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Había intuido que Ellie querría estar un rato a solas para deshacer el equipaje y acostumbrarse a su nuevo hogar. De modo que había ido a su despacho intentando convencerse de que tenía muchos asuntos que resolver. Las responsabilidades derivadas de la administración de un condado, si se querían hacer de forma decente, conllevaban mucho tiempo. Podría avanzar algo de trabajo en el despacho y sacarse de encima algunos asuntos que había ido amontonando en la mesa durante esos últimos días. Se ocuparía de sus cosas mientras Ellie se ocupaba de las suyas y…

Soltó un sonoro suspiro mientras intentaba con todas sus fuerzas ignorar el hecho de que todo su cuerpo estaba tenso de deseo por su mujer.

Pero no lo consiguió.

Ciertamente, no esperaba desearla tanto. Sabía que se sentía traído por ella; era uno de los motivos por los cuales le había pedido que se casara con él. Siempre se había considerado un hombre sensato y casarse con una mujer que no le despertara ninguna emoción no tenía demasiado sentido.

Sin embargo, esas medias sonrisas de ella tenían algo que lo volvían loco, como si tuviera un secreto que no quisiera confesar. Y el pelo… Sabía que ella odiaba el color, pero él sólo quería acariciarlo y…

Los pies le resbalaron de la mesa y la silla cayó al suelo con un golpe seco. ¿Hasta dónde le llegaría el pelo a su mujer? Parecía un dato que un marido debería conocer.

Se lo imaginó por las rodillas, agitándose de un lado a otro mientras caminaba. «Me parece que no», pensó. El sombrero que llevaba no era tan grande.

Luego se lo imaginó por la cintura, acariciándole el ombligo y ondulándose encima de la curva de la cadera. Meneó la cabeza. No, aquello tampoco le convencía. Ellie, ¡Dios, cómo le gustaba ese nombre!, no parecía de las que tenían la paciencia suficiente como para cuidar un pelo tan largo.

Quizá le llegaba hasta la curva de los pechos. Se lo imaginaba recogido detrás de un hombro mientras una cascada de pelo rojizo dorado le cubría un pecho y el otro quedaba al descubierto…

Se golpeó la cabeza con el talón de la mano, como si así pudiera eliminar esa imagen de su cabeza. «Demonios», pensó con irritación. No quería eliminarla. Quería enviarla volando por la sala y la ventana. Esa línea de pensamiento no contribuía a rebajar la tensión de su cuerpo.

Necesitaba pasar a la acción. Cuanto antes sedujera a Ellie y se la llevara a la cama, antes terminaría esa locura que le alteraba la sangre y antes podría volver a la rutina de su vida.

Sacó una hoja de papel y, en la parte superior, escribió:

PARA SEDUCIR A ELLIE

Utilizó las mayúsculas sin pensar, aunque luego decidió que debía de ser una señal de la urgencia con que necesitaba poseerla.

Tamborileó los dedos índice y corazón contra la sien mientras pensaba y, al final, escribió:

1. Flores. A todas las mujeres les gustan las flores.

2. Una clase de natación. Tendrá que quedarse con poca ropa. Objeción: hace frío y el tiempo seguirá así varios meses.

3. Vestidos. Le ha gustado el vestido verde y ha comentado que todos sus vestidos son oscuros y prácticos. Como condesa, necesitará ropa adecuada, así que este punto no supone ningún gasto adicional.

4. Halagar su visión para los negocios. Los halagos típicos seguramente no funcionen con ella.

5. Besarla.

De todos los puntos de la lista, Charles prefería la quinta opción, pero le preocupaba que besarla sólo intensificara el estado de frustración que ya sentía. No estaba seguro de poder seducirla con sólo un beso; seguramente necesitaría repetidos intentos durante varios días.

Y eso significaría varios días de una incómoda tensión para él. El último beso que le había dado lo había dejado hambriento de deseo y, varias horas después, todavía sentía el dolor de la necesidad insatisfecha.

Sin embargo, las otras opciones no eran viables en esos momentos. Era demasiado tarde para ir al invernadero a buscar un ramo de flores, y hacía demasiado frío para ir a nadar. Un vestuario completo requería un viaje a Londres y un halago hacia su visión por los negocios…, bueno, sería complicado antes de haber podido comprobarla, y Ellie era demasiado lista para no darse cuenta de cuándo un halago era falso.

«No -pensó con una sonrisa-. Tendrá que ser un beso.»

CAPITULO 07

Ellie miró su nueva habitación y se preguntó cómo diantres iba a poder hacer suyo ese espacio imposible. Todo en la habitación reflejaba fortuna. Fortuna antigua. Dudaba que hubiera algún mueble de menos de doscientos años. La habitación de la condesa estaba muy decorada y era pretenciosa, y Ellie se sentía tan en casa como en el castillo de Windsor.

Se acercó al baúl abierto y buscó algo que le sirviera para transformar la habitación en un espacio más familiar y cálido. Tocó el retrato de su madre. Eso sería un buen inicio. Cruzó la habitación hasta la cómoda y colocó el retrato, de espaldas a la ventana para que la luz natural no lo estropeara.

– Perfecto -dijo con suavidad-. Aquí estarás muy bien. No te fijes en todas estas adustas ancianas que te miran. -Ellie miró las paredes, que estaban llenas de condesas anteriores, aunque ninguna parecía demasiado amable-. Vosotras desapareceréis mañana -murmuró, sin sentirse estúpida por estar hablando con las paredes-. Esta noche podré soportarlo.

Cruzó la habitación hasta el baúl para seguir buscando objetos familiares. Estaba rebuscando entre sus cosas cuando alguien llamó a la puerta.

Billington. Tenía que ser él. Su hermana le había dicho que los criados nunca llamaban a la puerta. Ella tragó saliva y dijo:

– Adelante.

La puerta se abrió y apareció el que hacía menos de veinticuatro horas que era su marido. Iba vestido de forma informal, puesto que se había quitado la chaqueta y la corbata. Ellie no pudo apartar la mirada del pequeño trozo de piel que asomaba por encima del cuello de la camisa desabrochado.

– Buenas noches -dijo Charles.

Ellie lo miró a los ojos.

– Buenas noches -ya estaba; había sonado como si lo dijera alguien a quien la cercanía de Charles no lo alterara. Por desgracia, tenía la sensación de que él veía más allá de su alegre voz y su amplia sonrisa.

– ¿Te estás instalando? ¿Todo bien? -preguntó él.

– Sí, muy bien -ella suspiró-. Bueno, de hecho, no tan bien.

Él arqueó una ceja.

– Esta habitación intimida -le explicó ella. -La mía está al otro lado de esa puerta. Serás bienvenida a instalarte allí, si quieres.

Ella se quedó boquiabierta.

– ¿Hay una puerta que conecta con tu habitación?

– ¿No lo sabías?

– No, pensaba que… Bueno, en realidad no he pensado dónde llevaban todas estas puertas.

Charles cruzó la habitación y empezó a abrir puertas.

– Baño. Vestidor. Armario -se dirigió hacia la única puerta que había en la pared este de la habitación y la abrió-. Y voila, la habitación del conde.

Ellie contuvo la urgencia de soltar una risotada nerviosa.

– Imagino que muchos condes y condesas prefieren las habitaciones contiguas.

– En realidad, no tantos -dijo él-. Las relaciones entre mis antepasados eran tempestuosas. La mayoría de los condes y condesas de Billington se detestaban a muerte.

– Madre mía -suspiró Ellie-. Qué alentador.

– Y los que no… -Charles hizo una pausa para poner énfasis en sus palabras y dibujar una sonrisa salvaje-. Bueno, estaban tan perdidamente enamorados que tener habitaciones y camas separadas era algo impensable.

– Imagino que ninguno encontró el término medio, ¿verdad?

– Sólo mis padres -respondió él mientras se encogía de hombros-. Mi madre tenía sus acuarelas, y mi padre, sus perros de caza. Y siempre tenían una palabra amable para el otro cuando sus caminos se cruzaban, que no era demasiado a menudo, claro.