– Milord, eres idiota.
– ¿Has visto alguna vez a alguien con el pelo ardiendo? -le preguntó Charles mientras le clavaba un dedo en el hombro-. ¿Lo has visto?
– Claro que no, pero…
– Yo sí, y no es algo agradable.
– Ya me lo imagino, pero…
– No sé lo que acabó provocando la muerte del pobre hombre, si las quemaduras o el dolor.
Ellie tragó saliva mientras intentaba no visualizar el desastre. -Lo siento mucho por tu amigo, pero…
– Su mujer se volvió loca. Dijo que seguía oyendo sus gritos en sueños.
– ¡Charles!
– Santo Dios, no sabía que tener una mujer sería tan molesto. Y sólo llevamos casados un día.
– Estás siendo innecesariamente ofensivo. Y te aseguro que…
Él suspiró y miró al cielo mientras la interrumpía:
– ¿Era esperar demasiado que mi vida siguiera tan pacífica como antes?
– ¿Me vas a dejar hablar? -gritó Ellie al final.
Él se encogió de hombros como si nada.
– Adelante.
– No tienes que ser tan macabro -le dijo-. Llevo toda la vida arreglando hornos. Yo no crecí rodeada de criados y lujos. Si queríamos cenar, tenía que cocinar. Y si el horno se estropeaba, tenía que arreglarlo.
Charles se quedó pensativo, hizo una pausa y dijo:
– Te pido disculpas si en algún momento te he subestimado. No pretendía menospreciar tus talentos.
Ellie no estaba segura de si arreglar un horno podía calificarse de talento, pero no dijo nada.
– Simplemente -continuó Charles, mientras alargaba el brazo, tomaba un mechón de pelo rubio rojizo y se lo enrollaba en el dedo índice-, es que no me gustaría que esto se quemara.
Ella tragó saliva algo nerviosa.
– No seas estúpido.
Él la tiró suavemente del pelo, obligándola a acercarse a él.
– Sería una lástima -murmuró-. Es tan suave.
– Sólo es pelo -dijo Ellie, mientras pensaba que uno de los dos tenía que mantener el realismo de la conversación.
– No -Charles se acercó el mechón de pelo a la boca y lo acarició con los labios-. Es mucho más que eso.
Ellie lo miró, inconsciente de que había separado ligeramente los labios. Juraría que notaba la suave caricia de sus labios en el cuero cabelludo. No, en los labios. No, en el cuello. No… Maldición, había percibido esa endemoniada sensación por todo el cuerpo.
Levantó la cabeza. Él seguía acariciándole el pelo con los labios. Se estremeció. Todavía lo notaba.
– Charles -dijo con voz ronca.
Él sonrió, porque era consciente del efecto que provocaba en ella.
– ¿Ellie? -respondió.
– Creo que deberías… -dejó las palabras en el aire e intentó oponer resistencia cuando él la atrajo más.
– Crees que debería, ¿qué?
– Soltarme el pelo.
Con la otra mano, la agarró por la cintura.
– Pues yo no -le susurró-. He establecido un fuerte vínculo con él.
Ellie le miró el dedo, alrededor del cual ahora había varios mechones.
– Ya lo veo -dijo, aunque quisiera haber sonado más sarcástica y menos aturdida.
Charles levantó el dedo para poder observar el pelo a contraluz.
– Es una lástima -murmuró-. El sol ya está demasiado alto. Me hubiera gustado comparar el color de tu pelo con el del amanecer.
Ellie lo miró anonadada. Nunca nadie le había dicho nada tan poético. Por desgracia, no tenía ni idea de cómo interpretar sus palabras.
– ¿De qué estás hablando? -le dijo, al final.
– Tu pelo -respondió él con una sonrisa- es del color del sol.
– Mi pelo -dijo ella en voz alta- es ridículo.
– Mujeres -suspiró-. Nunca estáis satisfechas.
– Eso no es verdad -protestó Ellie, que creía que era momento de defender a su género.
Él se encogió de hombros.
– Tú nunca estás satisfecha.
– ¿Cómo dices? Estoy completamente satisfecha con mi vida.
– Como tu marido, no tengo palabras para expresar lo mucho que me alegra oír eso. Debo de ser mejor marido de lo que pensaba.
– Estoy perfectamente satisfecha -continuó ella mientras ignoraba su tono irónico-, porque ahora tengo el control absoluto de mi destino. Ya no estoy bajo la voluntad de mi padre.
– Ni de la señora Foxglove -añadió él.
– Ni de la señora Foxglove -admitió ella.
El rostro de Charles adoptó un gesto pensativo.
– Pero sí bajo la mía, y mi voluntad podría hacer mucho.
– Te aseguro que no sé de qué estás hablando.
Él le soltó el pelo y le acarició el lateral del cuello.
– Seguro que no -le murmuró-. Pero lo sabrás. Y entonces sí que estarás satisfecha.
Ellie entrecerró los ojos mientras se separaba de él. Su nueva esposa no tenía ningún problema en pisotearle la autoestima. Es más, Ellie dudaba que Charles hubiera oído alguna vez la palabra «No» de unos labios femeninos. Con los ojos entrecerrados, le preguntó:
– Has seducido a muchas mujeres, ¿verdad?
– No creo que sea el tipo de pregunta que una mujer debería hacer a su marido.
– Pues a mí me parece que es exactamente el tipo de pregunta que una mujer debería hacer a su marido -apoyó las manos en las caderas-. Para ti, las mujeres sólo son un juego.
Charles la miró durante unos segundos. Había sido un comentario muy astuto.
– Un juego, precisamente, no -respondió mientras intentaba ganar tiempo.
– Entonces, ¿qué son?
– Bueno, al menos tú no eres un juego.
– ¿Ah, no? ¿Y qué soy?
– Mi mujer -soltó él, que empezaba a perder la paciencia con aquella conversación.
– No tienes ni idea de cómo tratar a una mujer.
– Sé exactamente cómo tratar a una mujer -dijo él-. El problema no soy yo.
Ofendida, Ellie retrocedió.
– ¿Qué intentas decir?
– No sabes ser una buena esposa.
– Sólo llevo casada un día -gruñó ella-. ¿Qué esperabas?
De repente, Charles se sintió el sinvergüenza más grande del mundo. Le había prometido que le daría tiempo para acostumbrarse al matrimonio y allí estaba, sacando fuego por las muelas como un dragón. Soltó un suspiro de arrepentimiento.
– Lo siento, Ellie. No sé qué me ha pasado.
Ella pareció sorprendida por la disculpa, pero luego relajó los músculos de la cara.
– No le des más vueltas, milord. Han sido unos días muy estresantes para todos y…
– Y, ¿qué? -preguntó él cuando ella dejó la frase en el aire. Ella se aclaró la garganta.
– Nada. Sólo que imagino que no esperabas encontrarme con la cabeza en el horno esta mañana.
– Ha sido una sorpresa -admitió él suavemente.
Ellie se quedó en silencio. Al cabo de unos segundos, abrió la boca, pero enseguida volvió a cerrarla.
Charles arqueó la comisura de los labios.
– ¿Querías decir algo?
Ella meneó la cabeza.
– No.
– Sí que querías.
– No era importante.
– Vamos, Ellie. Querías defender tus habilidades en la cocina, o con los hornos, o como quieras llamarlo, ¿verdad?
Ella levantó la barbilla de forma casi imperceptible.
– Te aseguro que he arreglado rejillas de horno un millón de veces.
– No has vivido lo suficiente para haber hecho eso un millón de veces.
Ella soltó un suspiro de rabia.
– ¿No puedo hablar con hipérboles?
– Sí -respondió él con demasiada suavidad-, pero sólo si hablas de mí.
Ellie dibujó una sonrisita.
– Oh, Charles -exclamó-, siento que hace un millón de años que te conozco -su voz adquirió una mayor ironía-. Así de cansada estoy ya de tu compañía.
Él se rió.
– Yo me refería a algo más parecido a: «Oh, Charles, eres el hombre más amable…»
– ¡Ja!
– «Y más elegante que jamás ha pisado el planeta. Si viviera mil años…»