– ¿De veras? Yo juraría que fue tal y como es.
– ¿Cómo dice?
Él sonrió.
– ¿Se ha fijado en que, cuando no sabe qué decir, siempre dice: «Cómo dice»?
Ellie se quedó inmóvil un segundo antes de decir:
– ¿Cómo dice?
– No se suele quedar sin palabras, ¿verdad? -no le dio tiempo a responder y añadió-: Aturdiría es bastante divertido.
– No me está aturdiendo.
– ¿No? -preguntó él entre dientes al tiempo que le acariciaba la comisura de los labios con el dedo-. Entonces, ¿por qué le tiemblan los labios como si se muriera de ganas de decir algo, pero no supiera cómo decirlo?
– Sé exactamente lo que quiero decir, serpiente endiablada.
– Retiro lo dicho -dijo él, con una sonrisa-. Evidentemente, tiene un control absoluto de su extenso vocabulario.
– ¿Por qué todo tiene que ser un juego para usted?
– ¿Por qué no? -respondió él.
– Porque… Porque… -las palabras de Ellie quedaron en el aire cuando se dio cuenta de que no tenía una respuesta.
– Porque ¿qué? -insistió él.
– Porque el matrimonio es algo serio -dijo ella de repente-. Muy serio.
La respuesta de él también fue ágil y en voz baja:
– Créame, nadie lo sabe mejor que yo. Si decidiera no casarse conmigo, me quedaría con un montón de piedras y sin un céntimo para mantener esta casa.
– Wycombe Abbey merece una mejor descripción que «montón de piedras» -dijo Ellie, de forma automática. Siempre había admirado la buena arquitectura, y Wycombe Abbey era uno de los edificios más bonitos de la zona.
Él le lanzó una mirada fulminante:
– Será, literalmente, un montón de piedras si no tengo el dinero para mantenerla.
Ellie tenía la sensación de que la estaba advirtiendo. No le haría ninguna gracia si ahora decidía no casarse con él. No dudaba que el conde podría hacerle la vida imposible si lo plantaba en el altar y sabía que el rencor bastaría para que se dedicara en cuerpo y alma a arruinarle la vida.
– No tiene de qué preocuparse -dijo ella muy seca-. Nunca he faltado a mi palabra y no pretendo empezar a hacerlo ahora.
– Me tranquiliza, milady.
Ellie frunció el ceño. No parecía tranquilo. Parecía satisfecho consigo mismo. Estaba pensando por qué aquello la perturbaba tanto cuando él volvió a hablar:
– Debería saber algo sobre mí, Eleanor.
Ella se volvió hacia él con los ojos muy abiertos.
– Puede que me tome la vida como un juego, pero, cuando quiero, puedo llegar a ponerme muy serio.
– ¿Cómo dice? -respondió ella, y enseguida se mordió la lengua por repetirse.
– Soy el peor enemigo.
Ella se separó un poco.
– ¿Me está amenazando?
– ¿A mi futura mujer? -respondió él de forma insulsa-. Claro que no.
– Creo que me está amenazando. Y creo que no me gusta.
– ¿De veras? -preguntó él arrastrando las palabras-. ¿Eso piensa?
– Pienso -respondió ella- que lo prefería cuando estaba ebrio.
Él se rió.
– Era más fácil de manejar. No le gusta no tener el control de la situación.
– ¿Y a usted sí?
– En ese aspecto, somos iguales. Creo que encajaremos a la perfección como marido y mujer.
Ella lo miró con incredulidad.
– Eso o nos mataremos en el proceso.
– Es una posibilidad -dijo él mientras se frotaba la barbilla pensativo-. Esperemos que no desenterremos las hachas.
– ¿De qué diantres habla? Él sonrió muy despacio.
– Me consideran un buen tirador. ¿Y usted?
Ella se quedó boquiabierta. Estaba tan sorprendida que no pudo evitar decir:
– ¿Cómo dice?
– Era una broma, Eleanor.
Ella cerró la boca.
– Por supuesto -dijo, con la voz algo tensa-. Ya lo sabía.
– Claro.
Ellie notó una presión en su interior, una extraña frustración por el hecho de que ese hombre pudiera dejarla sin habla más de una vez.
– Yo no soy demasiado buena tiradora -respondió ella con una tensa sonrisa en la cara-, pero soy un prodigio con los cuchillos.
Charles emitió un ruido ahogado y tuvo que taparse la boca con la mano.
– Y soy muy silenciosa al andar. -Ellie se inclinó hacia delante y la sonrisa fue adquiriendo picardía mientras volvía a recuperar el ingenio-. Será mejor que cierre la puerta de su habitación por la noche.
Él también se inclinó hacia delante, con los ojos brillantes.
– Pero, querida, mi único propósito en la vida es asegurarme de que su puerta esté abierta por la noche. Cada noche.
Ellie empezó a estar acalorada.
– Me prometió…
– Y usted me prometió -dijo, mientras se acercaba hasta que sus narices se rozaron- que me dejaría intentar seducirla cuando quisiera.
– ¡Por el amor de San Pedro! -exclamó, con tanto desdén que Charles retrocedió confuso-. Es la colección de palabras más alocada que he oído en la vida.
Él parpadeó.
– ¿Me está insultando?
– Bueno, le aseguro que no era un cumplido -respondió ella, seca-. Dejarle que intente seducirme. ¡Por favor! Le prometí que podría intentarlo. Jamás dije que le dejaría hacer nada.
– Nunca he tenido tantos problemas para seducir a una mujer.
– Le creo.
– Y menos a una con la que he aceptado casarme. -Tenía la impresión de que era la única que ostentaba ese dudoso honor.
– Mire, Eleanor -dijo él, con un toque de impaciencia en la voz-. Necesita este matrimonio tanto como yo. Y no intente decirme que no. Ya he conocido a la señora Foxglove. Sé lo que la está esperando en casa.
Ellie suspiró. El conde sabía el aprieto en el que estaba. La señora Foxglove y sus interminables críticas se habían encargado de ello.
– Además -añadió él algo irritado-, ¿qué quiere decir con que me cree cuando digo que nunca he tenido tantos problemas para seducir a una mujer?
Ella lo miró como si fuera estúpido.
– Exactamente eso. Que le creo. Debe saber que es un hombre muy apuesto.
Por lo visto, él no supo qué responder. A ella le encantó haberlo dejado sin palabras al menos una vez. Continuó:
– Y es bastante encantador.
Él sonrió.
– ¿Eso cree?
– Demasiado encantador -añadió ella mientras entrecerraba los ojos-, lo que dificulta descubrir la diferencia entre sus cumplidos y sus adulaciones.
– Asuma que son todo cumplidos -respondió él agitando la mano en el aire-, y así los dos seremos más felices.
– Usted será más feliz -respondió ella.
– Y usted también. Confíe en mí.
– ¿Confiar en usted? ¡Ja! Puede que eso le funcionara con sus estúpidas amiguitas de Londres, que sólo se preocupan por el color de las cintas del pelo, pero yo estoy hecha de una pasta más fuerte y más inteligente.
– Lo sé -respondió él-. Por eso me caso con usted.
– ¿Me está diciendo que he demostrado mi inteligencia superior con mi habilidad para resistirme a sus encantos? -Ellie empezó a reírse-. Qué maravilla. La única mujer lo suficientemente inteligente para ser su condesa es la que puede ver a través de su capa superficial de donjuán.
– Algo así -murmuró Charles, que no le gustó cómo ella había tergiversado sus palabras, pero que era incapaz de volver a tergiversarlas a su favor.
Ellie se estaba riendo a carcajadas y a él no le hacía ninguna gracia.
– Basta -le dijo-. ¡Pare!
– No puedo -dijo ella mientras intentaba respirar-. Es que no puedo.
– Eleanor, se lo diré por última vez…
Ella se volvió para responderle y miró al camino antes de llegar a su cara.
– ¡Por el amor de Dios! ¡Mire a la carretera!
– Ya miro la…
Lo que fuera a decir quedó en el aire cuando el carruaje atravesó un surco especialmente grande, cayó de lado y lanzó a los dos pasajeros al suelo.