La señora Stubbs se cruzó de brazos y dijo:
– Jamás utilizaré esas cosas. No me fío.
Ellie no entendía de dónde procedía la desconfianza hacia esas pinzas, pero se dijo que no valía la pena insistir, así que se arremangó el vestido por encima de los tobillos, se arrodilló y metió la cabeza en el horno.
Charles llevaba varios minutos buscando a su nueva esposa y la búsqueda lo llevó, aunque pareciera improbable, hasta la cocina. Un lacayo le juró que, hacía una hora, había visto a Ellie y a Helen dirigirse hacia allí. Él no se lo creía, pero, en cualquier caso, decidió investigar. Ellie no era una condesa convencional, de modo que supuso que era posible que se hubiera propuesto presentarse al personal de la cocina.
No estaba preparado para la visión que captaron sus ojos. Su esposa estaba a cuatro patas con la cabeza… no, con medio torso metido dentro de un horno que Charles sospechaba que llevaba en Wycombe Abbey desde antes de los tiempos de Cromwell. Su reacción inicial fue de terror: la cabeza se le llenó de imágenes del pelo de Ellie en llamas. Sin embargo, Helen parecía tranquila, de modo que consiguió reprimir la necesidad de entrar en la cocina y poner a Ellie a salvo.
Retrocedió un poco para poder seguir observando sin que lo vieran. Ellie estaba diciendo algo, aunque más bien pareció un gruñido, y luego la oyó gritar:
– ¡La tengo! ¡La tengo!
Helen, la señora Stubbs y las dos ayudantes de cocina se acercaron, claramente maravilladas ante los progresos de Ellie.
– Maldición, no la tengo -dijo al final, en un tono que a Charles le pareció malhumorado.
– ¿Estás segura de que sabes lo que haces? -preguntó Helen.
– Completamente. Sólo tengo que mover esta rejilla. Está demasiado alta -empezó a tirar de algo que, obviamente, no cedía, puesto que cayó de culo varias veces-. ¿Cuándo fue la última vez que limpiaron este horno?
La señora Stubbs se tensó.
– El horno está todo lo limpio que tiene que estar.
Ellie murmuró algo que Charles no oyó y luego dijo:
– Ya está. Ya la tengo -sacó una rejilla chamuscada del horno y luego volvió a encajarla-. Ahora sólo tenemos que alejarla de la llama.
¿Llama? Charles se quedó helado. ¿Realmente estaba jugando con fuego?
– ¡Ya está! -Ellie retrocedió y cayó de culo una vez más-. Ahora debería funcionar bien.
Charles decidió que aquél era un buen momento para anunciar su presencia.
– Buenos días, esposa -dijo mientras entraba en la cocina con una actitud de tranquilidad fingida. Lo que Ellie no veía era que tenía las manos agarradas con fuerza detrás de la espalda. Era la única forma en que Charles podía evitar aferrarse a los hombros de Ellie y arrastrarla hasta la habitación para un buen sermón sobre la seguridad, o la poca seguridad, de la cocina.
– ¡Billington! -exclamó Ellie, sorprendida-. Estás despierto.
– Es obvio que sí.
Ella se levantó.
– Debo de tener un aspecto terrible.
Charles sacó un impoluto pañuelo blanco del bolsillo.
– Tienes un poco de hollín aquí -le limpió la mejilla izquierda- y aquí -le limpió la derecha, – y por supuesto también aquí -esta vez le limpió la nariz.
Ellie le quitó el pañuelo de las manos porque no le gustaba cómo arrastraba las palabras.
– No es necesario, milord -dijo-. Soy perfectamente capaz de limpiarme la cara.
– Imagino que querrás explicarme qué estabas haciendo dentro del horno. Te aseguro que tenemos comestibles suficientes en Wycombe Abbey, de modo que no tienes por qué ofrecerte como plato principal.
Ellie lo miró fijamente, porque no estaba segura de si le estaba tomando el pelo.
– Estaba arreglando el horno, milord.
– Tenemos criados que lo hacen.
– Está claro que no -respondió ella, irritada ante su tono-. Si no, no llevaríais diez años comiendo tostadas quemadas.
– Me gustan las tostadas quemadas -respondió él.
Helen tosió tan fuerte que la señora Stubbs tuvo que darle unas palmaditas en la espalda.
– Bueno, pues a mí no -dijo Ellie-, y a Helen tampoco, así que somos mayoría.
– Yo quiero las tostadas quemadas.
Todos se volvieron hacia la puerta, donde estaba Claire, de pie y con las manos en las caderas. A Ellie le pareció que la chica tenía una actitud bastante militar para tener sólo catorce años.
– Quiero el horno como antes -dijo la chica con firmeza-. Lo quiero todo como antes.
Ellie se entristeció. Estaba claro que su nueva prima no estaba demasiado contenta de su llegada.
– ¡Está bien! -dijo levantando las manos-. Volveré a poner la rejilla en su sitio.
Había recorrido medio camino hasta el horno cuando la mano de Charles la cogió por el cuello del vestido y la tiró hacia atrás.
– No volverás a repetir esa peligrosa operación -le dijo-. El horno se quedará como está.
– ¿Pensaba que te gustaban las tostadas quemadas?
– Me acostumbraré.
En ese justo momento, Ellie quiso echarse a reír, pero, por su propio bien, mantuvo la boca cerrada.
Charles lanzó una beligerante mirada a los demás ocupantes de la cocina.
– Me gustaría hablar a solas con mi mujer.
– Como nadie se movió, gritó-: ¡Ahora!
– Entonces, quizá deberíamos irnos nosotros -dijo Ellie-. En definitiva, la señora Stubbs y las chicas trabajan aquí y nosotros no.
– Pues hace unos minutos, hacías una muy buena imitación de alguien que trabaja aquí -gruñó él, que de repente parecía más petulante que enfadado.
Ellie lo miró con la boca abierta.
– Eres el hombre más extraño y terco que he conocido en mi vida.
– Yo no meto la cabeza en un horno -respondió él.
– ¡Y yo no como tostadas quemadas!
– Y yo… -Charles se detuvo, como si se hubiera dado cuenta de repente de que no sólo estaba manteniendo una extraña discusión con su mujer, sino que lo estaba haciendo con público. Se aclaró la garganta y la tomó de la delicada muñeca-. Y yo creo que quiero enseñarte la sala azul -dijo en voz alta.
Ellie lo siguió. En realidad, no le quedó otra opción. Charles salió de la cocina casi corriendo y, como la muñeca de Ellie estaba pegada a su mano, ella se fue con él. No sabía dónde iban; seguramente, al primer salón que Charles encontrara y que les garantizara cierta privacidad para reñirla sin que nadie los oyera.
Sala azul… ¡ja!
CAPITULO 08
Para mayor sorpresa de Ellie, la sala a la que Charles la llevó estaba realmente decorada en azul. Miró a su alrededor, los sofás azules, las cortinas azules…, y luego miró hacia el suelo, que estaba cubierto con una alfombra azul y blanca.
– ¿Tienes algo que decir en tu defensa? -le preguntó Charles.
Ella no dijo nada porque estaba momentáneamente maravillada por el dibujo de la alfombra.
– Ellie -gruñó Charles.
La joven levantó la cabeza.
– ¿Cómo dices?
Charles parecía con ganas de sacudirla. Con fuerza.
– He dicho -repitió él-, si tienes algo que decir en tu defensa.
Ella parpadeó y respondió:
– La sala es azul.
Él se la quedó mirando, claramente sin saber qué responder.
– Pensaba que lo de la sala azul no lo decías en serio -explicó ella-. Pensaba que querías llevarme a cualquier lugar donde pudieras gritarme.
– Claro que quiero gritarte -gruñó él.
– Sí -ironizó ella-. Eso ya lo veo. Aunque debo admitir que no sé demasiado bien por qué…
– ¡Eleanor! -casi grito Charles-. ¡Tenías la cabeza en el horno!
– Claro -respondió ella-. Lo estaba arreglando. Me lo agradecerás cuando empieces a comer las tostadas en condiciones en el desayuno.
– No te lo agradeceré. Las tostadas no podrían importarme menos, y te prohíbo que vuelvas a entrar en la cocina. Ellie se llevó las manos a las caderas.