nadie agradece, que es el secreto de las camas.
Pero Méndez, hombre maligno como se sabe, iba más allá. Todos los secretos se daban entre un hombre y una mujer, de modo que el viejo y noble arte de engañar a la mujer era también el viejo y noble arte -este más artístico aún- de engañar al marido.
Lo que Méndez no sabía entonces era que iban a encargarle el caso de un tío que engañaba a su mujer. Pero la verdad es que las cosas, al principio, no rodaron de esa manera.
Su jefe más inmediato (eso no resultaba difícil, porque, en la Comisaría, cualquiera era jefe inmediato de Méndez) le hizo sentarse ante su mesa.
– Oiga, Méndez.
– Oigo.
– Me han dicho que usted no cree en la Ley.
– Es verdad. No creo del todo.
– Pues por este camino no ascenderá.
– Gracias por el consejo: me encuentro bien como estoy. Pero lo pensaré, y puede que me ponga a ascender a partir de ahora.
– Me han dicho también que últimamente está usted sin trabajo, y por lo tanto se dedica a pensar.
– También es cierto.
– Pues cuando usted piensa, peligra toda la cultura occidental. Además, conviene a la Justicia que usted trabaje.
– Todo el mundo sabe que siempre estoy en situación de realizar un servicio, cuánto más sacrificado y brillante, mejor.
– Pues este puede serlo, porque tengo entendido que usted no cree en las leyes de los Tribunales, pero sí en las leyes de la calle.
– Ya estoy ansioso por practicar la espectacular detención del que sea. Pero no me obligue usted a una furiosa persecución en coche, porque el último bólido con el que me lancé a la aventura fue el famoso «Ford T». Mejor sería, creo yo, una persecución en autobús.
– No tendrá que lanzarse a la acción desenfrenada, Méndez, aunque si necesita tomar el autobús la Superioridad le entregará una tarjeta multiuso. Yo creo que le bastará con investigar en una determinada imprenta. Tenemos pocos datos, pero usted saldrá adelante con su sigilo, su prudencia y su desmedida afición por la lectura. Si a ciertos agentes que no son usted los envío a visitar una imprenta, preguntarán si hay que vacunarse antes.
– Pronto lo aconsejarán las autoridades sanitarias -gruñó Méndez-, porque se lee cada vez menos, y a la población no le conviene adentrarse en terrenos desconocidos. Pero dígame de una puñetera vez de qué se trata, formulada sea la pregunta con el debido respeto.
– Usted sabe que hay mucha gente sin trabajo, en especial inmigrantes y personas mayores que aún pueden estar en buen uso, pero a las que no quiere ni Dios.
– Dígamelo a mí -se lamentó Méndez, haciendo como que se enjugaba una lágrima.
– Si a una de esas personas le envía usted una carta con una oferta laboral que no huela mal del todo, el tío la lee cuatro veces y se corre allí mismo de tanto entusiasmo. Incluso cree de buena fe que ha de hacer lo que se le pide: enviar una cantidad para gastos de promoción, correo, formación profesional y otros.
– Ya veo la estafa -dijo Méndez.
Y añadió, dando muestras de haberse diplomado en Oxford:
– Cabrones de mierda.
– Bien mirado, no son otra cosa. Envían dos mil cartas, piden a cada aspirante diez mil pesetas y ya tienen veinte milloncetes de nada, que usted y yo, Méndez, no los ganamos en un mes. O la cantidad equivalente en euros, que yo ya me armo un lío y sigo contando a la antigua. En fin, lo que sea, pero es una putada. ¿Y qué les cuesta? ¿Eh, Méndez? ¿Qué les cuesta? Pues el alquiler por unos días de una oficina, un teléfono y una nena que da cita para unas fechas después, es decir para cuando la oficina, el teléfono y la nena, que suele ser la querida del estafador, ya han emprendido el vuelo, dejando a deber hasta la luz. Llegan los aspirantes al trabajo el día indicado y ¿qué encuentran? ¿Eh? ¿Qué encuentran? Pues sólo un conserje que se ha ido a tomar un cortado al bar más próximo y además no sabe nada. Que le hagan eso a un vejete pase, porque al fin y al cabo el vejete se morirá pronto, pero que se lo hagan a un inmigrante joven, o peor, a una inmigranta de buenas tetas, no tiene perdón de Dios, o, lo que es peor, no tiene perdón de usted, Méndez.