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Ellie vio las migas oscuras que había en el plato de Helen.

– No, pero gracias.

Helen sujetó la tostada en el aire y dijo:

– No apetecen demasiado, ¿verdad?

– ¿No podríamos enseñarle a la cocinera a preparar una tostada decente?

Helen suspiró.

– El desayuno lo prepara el ama de llaves. El cocinero francés insiste en que la comida de la mañana no es digna de él. Y me temo que la señora Stubbs es demasiado vieja y testaruda para cambiar ahora. Insiste en que prepara las tostadas a la perfección

– Quizá es culpa del horno -sugirió Ellie-. ¿Lo ha revisado alguien?

– No tengo ni idea.

Con una oleada de determinación, Ellie echó la silla hacia atrás y se levantó.

– Vamos a echarle un vistazo.

Helen parpadeó varias veces antes de preguntar:

– ¿Quieres revisar el horno? ¿Tú?

– Llevo toda la vida cocinando para mi padre -le explicó Ellie-. Sé un par de cosas sobre hornos y cocinas.

Helen se levantó, pero su expresión era indecisa.

– ¿Seguro que quieres ir a la cocina? A la señora Stubbs no le hará ninguna gracia…, siempre dice que es antinatural que los nobles estén en el piso de abajo. Y monsieur Belmont se pone hecho una furia si sospecha que alguien ha tocado algo en su cocina.

Ellie la miró con amabilidad.

– Helen, creo que tenemos que recordar que es nuestra cocina, ¿no crees?

– Me parece que monsieur Belmont no compartirá ese criterio -respondió Helen, pero la siguió hasta el salón principal-. Es muy temperamental. Y la señora Stubbs también.

Ellie avanzó unos pasos más antes de darse cuenta de que no tenía ni idea de a dónde iba. Se volvió hacia Helen y dijo:

– ¿Podrías guiarme? Es difícil jugar a las cruzadas vengativas cuando uno no sabe dónde está Tierra Santa.

La mujer se rió y dijo:

– Sígueme.

Las dos avanzaron por un laberinto de pasillos y escaleras hasta que Ellie oyó el inequívoco ruido de la cocina al otro lado de la puerta que tenía delante.

– No sé tú, pero, en mi casa, la cocina estaba justo al lado del comedor. Y, si quieres mi opinión, era extremadamente cómodo.

– La cocina hace mucho ruido y desprende calor -explicó Helen-. Charles ha hecho lo que ha podido para mejorar la ventilación, pero sigue siendo asfixiante. Hace quinientos años, cuando construyeron Wycombe Abbey, el calor debía de ser insoportable. No culpo al primer conde por no querer recibir a sus invitados tan cerca de la cocina.

– Me lo imagino -murmuró Ellie, y entonces abrió la puerta y enseguida descubrió que el primer conde había sido muy inteligente. La cocina de Wycombe Abbey no tenía nada que ver con la pequeña cocina que ella había compartido con su padre y su hermana. Había innumerables cacharros colgados del techo y, en el centro de la cocina, había varias mesas de trabajo de madera, y contó hasta cuatro cocinas y tres hornos, incluyendo uno tipo colmena encastado dentro de una chimenea con el fuego abierto. A esa hora de la mañana no había mucha actividad, pero se preguntó cómo sería antes de una gran cena. Imaginó que sería un caos, con cada olla, sartén y utensilio en uso.

Había tres mujeres preparando comida en el extremo más lejano. Parecía que dos eran ayudantes de cocina, y estaban lavando y cortando carne. La otra mujer era un poco más mayor y tenía la cabeza dentro de un horno. Ellie supuso que sería la señora Stubbs.

Helen se aclaró la garganta y las dos chicas se volvieron hacia ella. La señora Stubbs se levantó demasiado deprisa y se golpeó la cabeza con el extremo del horno. Emitió un aullido de dolor, murmuró algo que Ellie estaba segura que a su padre no le habría gustado y se incorporo.

– Buenos días, señora Stubbs -dijo Helen-. Me gustaría presentarle a la nueva condesa.

La mujer hizo una reverencia, igual que las dos ayudantes.

– Milady -dijo.

– Seguro que querrá algo frío para el chichón -dijo Ellie enseguida, muy cómoda ahora que había conseguido algo que hacer. Avanzó hacia las chicas-. ¿Alguna de vosotras sería tan amable de enseñarme dónde guardáis el hielo?

Las chicas se quedaron inmóviles un segundo, hasta que una de ellas dijo:

– Iré a buscarlo y se lo traeré, milady.

Ellie se volvió hacia Helen con una sonrisa avergonzada.

– No estoy acostumbrada a que la gente me traiga las cosas.

Helen apretó los labios.

– Ya lo veo.

Ellie cruzó la cocina hasta donde estaba la señora Stubbs.

– Déjeme verlo.

– No, de verdad, no es nada -dijo rápidamente el ama de llaves-. No necesito…

Sin embargo, los dedos de Ellie ya habían encontrado el chichón. No era muy grande, pero seguro que le dolía.

– Claro que sí -dijo. Cogió un trapo que vio en una de las mesas, envolvió un trozo de hielo que una de las chicas le estaba ofreciendo y lo apretó contra el chichón del ama de llaves.

La señora Stubbs se quejó y, entre dientes, dijo:

– Está muy frío.

– Claro -respondió Ellie-. Es hielo -se volvió hacia Helen con una expresión exasperada, pero su nueva prima se estaba tapando la boca con una mano y parecía que estaba haciendo un gran esfuerzo por no reírse. Ellie abrió los ojos como platos y movió la barbilla hacia delante, en una petición de colaboración silenciosa.

Helen asintió, respiró hondo un par de veces para calmar la risa y dijo:

– Señora Stubbs, lady Billington ha venido a la cocina a revisar los hornos. El ama de llaves volvió la cabeza lentamente hacia Ellie.

– ¿Cómo dice?

– Esta mañana, no he podido evitar fijarme en que las tostadas estaban un poco quemadas -dijo la joven.

– A la señora Pallister le gustan así.

Helen se aclaró la garganta y dijo:

– En realidad, señora Stubbs, prefiero las tostadas menos quemadas.

– ¿Y por qué no lo ha dicho nunca?

– Lo hice. Y me dijo que, independientemente del tiempo que las tostara, salían así.

– Sólo puedo concluir -intervino Ellie- que el horno está estropeado. Y como tengo mucha experiencia con cocinas y hornos, he pensado que quizá podría echarle un vistazo.

– ¿Usted? -preguntó la señora Stubbs.

– ¿Usted? -preguntó la ayudante de cocina número uno (como Ellie la llamaba mentalmente).

– ¿Usted? -preguntó la ayudante de cocina número dos (por defecto, claro).

Las tres se quedaron atónitas. Ellie se dijo que el único motivo por el que Helen no estaba boquiabierta y había repetido la misma pregunta por cuarta vez era porque ya lo había hecho arriba, en el comedor.

Ellie frunció el ceño, apoyó las manos en las caderas y dijo:

– A diferencia de la opinión popular, es posible que, de vez en cuando, una condesa posea uno o dos talentos útiles. Incluso quizá alguna habilidad.

– Siempre me ha parecido que bordar era bastante útil -dijo Helen. Se volvió hacia el ennegrecido horno-. Y es una afición bastante limpia.

Ellie le lanzó una mirada fulminante y, entre dientes, susurró:

– No me estás ayudando.

Helen se encogió de hombros, sonrió y dijo:

– Creo que deberíamos dejar que la condesa echara un vistazo al horno.

– Gracias -dijo Ellie, con lo que le pareció que fue una gran dosis de dignidad y paciencia. Se volvió hacia la señora Stubbs y preguntó-: ¿Qué horno utiliza para hacer las tostadas?

– Ése -respondió el ama de llaves mientras señalaba el más sucio de todos-. Los otros son del franchuten. No los tocaría ni aunque me pagasen.

– Son importados de Francia -explicó Helen.

– Ah -dijo Ellie, que tenía la sensación de estar atrapada en un sueño muy extraño-. Bueno, estoy segura de que no se pueden comparar con nuestros robustos hornos ingleses -se acercó al horno, abrió la puerta y luego se volvió y dijo-: ¿Sabéis una cosa? Podríamos ahorrarnos muchos problemas si utilizáramos unas pinzas de tostar.