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– ¿Qué decía?

Ellie no dijo nada, sólo parpadeó.

– Entonces, debo asumir que sólo quería pedirme que siguiera -la sonrisa se volvió lobezna antes de tomarle la barbilla y recorrerle la línea de la mandíbula con los labios.

– ¡No! -exclamó Ellie, movida de repente por un mortificador sentido de la urgencia-. No es lo que quería decir.

– ¿Ah, no? -bromeó él.

– Quería decir que estamos en mitad de un camino público y…

– Y teme por su reputación -concluyó él.

– Y por la suya, así que no intente hacerme quedar como una mojigata.

– No tengo ninguna intención de hacerlo, cariño.

Ellie retrocedió ante el cariñoso apelativo, perdió el equilibrio y acabó espatarrada en el suelo. Se mordió el labio para no decir algo de lo que después podría arrepentirse.

– ¿Por qué no nos vamos a casa? -dijo como si nada.

– Una idea excelente -respondió Charles, mientras se levantaba y le ofrecía la mano. Ella la aceptó y dejó que la ayudara a levantarse, aunque sospechaba que ese gesto le dolía. Al fin y al cabo, todo hombre tiene su orgullo y Ellie sospechaba que el de los Wycombe superaba a la media.

Tardaron unos diez minutos en llegar a casa del vicario. Ellie se aseguró de que la conversación girara en torno a temas estrictamente neutrales, como literatura, cocina francesa y, aunque hizo una mueca ante la banalidad del asunto cuando lo sacó a relucir, el tiempo. Charles parecía bastante contento durante la conversación, como si supiera exactamente lo que ella estaba haciendo. No, peor. La sonrisa irónica era un poco benevolente, como si la estuviera dejando hablar de truenos y cosas así.

A Ellie no le gustaba demasiado la mirada petulante de Charles, pero tenía que admitir que la impresionaba que pudiera mantener esa expresión mientras cojeaba, se frotaba la cabeza y, ocasionalmente, se agarraba las costillas.

Cuando vieron la casa, Ellie se volvió hacia él y dijo:

– Mi padre ya ha vuelto.

Él arqueó las cejas.

– ¿Cómo lo sabes?

– La vela del despacho está encendida. Estará trabajando en su próximo sermón.

– ¿Ya? Todavía faltan días para el domingo. Recuerdo que nuestro vicario se pasaba las noches de los sábados escribiendo el sermón. Solía venir a Wycombe Abbey en busca de inspiración.

– ¿En serio? -preguntó Ellie con una sonrisa-. ¿Tan inspirador le resultaba? No tenía ni idea de que hubiera sido un niño tan angelical.

– Me temo que era todo lo contrario. Le gustaba estudiarme y luego escogía cuál de mis pecados serviría como tema principal del próximo sermón.

– Pobre -respondió Ellie, reprimiendo una sonrisa-. ¿Cómo lo soportaba?

– Es peor de lo que cree. También era mi tutor de latín y me daba clases tres días a la semana. Decía que había venido a la tierra a torturarlo.

– Parece un comentario muy irreverente para un vicario.

Charles se encogió de hombros.

– También le gustaba mucho la bebida.

Ellie alargó el brazo para abrir la puerta, pero antes de que la mano agarrara el pomo, Charles la detuvo con la mano. Cuando ella lo miró, él dijo en voz baja:

– ¿Puedo hablar con usted un segundo antes de conocer a su padre?

– Claro -respondió ella mientras se separaba de la puerta.

Charles tenía los músculos de la cara tensos cuando dijo:

– Sigue decidida a casarse conmigo pasado mañana, ¿verdad?

De repente, el mundo de Ellie empezó a dar vueltas. Charles, que se había mostrado tan firme respecto a que mantuviera su promesa, parecía que le estaba ofreciendo una vía de escape. Podía echarse a llorar, desdecirse de sus palabras…

– Eleanor -insistió él.

Ella tragó saliva y pensó en lo aburrida que era su vida. La idea de casarse con un extraño la aterraba, pero no tanto como una vida de aburrimiento. No, sería peor que eso. Una vida de aburrimiento llena de encontronazos con la señora Foxglove. Aunque el conde tuviera defectos, y Ellie sospechaba que tendría algunos, en el fondo sabía que no era un hombre débil o malo. Seguro que podría ser feliz a su lado.

Charles le acarició un hombro y ella asintió. Ellie habría jurado que vio cómo relajaba los hombros, pero, al cabo de unos instantes, recuperó la máscara del elegante y joven conde.

– ¿Está listo para entrar? -le preguntó ella.

Él asintió, Ellie abrió la puerta y exclamó:

– ¿Papá? -al cabo de un instante de silencio, dijo-: Iré a buscarlo al despacho.

Charles esperó y, a los pocos segundos, Ellie regresó seguida por un hombre de aspecto severo y pelo canoso y fino.

– La señora Foxglove ha tenido que volver a su casa -dijo Ellie, dibujando una sonrisa secreta a Charles-, pero le presento a mi padre, el revendo Lyndon. Papá, él es Charles Wycombe, el conde de Billington.

Los dos hombres se dieron la mano, en silencio, observándose mutuamente. Charles se dijo que el reverendo parecía demasiado rígido y severo para haber engendrado a una hija tan extrovertida como Eleanor. Pero, a juzgar por cómo lo miraba, vio que él tampoco estaba a la altura del yerno ideal.

Intercambiaron unas palabras educadas, se sentaron y, cuando Ellie se hubo ido a preparar un poco de té, el reverendo se volvió hacia Charles y dijo:

– La mayoría de los hombres aprobarían a su futuro yerno por el mero hecho de que fuera conde. Yo no soy de ésos.

– Ya lo imaginaba, señor Lyndon. Está claro que a Eleanor la ha educado un hombre con una moral más severa. -Charles pretendía que aquellas palabras sirvieran para tranquilizar al reverendo, pero, después de pronunciarlas, se dio cuenta de que le habían salido del alma. Eleanor Lyndon nunca había dado señales de dejarse cegar por su título o su riqueza. De hecho, parecía mucho más interesada en sus trescientas libras que en la enorme fortuna de su futuro marido.

El reverendo se inclinó hacia delante y entrecerró los ojos como si quisiera saber hasta qué punto llegaba la sinceridad de las palabras del conde.

– No intentaré evitar el matrimonio -dijo muy despacio-. Ya lo intenté una vez, con mi hija mayor, y las consecuencias fueron desastrosas. Pero le diré una cosa: si maltrata a Eleanor de cualquier forma, lo perseguiré con todo el fuego infernal y el tormento que pueda reunir.

Charles no pudo evitar que sus labios dibujaran una respetuosa sonrisa. Suponía que el reverendo podía reunir bastante fuego infernal y tormento.

– Tiene mi palabra de que trataré a Eleanor como a una reina.

– Una cosa más.

– Diga.

El reverendo se aclaró la garganta.

– ¿Le gusta beber?

Charles parpadeó, algo desconcertado por la pregunta.

– Me tomo una copa cuando la ocasión lo merece, pero no me paso el día y la noche bebiendo, si es lo que quiere saber.

– Entonces quizá pueda explicarme por qué apesta a whisky.

El conde reprimió la absurda necesidad de reírse y le explicó lo que había pasado esa tarde y cómo Ellie le había derramado, accidentalmente, todo el whisky por encima.

El señor Lyndon se reclinó en la silla, satisfecho. No sonrió, pero Charles dudaba que ese hombre sonriera a menudo.

– Perfecto -dijo el reverendo-, ahora que ya nos entendemos, permita que sea el primero en darle la bienvenida a la familia.

– Es un honor formar parte de ella.

El reverendo asintió.

– Si a usted le parece bien, quisiera oficiar la ceremonia.

– Por supuesto.

Ellie escogió ese momento para entrar en el salón con el servicio de té.

– Eleanor -dijo su padre-, he decidido que el conde será un buen marido para ti.

Ella soltó el aire que no sabía que había estado conteniendo. Tenía la aprobación de su padre, algo que significaba más de lo que se imaginaba hasta ese momento. Ahora sólo tenía que casarse.

Casarse. Tragó saliva. Que Dios la ayudara.

CAPITULO 06