– Todos los han derribado -dijo Méndez.
– Razón de más para estar atento a los que queden. Mire, su zona principal de trabajo estará en la calle Caspe, que como usted sabe es lugar de almacenes textiles, cajeras con gafas que numeran hasta sus polvos (y algunas ya están en el dos y medio) y empresarios que se ahorcan de vez en cuando con una sábana fabricada por la competencia.
– Pues claro -se atrevió a decir Méndez-. Saben que las suyas no resistirían el peso.
– Le veo muy poco respetuoso con la clase textil del país, Méndez.
– Yo sólo soy respetuoso, señor jefe de servicio, con esos bares antiguos que aún quedan, cuyo primer dueño se ahogó en vino de Cariñena y cuya mujer le ponía los cuernos dentro de un tonel vacío. Y también de esas tabernas donde rebajan el precio de las albóndigas por liquidación de existencias, o sea las únicas tabernas que velan por la alimentación de las clases bajas de la ciudad. Hecha esta declaración de principios, dígame qué me va a encargar. ¿Un robo en el Museo Picasso? ¿La voladura de una caja fuerte en la Generalitat? ¿La desaparición de un barco cargado de droga? ¿La sustracción de la agenda de una madame, con los nombres de todo un ministerio?
– Coño, Méndez, no sé qué se ha creído usted. A lo mejor piensa que lo voy a enviar a Washington para investigar sobre una mamada en la Casa Blanca.
– ¡Qué menos! -sugirió Méndez.
– Pues más vale que se vaya desengañando. Lo que le voy a encargar está de acuerdo con sus facultades, o sea que no se haga ilusiones. Se trata de algo muy sencillo.
– ¿Qué?
– El robo de un picaporte. Nada más que eso.
Méndez, hombre mezquino como se sabe, pensó enseguida que le habían encargado aquello para sacárselo de encima. Efectivamente, si tenía que dar vueltas y vueltas por la Barcelona burguesa, comprobando el censo de picaportes, no le verían por Comisaría ni a la hora de cobrar. Sospechaba que ese era el deseo oculto de al menos las dos últimas promociones de la Escuela de Policía.
Pero el encarguito tenía sus dificultades, eso sí. En primer lugar, vaya usted a saber lo que es la Barcelona burguesa. Arquitectónicamente -barruntaba Méndez- era el Ensanche, o sea las cuadrículas de lldefons Cerda que van de la plaza Catalunya a la Diagonal, y que el genial urbanista concibió como manzanas abiertas en cuyo interior hubiera un jardín público, o tal vez un bosquecillo, donde pudieran jugar los niños burgueses, hacer pipí los perros burgueses y leer el periódico los señores burgueses, mientras miraban de reojo a las chicas de servicio y planificaban un polvo burgués. Cosa difícil, seguía pensando Méndez, porque ahora ya no hay chicas de servicio, y las que quedan lo hacen encima de una moto, o sea que el polvo burgués, con toda su ceremonia, ha desaparecido.
Además, los propietarios no quisieron perder la riqueza de los interiores de manzana y los edificaron, creando despachos de notario, oficinas debrokers, centros de marketín, almacenes de stockage y antros de fast food, o sea que el idioma de Cerda, si vamos a mirar, también ha desaparecido, ya no figura en el software, ha quedado outdoor.
Pero esta referencia arquitectónica, al parecer tan exacta, tampoco le servía a Méndez. Porque si burguesía significa riqueza, o al menos aproximación a ella, la verdad era que en aquellos edificios se daba el mayor porcentaje de miseria oculta de la ciudad. Viudas de médicos, de abogados y de arquitectos que un día tuvieron chicas de servicio (con las que planificaron mucho y no hicieron nada) vivían ahora de una pensión miserable, disimulando que sólo cenaban un yogur y no podían hablar más que con su canario, el cual, naturalmente, estaba en constante peligro, tanto que intentaba pasar desapercibido y no cantaba a fin de mes.
Las señas de identidad, sin embargo, estaban allí bien visibles, para alimentar los sueños urbanos de Méndez: los portalones anchos, con puertas de madera tallada, los enrejados de artesanía, donde los obreros de otro tiempo se habían dejado las manos, y los ascensores amplios, nobles, calculados con holgura, para que la señora propietaria no se dejara su culo en la puerta. Los arabescos de piedra, las remotas fechas de construcción y sobre todo las tribunas sobre la calle, los cristales modernistas, los tiestos que recibían un rayo de sol, los gatazos que recibían una caricia y las chicas solitarias que esperaban recibir un pellizco. Todo esto, al menos, lo imaginaba Méndez, todo esto le extasiaba, lo cual permite imaginar, puestos en plan traidor, que Méndez quizá, en el fondo, era un burgués fracasado.
Pero le habían señalado en especial la calle Caspe, de modo que acabó dirigiéndose hacia allí. Es lugar noble pero en decadencia, porque en ella estuvieron, durante la gran época de los fabricantes textiles, los enormes montones de telas tras las que cada 31 de diciembre, al hacer balance, aparecía el tenedor de libros con su secretaria. La secretaria nunca era la misma, pero el tenedor de libros sí. Ahora los almacenes se habían ido transformando en locales donde se vendían saldos a tanto la pieza y en parkings a tanto la hora. En los álbumes de viejas fotos de la ciudad se ven caballeros con bombín saliendo de esos almacenes, damas con falda hasta los pies y detrás de ellos obreros que las miran, no se sabe si imaginando sus culos o soñando en la revolución pendiente.
En las viejas fotos también se ven los picaportes de las casas, nobles instrumentos de llamada hecha a mano, trabajada y personal, dotada incluso de firma, cosa que no tendrán jamás los porteros automáticos. Unos representaban una mano de oro (con preferencia una mano femenina que era como una promesa), otros un aro de metal, unos terceros un puñal rematado con una bola, y hasta alguno hubo con cabeza de león, cara de guardia civil y concha de peregrinación compostelana.
Los libros de arte suelen reproducir algunos de esos picaportes, lo cual permitió barruntar, incluso a un hombre como Méndez, que tienen un cierto valor histórico. Ahora comprendía por qué tenía que vagar por tiendas de anticuarios y cafés de la tercera edad donde un coleccionista puede capturar una buena presa. Gracias a la denuncia pudo saber en qué portal habían robado el picaporte y en qué consistía este. Se trataba de una pieza muy complicada: dos manos, una de hombre y otra de mujer, enlazadas. «Hay que ver», pensó malignamente Méndez, «Romeo y Julieta llamando a la misma puerta, donde tal vez había un piso por alquilar».
Con su peculiar dinamismo, Méndez estuvo un par de horas visitando los cafés de la zona y decidiendo qué hacer. Luego fue a un anticuario para preguntarle qué podía valer un picaporte semejante.
– Es difícil decirlo: todos tienen más o menos la misma antigüedad, pero depende del material con que estén hechos y del artista que los terminó. Alguno hay que incluso lleva firma. De todos modos, una pieza así sólo le puede interesar a un coleccionista.
– Puede que exista algún anticuario especializado en ellos -sugirió Méndez.
– Más que anticuarios, se trataría de almacenistas que compran piezas de casas en derribo: viejas puertas modernistas, cristaleras, chimeneas de mármol y hasta pedazos de parquet donde aún están marcados los tacones de una damisela. El pasado sentimental de la ciudad, Méndez, descansa en esos cementerios a los que no lleva flores nadie.
Deseando justificar su vida, el anticuario añadió:
– Nosotros desenterramos esos cadáveres, los pulimos, los maquillamos, les damos dignidad y los devolvemos a la vida.
Adicto como era Méndez a las viejas cosas y a las viejas damas con corsé, le dio la razón al anticuario. Luego visitó a los almacenistas de que le había hablado este, aún sabiendo que la casa en cuestión no había sido derribada. No encontró la pieza, pero en cambio encontró por las cercanías bares con calamares fosilizados, croquetas de mamut y caracoles pasados por la piedra en algunos de los mesones más próximos. Eso le demostró sin lugar a dudas que, a pesar de las multinacionales, Barcelona aún seguía viva.