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CAPITULO 05

Charles gruñó cuando impactó con el suelo, sintiendo el golpe en cada hueso, cada músculo y cada pelo de su cuerpo.

Medio segundo después, Ellie cayó encima de él y pareció un saco de patatas con muy buena puntería.

El cerró los ojos y se preguntó si algún día podría tener hijos, incluso si algún día querría intentarlo.

– ¡Ay! -exclamó ella mientras se frotaba el hombro.

A él le habría gustado responder, preferiblemente con algo sarcástico, pero no podía hablar. Le dolían tanto las costillas que estaba convencido de que se le romperían si intentaba decir algo. Después de lo que pareció una eternidad, ella rodó y se apartó, aunque antes su pequeño y puntiagudo codo localizó el tierno hueco debajo del riñón izquierdo.

– No puedo creer que no viera el surco -dijo Ellie, con una mirada altanera, incluso sentada en el suelo.

Charles se planteó estrangularla. Se planteó ponerle un bozal. Incluso se planteó besarla para borrarle esa molesta expresión de la cara, pero, al final, se quedó en el suelo intentando recuperar la respiración.

– Incluso yo podría haber conducido el coche mejor que usted -continuó ella mientras se levantaba y se sacudía el polvo del vestido-. Espero que no haya roto la rueda. Repararlas es muy caro y quien se encarga de ello en Bellfield se pasa más horas ebrio que sobrio. Podría ir hasta Faversham, claro, pero no se lo recomiendo…

Charles emitió un gruñido agonizante a pesar de que no sabía qué le dolía más: las costillas, la cabeza o el sermón de Ellie.

Ella se agachó a su lado, con la preocupación reflejada en la cara.

– No está herido, ¿verdad?

Él consiguió separar los labios y enseñar los dientes, aunque sólo el más optimista del mundo hubiera descrito aquello como una sonrisa.

– Estoy mejor que nunca -dijo con voz ronca.

– ¡Está herido! -exclamó Ellie.

– No demasiado -consiguió decir él-. Sólo las costillas, la espalda y el… -empezó a toser.

– Madre mía -dijo ella-. Lo siento mucho. ¿Le he cortado la respiración cuando he caído encima de usted?

– Me la ha cortado hasta dentro de unos años.

Ellie frunció el ceño mientras le tocaba la frente con la mano.

– Su voz no pinta nada bien. ¿Tiene fiebre?

– Por Dios, Eleanor, no tengo fiebre.

Ella apartó la mano y murmuró:

– Al menos, no ha perdido su amplio y variado vocabulario.

Con la voz emergiendo en forma de doloroso suspiro, Charles dijo:

– ¿Por qué siempre que estoy cerca de usted acabo lesionado?

– ¡Cuidado con lo que dice! -exclamó Ellie-. No ha sido culpa mía. Yo no conducía. Y le aseguro que no tuve nada que ver con que se cayera de un árbol.

Charles no se molestó en responder. El único sonido que emitió fue un gemido cuando intentó incorporarse.

– Al menos, deje que le mire las heridas -dijo ella.

Él le lanzó una mirada de reojo que olía a sarcasmo.

– ¡Perfecto! -gritó ella, al tiempo que se levantaba y agitaba los brazos en el aire-. Cuídese usted mismo, entonces. Espero que la vuelta a casa sea maravillosa. ¿Qué son? ¿Diez, quince kilómetros?

Él se acarició la cabeza, que empezaba a latirle con fuerza.

– Seguro que lo disfruta mucho -continuó ella-. Sobre todo con ese tobillo.

Charles se apretó las sienes con más fuerza, con la esperanza de que la presión aminoraría el dolor.

– Creo que tiene una vena vengativa de un kilómetro de ancha -murmuró él.

– Soy la persona menos vengativa del mundo -dijo ella mientras se sorbía la nariz-. Y, si no está de acuerdo, entonces quizá no debería casarse conmigo.

– Se casará conmigo -gruñó él-, aunque tenga que arrastrarla hasta el altar atada y amordazada.

Ellie sonrió sardónicamente.

– Podría intentarlo -se burló-, pero en su condición no podría arrastrar ni a una pulga.

– Y dice que no es vengativa.

– Por lo visto, empieza a gustarme.

Charles se agarró la parte posterior de la cabeza, porque notaba como si alguien le estuviera clavando agujas largas y oxidadas. Hizo una mueca de dolor y dijo:

– No diga nada. Ni una palabra más. Ni una… -gritó cuando sintió otra punzada de dolor- maldita palabra más.

Ellie, que ni siquiera sabía que Charles tenía dolor de cabeza, interpretó que aquellas palabras significaban que él creía que era intrascendente, estúpida y molesta. Irguió la espalda, apretó los dientes y apretó los puños casi sin querer.

– No he hecho nada para merecer este trato -dijo con voz altanera. Y luego, con un sonoro «Uff», se volvió y empezó a caminar hacia su casa.

Charles levantó la cabeza lo suficiente para verla alejarse, suspiró y se desmayó.

– Esa serpiente despiadada -murmuró Ellie para sí misma-. Si piensa que voy a casarme con él ahora… ¡Es peor que la señora Foxglove! -arrugó la frente y se dijo que no era apropiado empezar a mentirse a los veintitrés años, así que añadió-. Bueno, casi.

Siguió caminando unos metros más y luego se agachó cuando algo brillante le llamó la atención. Parecía una especie de tornillo metálico. Lo cogió, lo sostuvo en la palma de la mano unos segundos y luego se lo guardó en el bolsillo. Un chico de la parroquia de su padre adoraba esas baratijas. Quizá podría dárselo el próximo día que fuera a misa.

Ellie suspiró. Tendría tiempo de sobra para darle el tornillo a Tommy Beechcombe. Por lo visto, seguiría en casa de su padre durante un tiempo. Quizá incluso podría empezar a practicar las técnicas de deshollinador esa misma tarde.

El conde de Billington había aportado cierta dosis de emoción a su vida, pero ahora estaba claro que no se llevarían tan bien. Sin embargo, se sentía ligeramente culpable por dejarlo allí tendido en la cuneta del camino. No es que no se lo mereciera, pero Ellie siempre intentaba ser caritativa y…

Meneó la cabeza y puso los ojos en blanco. Echar un vistazo no la mataría. Sólo para comprobar que estaba bien.

Se volvió, pero vio que había bajado una pequeña colina y que no podía verlo. Suspiró con fuerza y regresó sobre sus pasos.

– Esto no significa que te preocupes por él -se dijo-. Sólo significa que eres una mujer buena e íntegra, una mujer que no abandona a nadie, por rudos y viles que sean… -se permitió dibujar una pequeña sonrisa-, y aunque sean incapaces de mirar por el bien de… ¡Dios mío!

Lo vio tirado donde lo había dejado, y parecía muerto.

– ¡Charles! -gritó ella, mientras se levantaba la falda y echaba a correr hacia él. Tropezó con una roca, cayó a su lado y le golpeó el costado con una rodilla.

Él gruñó. Ellie soltó el aire que no sabía que había estado conteniendo. No se había creído que estuviera muerto, pero es que estaba tan quieto.

– ¿Dónde están las sales cuando una más las necesita? -murmuró. La señora Foxglove siempre agitaba pestilentes pociones a la mínima provocación-. No, no tengo ninguna vinagreta -le dijo al inconsciente conde-. Nunca nadie se me había desmayado.

Miró a su alrededor, buscando algo para reanimarlo, y vio una pequeña petaca que debía de haberse caído del carruaje. La cogió, desenroscó el tapón y olió le contenido.

– Madre mía -dijo mientras alejaba la petaca y agitaba la mano delante de la nariz. El aire se llenó del intenso aroma del whisky. Ellie se preguntó si todavía sería del día que se había caído del árbol. Hoy no había bebido, estaba segura. Lo habría notado y, además, no le parecía de los que abusaban del alcohol de forma regular.

Bajó la mirada hasta el hombre con el que estaba pensando casarse. Incluso inconsciente, tenía un aire de poder decidido. No, no necesitaría el alcohol para aumentar su autoestima.

– Bueno -dijo ella en voz alta-, supongo que, al menos, puedo utilizarlo para despertarle -sujetó la petaca y se la colocó debajo de la nariz.