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Julia Quinn

Más brillante que el Sol

Brighter than the Sun (1997)

2° de la Serie Las Hermanas Lyndon

CAPITULO 01

Kent, Inglaterra.

Octubre de 1817.

Eleonor Lyndon estaba pensando en sus cosas cuando Charles Wycombe, conde de Billington, cayó, literalmente, en su vida.

Ella iba caminando, silbando una alegre melodía e intentando calcular mentalmente los beneficios anuales de East & West Sugar Company (de la que tenía algunas acciones) cuando, para su mayor sorpresa, un hombre cayó del cielo y aterrizó a sus pies o, para ser precisos, encima de sus pies.

Cuando se fijó un poco más, descubrió que no había caído del cielo, sino de un enorme roble. Ellie, cuya vida había sido bastante monótona durante el último año, casi habría preferido que hubiera caído del cielo. Habría sido mucho más emocionante que el hecho de que hubiera caído de un árbol.

Sacó el pie izquierdo de debajo del hombro del caballero, se arre-mangó el vestido por encima de los tobillos para no mancharse la falda y se agachó.

– ¿Señor? -preguntó-. ¿Se encuentra bien?

Él sólo gruñó:

– Au.

– Madre mía -murmuró ella-. No se ha roto ningún hueso, ¿verdad?

Él no respondió, sólo vació todo el aire de los pulmones. Ellie retrocedió cuando olió su aliento.

– Por todos los santos -dijo entre dientes-. Huele como si se hubiera bebido una licorería entera.

– Whisky -respondió él, arrastrando las letras-. Un caballero bebe whisky.

– Sí, pero no tanto -dijo ella-. Sólo un borracho bebe tanto de lo que sea.

Él se incorporó, con muchas dificultades, y meneó la cabeza para despejarse.

– Exacto -respondió él, agitando la mano en el aire, aunque luego hizo una mueca cuando comprobó que se mareaba con el movimiento-. Me temo que estoy un poco borracho.

Ellie decidió no hacer más comentarios sobre el tema.

– ¿Está seguro de que no está herido?

Él se rascó el pelo marrón rojizo y parpadeó.

– Me duele mucho la cabeza.

– Sospecho que no es sólo por la caída.

Él intentó levantarse, se tambaleó y volvió a sentarse.

– Es una chica de lengua mordaz.

– Lo sé -respondió ella con una sonrisa irónica-. Por eso soy una solterona. Pero no puedo curarle las heridas si no sé dónde están.

– Y muy eficaz -murmuró él-. ¿Y cómo está tan segura de que estoy herizo… herido?

Ellie alzó la mirada hacia el árbol. La rama más cercana que habría podido soportar su peso estaba a unos cinco metros.

– Si ha caído desde allí arriba, no ha podido salir ileso.

Él volvió a agitar la mano en el aire para ignorar sus palabras e intentó levantarse otra vez.

– Ya, bueno, los Wycombe somos duros de pelar. Haría falta más que una… ¡Santo Dios! -gritó.

Ellie hizo un esfuerzo por no sonar petulante cuando dijo:

– ¿Un dolor? ¿Un tirón? ¿Un esguince, quizá? Él entrecerró los ojos marrones mientras se apoyaba en el tronco del árbol.

– Es una mujer dura y cruel, señorita como se llame, por regodearse tanto en mi agonía.

Ellie tosió para camuflar una carcajada.

– Señor Anónimo, debo protestar y señalar que intenté curarle las heridas, pero usted insistió en que no estaba herido.

Él frunció el ceño como un niño pequeño y se sentó.

– Es lord Anónimo -murmuró.

– Está bien, milord -dijo ella, pensando que ojalá no lo hubiera irritado demasiado. Un lord tenía mucho más poder que la hija de un vicario y, si quería, podría hacerle la vida imposible. Ellie abandonó cualquier esperanza de no mancharse el vestido y se sentó en el suelo-. ¿Qué tobillo le duele, milord?

Él señaló el derecho e hizo una mueca cuando ella se lo cogió con las manos. Después de unos instantes de observación, ella lo miró y, con su voz más educada, dijo:

– Voy a tener que quitarle la bota, milord. ¿Me permite?

– Me gustaba más cuando sacaba fuego por la boca -dijo él entre dientes.

Ellie también se gustaba más así. Sonrió.

– ¿Tiene una navaja?

Él se rió.

– Si cree que voy a darle un arma…

– Muy bien. Entonces, supongo que tendré que estirar -ladeó la cabeza y fingió analizar la situación-. Puede que le duela un poco cuando se quede atascada en el tobillo terriblemente hinchado pero, como usted mismo ha dicho, viene de buena casta y un hombre debería poder soportar un poco de dolor.

– ¿De qué diablos está hablando?

Ellie empezó a sacarle la bota, aunque no tiró demasiado fuerte, porque nunca podría ser tan cruel. Mientras tiraba lo suficiente para demostrarle que la bota no le saldría de forma normal, contuvo el aliento.

Él gritó y Ellie deseó que ojalá no hubiera intentado darle una lección, porque acabó con la cara llena de su aliento apestando a whisky.

– ¿Cuánto ha bebido? -le preguntó mientras intentaba respirar.

– No lo suficiente -gruñó él-. Todavía no han inventando una bebida tan fuerte como para…

– Venga ya -lo interrumpió Ellie-. No soy tan mala.

Para su sorpresa, él se rió.

– Querida -le dijo, en un tono que le dejó claro que se dedicaba a ser un donjuán-, es usted lo menos malo que me ha pasado en los últimos meses.

Ellie sintió un extraño cosquilleo en la nuca ante aquel tosco halago. Dio las gracias de que el sombrero le tapara la cara sonrojada y se centró en el tobillo.

– ¿Ha cambiado de idea acerca de lo de la navaja?

La respuesta fue entregarle la navaja sin rechistar.

– Siempre supe que había un motivo para llevar una encima, aunque nunca lo había descubierto hasta hoy.

La navaja estaba un poco embotada y, al cabo de poco, Ellie tuvo que apretar los dientes del esfuerzo que suponía cortar la bota. Levantó la mirada un segundo.

– Si le hago daño…

– ¡Au!

– Dígamelo -terminó de decir-. Lo siento mucho.

– Es sorprendente -comentó él con la voz cargada de ironía- el poco arrepentimiento que percibo en su voz.

Ella contuvo otra carcajada en la garganta.

– Por el amor de Dios -dijo él entre dientes-, ríase. Hasta el Señor sabe que mi vida es un chiste.

Ellie, cuya vida también había caído en la tristeza desde que su padre viudo había anunciado su intención de casarse con la mayor metomentodo del Bellfield, se sintió identificada con él. No sabía qué podía haber llevado a ese apuesto y rico lord a salir y emborracharse de aquella manera, pero, fuera lo que fuera, le daba pena. Dejó de cortar la bota un segundo, lo miró con los ojos azul oscuros y dijo:

– Me llamo Eleanor Lyndon.

Él suavizó la mirada.

– Muchas gracias por compartir ese dato tan importante conmigo, señorita Lyndon. No suelo permitir que mujeres extrañas me corten la bota.

– A mí tampoco me suelen caer hombres de los árboles. Hombres extraños -añadió con énfasis.

– Ah, sí, debería presentarme, supongo -ladeó la cabeza de forma que Ellie recordó que iba bastante ebrio-. Charles Wycombe, para servirla, señorita Lyndon. Conde de Billington -añadió-, aunque para lo que me sirve.

Ellie lo miró sin parpadear. ¿Billington? Era uno de los solteros más deseados del país. Tanto que hasta ella había oído hablar de él, y Ellie no aparecía en la lista de chicas casaderas de nadie. Se decía que era un donjuán empedernido. Había oído hablar de él en las reuniones del pueblo, aunque, como chica soltera, no tenía acceso a esos cotilleos. Pensaba que su reputación tendría que ser muy oscura si hacía cosas que no se podían ni comentar delante de ella.

También había oído que era increíblemente rico, incluso más que el recién estrenado marido de su hermana Victoria, el conde de Macclesfield. Ellie no podía dar fe de ello, puesto que no había visto sus libros de contabilidad y nunca se había dedicado a especular sobre asuntos financieros sin pruebas. Sin embargo, sabía que la mansión de los Billington era enorme y antigua.