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– Claro -repitió Ellie.

– Obviamente, está claro que se encontraron como mínimo una vez -añadió Charles-. Mi existencia es la prueba irrefutable.

– Por todos los santos, mira qué desgastado está el damasco -dijo ella en voz alta mientras se acercaba para tocar una otomana.

Charles sonrió ante el descarado cambio de tema.

Ellie avanzó y se asomó por la puerta. La habitación de Charles estaba decorada con menos pompa y opulencia que la suya y le gustaba mucho más.

– Tu decoración es muy bonita -dijo.

– La reformé hace varios años. Creo que la última vez que alguien hizo cambios en esta habitación fue mi bisabuelo. Tenía un gusto terrible.

Ellie se volvió hacia su habitación e hizo una mueca.

– Y su mujer también.

Charles se rió.

– Cambia y redecora lo que quieras.

– ¿De veras?

– Claro. ¿No se supone que es lo que hacen las esposas?

– No lo sé. Es la primera vez que lo soy.

– Yo tampoco he tenido ninguna antes -alargó el brazo, la tomó de la mano y le acarició la sensible palma con los dedos-. Y me alegro de tenerla.

– Te alegras de haber podido conservar tu fortuna -respondió ella, que sentía la imperiosa necesidad de mantener cierta distancia entre los dos.

Él le soltó la mano.

– Tienes razón.

A Ellie la sorprendió que lo admitiera cuando se había estado esforzando tanto por seducirla. El materialismo y la avaricia no formaban parte de los temas de conversación más apropiados para seducir a una mujer.

– Aunque también estoy muy contento de tenerte -continuó él con una voz desenfadada.

Ellie no dijo nada, pero, al final, no pudo más y estalló:

– Esto es terriblemente incómodo.

Charles se quedó inmóvil.

– ¿El qué? -le preguntó con cautela.

– Esto. Apenas te conozco. No sé… No sé cómo comportarme en tu presencia.

Él sabía perfectamente cómo quería que se comportara, pero eso implicaba que Ellie se quitara toda la ropa y tenía la ligera idea de que a ella no le haría demasiada gracia.

– Cuando nos conocimos no parecías tener ningún problema siendo la chica rotunda y divertida que eres -dijo él-. Me resultó de lo más refrescante.

– Sí, pero ahora estamos casados y quieres…

– ¿Seducirte? -dijo él.

Ella se sonrojó.

– ¿Es necesario decirlo en voz alta?

– No creo que sea un secreto, Ellie.

– Ya lo sé, pero…

Él le acarició la barbilla.

– ¿Qué ha sido de la explosiva mujer que me curó el tobillo, me magulló las costillas y no permitió ni una sola vez que dijera la última palabra?

– Esa mujer no estaba casada contigo -respondió Ellie-. No te pertenecía ante los ojos de Dios y de Inglaterra.

– ¿Y ante tus ojos?

– Me pertenezco a mí misma.

– Preferiría pensar que nos pertenecemos el uno al otro -reflexionó él-. Que somos uno.

A Ellie le pareció una bonita forma de expresarlo, pero igualmente dijo:

– Eso no cambia el hecho de que, legalmente, puedes hacer lo que quieras conmigo.

– Pero he prometido que no lo haré. No sin tu permiso -cuando ella no respondió, él añadió: -Creía que eso serviría para que te relajaras en mi presencia. Para que fueras tú misma.

Ellie digirió esas palabras. Tenían sentido, pero no tenían en cuenta que su corazón latía tres veces más deprisa cada vez que él le rozaba la barbilla o le acariciaba el pelo. Podía intentar ignorar la atracción que sentía por él cuando hablaban; las conversaciones con él eran tan agradables que le parecía que estaba hablando con un viejo amigo. Sin embargo, a menudo se quedaban callados y lo veía mirarla como un gato hambriento, y las entrañas se le encogían y…

Meneó la cabeza. Pensar en todo aquello no la estaba ayudando.

– ¿Te pasa algo? -preguntó Charles.

– ¡No! -respondió ella, con más ímpetu del que pretendía-. No -repitió, esta vez más tranquila-. Pero tengo que acabar de deshacer el equipaje, y estoy muy cansada, y estoy segura de que tú también.

– ¿Qué quieres decir?

Lo tomó por el brazo y lo llevó hasta su habitación.

– Que ha sido un día muy largo, y que seguro que los dos necesitamos descansar. Buenas noches.

– Buenas… -Charles maldijo entre dientes. La muy descarada le había cerrado la puerta en las narices.

Y ni siquiera había tenido la oportunidad de besarla. Seguro que, en algún lugar, alguien se estaba riendo a carcajadas.

Charles bajó la mirada hasta su puño cerrado y se dijo que, al menos, se sentiría mucho mejor si pudiera encontrar a ese «alguien» y darle un buen puñetazo.

Al día siguiente, Ellie se despertó temprano, como solía hacer, se puso su mejor vestido, aunque sospechaba que era demasiado viejo para la condesa de Billington, y se dispuso a explorar su nueva casa.

Charles le había dicho que podía redecorar la casa. Estaba muy emocionada ante la idea. Le entusiasmaba planear proyectos y alcanzar metas. No quería reformar toda la casa, porque le gustaba la idea de que este antiguo edificio reflejara los gustos de todas las generaciones de Wycombe. Sin embargo, sería bonito tener varias habitaciones que representaran el gusto de la actual generación de Wycombe.

«Eleanor Wycombe.» Pronunció su nombre varias veces y, al final, decidió que podría acostumbrarse a él. La parte que le costaría más sería la de ser la condesa de Billington.

Bajó las escaleras, cruzó el salón y entró en varias salas. Encontró la biblioteca, y emitió un suspiro de aprobación. Las paredes estabas forradas de libros desde el suelo hasta el techo, y los lomos de cuero brillaban bajo las primeras luces del día. Podría vivir noventa años y no podría leerlos todos.

Se acercó para leer algunos de los títulos. El primero fue: Infierno cristiano: el diablo, la tierra y la carne. Ellie sonrió y decidió que su marido no era el responsable de aquella compra.

Vio una puerta abierta en la pared oeste de la biblioteca y se acercó para curiosear. Se asomó y se dio cuenta de que debía de haber descubierto el despacho de Charles. Estaba limpio y ordenado, excepto la mesa, que estaba tan atestada de cosas que demostraba que su marido acudía allí con frecuencia.

Como tuvo la sensación de ser un poco una intrusa, retrocedió y regresó al salón. Al final, encontró el comedor informal. Allí estaba Helen Pallister, sorbiendo un té y con una tostada con mermelada en la mano. Ellie no pudo evitar fijarse en que la tostada estaba quemada.

– ¡Buenos días! -exclamó Helen mientras se ponía de pie-. Te has levantado muy temprano. Nunca había tenido el placer de tener compañía durante el desayuno. Nadie de esta casa madruga tanto como yo.

– ¿Ni siquiera Judith?

Helen se rió.

– Judith sólo se levanta pronto los días que no tiene clase. Los días como hoy, la institutriz casi tiene que echarle un cubo de agua fría en la cabeza para sacarla de la cama.

Ellie sonrió.

– Una chica lista. Yo también he intentado seguir durmiendo después del amanecer, pero nunca lo consigo.

– A mí me pasa lo mismo. Claire dice que soy una bárbara.

– Mi hermana me decía lo mismo.

– ¿Charles está despierto? -preguntó Helen mientras alargaba la mano para coger otra taza de té-. ¿Quieres?

– Por favor. Con leche y sin azúcar, gracias. -Ellie observó cómo Helen le servía el té y luego dijo-: Charles todavía está en la cama.

No estaba segura de si su nuevo marido había compartido con su prima la auténtica naturaleza de su matrimonio, pero ella no tenía la confianza suficiente para hacerlo. Ni creía que tuviera que hacerlo.

– ¿Te apetece una tostada? -le preguntó Helen-. Tenemos dos mermeladas de cítricos distintas y tres de frutas dulces.