– Me encantaría -respondió él-. Y luego quizá podríamos irnos.
– Tenéis que esperar al reverendo -dijo la señora Foxglove mientras Ellie cruzaba la sala y cogía un pequeño retrato de una estantería-. Lamentará mucho no haberle conocido.
A Charles le sorprendió bastante que el señor Lyndon no estuviera. El Señor sabía que si él tuviera una hija que, de un día para otro, decidiera casarse, querría conocer al futuro marido.
El conde se permitió una pequeña sonrisa interna ante la idea de tener una hija. La paternidad le parecía algo muy lejano.
– Mi padre estará en casa cuando volvamos -dijo Ellie. Se volvió hacia Charles y añadió-: Está visitando a los feligreses. Suelen entretenerlo.
Parecía que la señora Foxglove quería decir algo, pero se calló cuando Ellie pasó por su lado con descaro con el retrato en la mano.
– Ésta es mi madre -le dijo a Charles.
Él aceptó el retrato y admiró a la mujer de pelo oscuro.
– Era muy guapa -dijo con la voz relajada.
– Sí, mucho.
– Era muy morena.
– Sí, mi hermana Victoria es igual que ella. Esto -se tocó un mechón de pelo rojizo que se había escapado del moño- fue una sorpresa para todos.
Charles se inclinó para besarle la mano.
– Una sorpresa encantadora.
– Sí -dijo la señora Foxglove, que no le gustaba que la ignoraran-. Nunca hemos sabido qué hacer con el pelo de Eleanor.
– Yo sé exactamente qué hacer con él -susurró Charles, tan bajito que sólo pudo oírlo Ellie, que se sonrojó.
Él sonrió y añadió:
– Será mejor que nos vayamos. Ha sido un placer, señora Foxglove.
– Pero si sólo ha…
– ¿Nos vamos, Eleanor? -la agarró de la mano y la hizo cruzar el umbral de la puerta. En cuanto estuvieron a una distancia prudente, Charles se rió y dijo-: Nos ha ido de poco. Pensaba que no nos dejaría ir nunca.
Ellie se volvió hacia él, con las manos apoyadas en la cadera y, enfadada, le dijo:
– ¿Por qué ha hecho eso?
– ¿Qué? ¿El comentario sobre su pelo? Porque me encanta bromear con usted. ¿La he avergonzado?
– Por supuesto que no. Aunque parezca increíble, en los tres días que hace que lo conozco, me he acostumbrado a sus descarados comentarios.
– Entonces, ¿cuál es el problema?
– Me ha hecho sonrojar -respondió ella.
– Creía que, como usted tan delicadamente ha dicho, se había acostumbrado a mis descarados comentarios.
– Sí, pero eso no significa que no me sonroje.
Charles parpadeó y miró a la izquierda de Ellie, como si allí hubiera un acompañante imaginario.
– ¿Hablamos el mismo idioma? Juro que he perdido totalmente el hilo de la conversación.
– ¿Ha oído lo que ha dicho sobre mi pelo? -preguntó Ellie-. «Nunca hemos sabido qué hacer», ha dicho. Como si hiciera años que formara parte de mi vida. Como si la dejara formar parte de ella.
– ¿Y? -preguntó Charles.
– Quería atravesarla con la mirada, arrancarle la piel con una mueca, descuartizarla con… ¿Qué está haciendo?
De no ser porque se estaba partiendo de risa, el conde le habría respondido.
– Sonrojarme ha arruinado el efecto -dijo ella entre dientes-. ¿Cómo iba a dejarla en ridículo cuando tenía las mejillas del color de las amapolas? Ahora nunca sabrá lo furiosa que estoy con ella.
– Diría que sí que lo sabe -dijo Charles, casi sin aliento, mientras se reía del intento de Ellie de mostrarse indignada.
– No estoy segura de si me gusta que le quite hierro a mi deplorable situación.
– ¿No está segura? A mí me parece bastante claro -alargó el brazo y le rozó la comisura de los labios con el dedo índice-. Es una mueca bastante reveladora.
Ellie no sabía qué decir, y odiaba no saber qué decir. Así que se cruzó de brazos e hizo un ruido parecido a:
– Mmmpuff…
Él soltó un dramático suspiro.
– ¿Va a estar de mal humor toda la tarde? Porque, si es así, he traído el Times para el picnic y puedo leerlo mientras mira el paisaje y medita sobre las cincuenta cosas distintas que le gustaría hacerle a su futura madrastra.
Ellie se quedó boquiabierta, pero enseguida reaccionó y respondió:
– Ya tengo, al menos, ochenta cosas en mente, y no me importa que lea, siempre que me deje las páginas financieras -dibujó una pequeña sonrisa.
Charles chasqueó la lengua mientras le ofrecía el brazo.
– De hecho, quería revisar algunas de mis inversiones, pero no me importaría compartirlo con usted.
Ellie pensó en lo cerca que tendrían que sentarse para poder leer la misma página del periódico en la manta de picnic.
– Seguro que no -dijo entre dientes.
Aunque luego se sintió bastante estúpida, porque ese comentario implicaba que quería seducirla, y ella estaba bastante convencida de que, en la mente de Charles, las mujeres eran más o menos intercambiables. Sí, se iba a casar con ella, cierto, pero tenía la sospecha de que la había elegido porque le convenía. Al fin y al cabo, él mismo le había confesado que tenía dos semanas para encontrar esposa.
Parecía que le gustaba besarla, pero seguramente le gustaba besar a cualquier mujer, excepto a la señora Foxglove. Además, le había dejado muy claro el motivo principal por el cual quería consumar el matrimonio. ¿Cómo lo había dicho? Un hombre de su posición debe engendrar un heredero.
– Parece seria -dijo Charles, lo que provocó que ella lo mirara y parpadeara varias veces.
Ellie tosió y se llevó la mano instintivamente a la cabeza.
– ¡Oh, no! -exclamó de repente-. Me he olvidado el sombrero.
– Da igual -dijo él.
– No puedo salir sin sombrero.
– No la verá nadie. Sólo vamos al prado.
– Pero…
– Pero ¿qué?
Ella soltó el aire con irritación.
– Me saldrán pecas.
– No me importa -respondió él mientras se encogía de hombros.
– ¡Pero a mí sí!
– No se preocupe. Estarán en su cara; no tendrá que verlas.
Ellie lo miró sin respiración, atónita ante su ilógica.
– La pura realidad -continuó él- es que me gusta ver su pelo.
– Pero si es…
– Rojo -él terminó la frase por ella-. Lo sé. Me gustaría que dejara de persistir en describirlo de forma tan común cuando es mucho más que eso.
– Milord, sólo es pelo.
– ¿De veras? -murmuró él.
Ella puso los ojos en blanco y decidió que era hora de cambiar de tema. Podían hablar de algo que obedeciera las reglas de la lógica normales.
– ¿Qué tal el tobillo? Veo que ya no va con bastón.
– Muy bien. Todavía me duele un poco, y a veces cojeo, pero no estoy mal para haberme caído de un árbol.
Ella apretó los labios en un gesto sardónico.
– No debería subirse a los árboles con el estómago lleno de whisky.
– Ya habla como una esposa -murmuró Charles mientras la ayudaba a subir al coche.
– Una tiene que practicar, ¿no es cierto? -respondió ella, decidida a no cederle la última palabra, aunque su última frase no estuviera demasiado inspirada.
– Supongo -bajó la mirada, fingió comprobar el estado del tobillo y luego subió al coche-. No, parece que la herida no ha dejado ningún dolor permanente. Sin embargo -añadió con ironía-, el resto del cuerpo está magullado por el altercado de ayer.
– ¿Altercado? -Ellie abrió la boca en un gesto de sorpresa y preocupación-. ¿Qué pasó? ¿Está bien?
Él se encogió de hombros y suspiró con una burlesca resignación mientras agitaba las riendas y ponía en marcha los caballos.
– Una loca pelirroja calada hasta los huesos me tiró al suelo.
– Oh -ella tragó saliva, algo incómoda, y miró hacia un lado, donde vio cómo el pueblo de Bellfield desfilaba ante sus ojos-. Discúlpeme. No era yo.