Méndez se infló un poco.
– Mis servicios a la policía siempre han sido brillantísimos -dijo.
En la oscura vida de todo servidor de la Ley hay momentos de exaltación, y Méndez estaba viviendo uno de ellos. Miró las muestras de papel y se dio cuenta de que todas eran de color y gramaje distintos, pero de mala calidad. Recordaban el color oscuro de los diarios y publicaciones de la posguerra. Mal lo tenía aquel tipo llamado Boada si con papel de esa clase pretendía ofrecer falso trabajo en nombre de grandes empresas que tenían su sede en Wall Street, la Place Vendóme, Picaddilly o el Barrio Chino de Barcelona, que para Méndez también era digno de ser tenido en cuenta. Mal lo tenía, sin duda, con unas cartas tronadas y unos sellos usados a los que ya no les debía de quedar ni goma.
Pero así como hay delincuentes de altura, hay delincuentes de bajura. Méndez tenía que seguir aquella pista.
Recordaba perfectamente la última frase del impresor, ya en la puerta:
«Me hacía imprimir nombres y direcciones de empresas distintas cada vez, y en papel también distinto. Luego no sé qué hacía con todo eso, pero no me diga que no es raro».
Méndez pensó que, en efecto, tenía que haber alguna relación. El tal Juan Boada serviría de tapadera de alguien. No sabía cuál era el método utilizado, pero a la fuerza tenía que ser un método anticonstitucional y maléfico.
Fue a la calle señalada.
La casa pertenecía a un núcleo de burguesía que aún guardaba las apariencias. El portal era antiguo, pero limpio. Hasta había un ascensor que, naturalmente, no funcionaba. Tras las cristaleras de la antigua portería ya no había portera alguna, pero el detalle hablaba de tiempos mejores y de rentas más altas. Todo el edificio, sin duda de renta antigua, respiraba el aire de una época en que los inquilinos comieron bien, pero ahora disimulaban que comían mal. Méndez, con todo su corazón de piedra de policía hecho a la antigua, se conmovió un poco, porque él conocía muy bien esos cristales opacos tras los que se disimula la miseria urbana.
Pero seguro que el estafador -que para eso lo era- comía bien y bebía whisky de marca, qué coño. Y hasta debía de espiar a las vecinitas que sólo podían comprarse unas medias en las rebajas.
Méndez tuvo que subir a pie cuatro pisos, con cada uno de los cuales aumentaba su mala leche. Cuando llegó al fin a la puerta del presunto, tenía cara de tigre en celo al que un circo se le ha llevado la tigresa.
Le abrió un hombre pequeño, arrugado, uno de esos hombres que a lo mejor han sido algo importante -por ejemplo, cajeros de una funeraria-, pero de los que sólo queda la mitad.
– ¿El señor Juan Boada?
– Soy yo mismo.
– Aquí el inspector Méndez, es decir la Ley.
– Un inspector… Oiga, yo no he hecho nada malo. Lo del maltrato a una mujer fue en el piso de arriba. Además, a mi ya me ve. No llego a los cincuenta kilos.
– No he venido por eso.
– Lo de la agresión sexual a una menor fue en el piso de al lado, donde vive un canónigo. Yo nunca he pasado de monaguillo.
– ¿Y cómo estaba la menor? -se interesó Méndez.
– Bien. Redondita. Prometía -informó el señor Boada.
– Lástima. Tampoco he venido para eso.
– Entonces ha venido por lo de los robos en el súper, sin duda. Eso es… los robos en el súper. Pero tampoco he sido yo. Sólo voy al súper el Día del Cliente, cuando hacen rebajas.
– No intente despistarme -advirtió Méndez, entrando de golpe-. Yo represento el poder de la Justicia, y he venido por algo mucho más importante. ¿Está su mujer?
El cincuenta por ciento del rostro que le quedaba al señor Boada se sonrojó.
– Ya sé… -musitó-, ya sé… Reconozco que la he engañado.
– Hostia -gruñó Méndez-, esto sí que es una confesión rápida. ¿Pero está su mujer o no?
– Está… haciendo faenas por las casas.
– Vergüenza debería darle -dijo Méndez.
– Me la da. Pero no me lo eche en cara, por favor. Que me lo digan otros no puedo soportarlo.
– No lo digo por eso. Vergüenza debería darle que engañar a la mujer con cartas falsas le haya servido de tan poco.
El señor Juan Boada, el importante estafador, se encogió aún más, retrocedió, se pegó a una pared despintada en la que había una foto de la montaña de Montserrat en día de fiesta. Disminuyó aún más su tamaño: de un cincuenta se quedó en un cuarenta, en un treinta por ciento.
– Ya sabía que lo de las cartas falsas acabaría así -gimoteó.
– Al menos la confesión espontánea le servirá de algo -dijo Méndez-. Lo haré constar en el atestado, porque me evita el trabajo de interrogarle hábilmente. Vamos a ver: ¿reconoce estos papeles?
– Sí, señor. Son los que yo encargaba en la imprenta. ¿Pero cómo los has conseguido?…
– El brazo de la Ley llega a todas partes, amigo. ¿Reconoce que en cada uno hacía imprimir la dirección de una empresa distinta?
– Sí, señor. No puedo negarlo.
– Pues ahí está el engaño.
El señor Boada se encogía cada vez más. El cuadro de la montaña de Montserrat era ya más grande que su cuerpo.
– Sí, señor, lo reconozco: ahí está el engaño.
– Pero vamos a ver, coño: ¿cómo llenaba luego esas cartas?
– Me ayudaba un amigo que tiene un ordenador, y que usaba una letra cada vez distinta. Pero, por favor, a él no lo detenga. El autor del engaño soy yo.
– Lo doy por descontado. ¡Valiente asunto miserable! Y ahora, si guarda algunas de ellas, enséñemelas. Será mejor para usted y para la labor de la Justicia.
El señor Boada echó a andar por un pasillo que olía a café de recuelo, a sopa de sobre y a verdura del día anterior. Penetró temblorosamente en un dormitorio de madera marrón, tipo años cincuenta, con un cobertor gastado y un SantoCristo cansado de dar el espectáculo, un dormitorio en el que sólo faltaba una placa con la fecha del último polvo: 1939, Año de la Victoria.
Unas manos temblorosas sacaron de un cajón del tocador diez cartas, diez, todas en papel barato pero distinto, todas con membrete de empresas distintas, todas con un texto distinto, pero que en realidad no era distinto. Méndez las leyó. Tuvo que tragar saliva dos veces. Abrió la boca.
– Pero, oiga, todas estas cartas están dirigidas a usted mismo…
– Sí, señor, pues claro. Sólo así servían.
– ¿Servían para qué?… Coño, aquí no se pide dinero a nadie, no se ofrece trabajo, no se ve la estafa… ¿Qué ganaba con esto?…
– Léalas otra vez, por favor, señor Méndez. Piense que antes yo me había presentado en todas esas empresas pidiendo trabajo y alegando que soy parado sin subsidio, porque la Casa de donde yo era contable cerró. Estas son las cartas de respuesta de las empresas, falsas naturalmente. Las que preparaba yo.
Méndez volvió a leer. Con distintas palabras, cada carta decía lo mismo: «Lo sentimos. En las pruebas realizadas ha obtenido usted una excelente calificación, por lo que debemos ante todo elogiar sus cualidades. Pero necesidades internas de esta
Empresa nos obligan a dar el cargo a otra persona más joven. Agradecemos su oferta y pensamos que tal vez en otra oportunidad…». Etc., etc.
Méndez soltó las páginas, sintiendo que la cabeza le daba vueltas, y farfulló:
– Bueno, pero con todo esto usted no ha conseguido un duro, sino al contrario… Vamos a ver: ¿qué gana?
– Que mi mujer siga teniendo fe en mí -dijo el presunto-. Así cree que estoy a punto de salir del atolladero. Así ella me respeta.
Méndez, a pesar de que estaba con el bolsillo vacío por ser últimos de mes, susurró:
– Vamos, amigo. Abajo hay un bar. Creo que le debo una copa.