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– Tráeme a Claire -le dijo a un mozo. Luego se volvió hacia Ellie-. Quiero hablar contigo -gruñó y regresó a la cocina. Sin embargo, antes de llegar a la puerta, dio media vuelta y se dirigió al grupo de personas allí reunido-. Los demás podéis seguir con vuestras tareas. Los que vais cubiertos de hollín, podéis utilizar los servicios del ala de invitados. -Como ninguno de los criados se movió, añadió con cierta sequedad-. Buenos días.

Entonces, todos salieron corriendo.

Ellie siguió a su marido a la cocina.

– Es un gesto muy amable permitirles que utilicen tus servicios -le dijo, con calma, porque quería hablar primero antes de que le riñera.

– Son nuestros servicios -le respondió-, y no creas que vas a distraerme.

– No era mi intención. Pero no puedo evitar decirlo cuando tienes un gesto tan bonito.

Charles suspiró e intentó dar tiempo a que su corazón recuperara el ritmo normal. Jesús, menudo día, y ni siquiera era mediodía. Se había despertado y se había encontrado a su mujer con la cabeza en el horno, había tenido la primera pelea con ella, la había besado apasionadamente (y había acabado deseando mucho, mucho más), pero los había interrumpido un maldito fuego que, por lo visto, ella había provocado.

Le rascaba la garganta, tenía la espalda destrozada y le dolía horrores la cabeza. Bajó la mirada y se fijó en sus brazos, que parecía que estaban temblando. Decidió que el matrimonio no era saludable.

Se volvió hacia su mujer, que parecía que no sabía si reír o fruncir el ceño. Luego volvió a mirar el horno, que todavía sacaba humo.

Gruñó. Dentro de un año estaría muerto. Estaba convencido.

– ¿Sucede algo? -preguntó ella muy despacio.

Él la miró con expresión de incredulidad.

– ¿Sucede algo? -repitió-. ¿Que si sucede algo? -esta vez fue más un rugido.

Ella frunció el ceño.

– Bueno, es obvio que ha pasado… eh… algo, pero lo decía en un sentido más general…

– Eleanor, ¡toda la maldita cocina está chamuscada! Ella alzó la barbilla.

– No ha sido culpa mía.

Silencio.

Ella se cruzó de brazos y se mantuvo firme.

– Alguien ha movido la rejilla. No está donde la había dejado. Era imposible que el horno no se incendiara. No sé quién…

– Me importa un carajo la rejilla. Uno, para empezar, no deberías haberte acercado al horno. Dos -iba contando con los dedos-, no deberías haber venido mientras la cocina estaba en llamas. Tres, no deberías haber metido tu maldita cabeza en el horno otra vez mientras todavía estaba caliente. Cuatro…

– Ya es suficiente -lo interrumpió ella.

– ¡Yo diré cuándo es suficiente! Eres… -no dijo más, pero sólo porque se dio cuenta de que estaba temblando de rabia. Y, quizá, también un poco de miedo.

– Estás haciendo una lista sobre mí -lo acusó Ellie-. Estás haciendo una lista de mis defectos. Además -añadió, blandiendo un dedo frente a su cara-, has blasfemado dos veces en una sola frase.

– Que Dios me ayude -lloriqueó Charles-. Que Dios me ayude.

– Ufff -dijo ella, que consiguió impregnar aquella expresión con un toque de desaprobación mordaz-. No te ayudará si sigues maldiciendo.

– Creo recordar que una vez me dijiste que no eras remilgada con estas cosas -dijo él. Ella se cruzó de brazos.

– Eso era antes de convertirme en tu esposa. Ahora se supone que tengo que serlo.

– Que Dios me libre de las esposas -gruñó.

– Pues no deberías haberte casado con una -le recriminó ella.

– Ellie, si no cierras la boca, y que Dios me perdone, voy a romperte el cuello.

Ella pensó que había dejado claro su punto de vista sobre la ayuda de Dios, así que se conformó susurrando:

– Una maldición es comprensible, pero dos…, bueno, dos son demasiadas.

No estaba segura, pero juraría que había visto a Charles alzar la mirada al cielo y suplicar:

– Por favor, llévame contigo.

Aquello fue la gota que colmó el vaso.

– Oh, por el amor de Dios -intervino Ellie, que utilizó el nombre del Señor en vano, algo poco habitual en ella, puesto que la había criado un reverendo-. No soy tan mala como para preferir la muerte a este matrimonio.

Él la miró fijamente y le dio a entender que él no estaba tan seguro.

– Este matrimonio no tiene por qué ser permanente -exclamó ella, puesto que la rabia humillada le hacía alzar la voz-. Podría salir ahora mismo por esa puerta y conseguir la anulación.

– ¿Qué puerta? -ironizó él-. Yo sólo veo un trozo de madera chamuscado.

– Tu sentido del humor deja mucho que desear.

– Mi sentido del humor… ¿Dónde diablos vas?

Ellie no respondió y se limitó a continuar su camino hacia aquel trozo de madera chamuscada que ella prefería llamar «puerta».

– ¡Vuelve aquí!

Ella siguió caminando. Bueno, lo habría hecho si la mano de Charles no la hubiera agarrado por la faja del vestido y la hubiera tirado hacia él. Ellie oyó un desgarro de tela y, por segunda vez ese día, se vio pegada totalmente al cuerpo de su marido. No podía verlo, pero lo notaba en su espalda y lo olía… Juraría que, a pesar del intenso olor a humo, podía olerlo.

– No solicitarás la anulación -le ordenó él, con los labios prácticamente pegados a su oreja.

– Me sorprende que te preocupe -respondió ella mientras intentaba ignorar el cosquilleo que sentía en la piel que su respiración rozaba.

– Me preocupa -gruñó él.

– ¡A ti sólo te preocupa tu maldito dinero!

– Y a ti el tuyo, así que será mejor que nos llevemos bien.

Un «ejem» desde la puerta impidió que Ellie tuviera que admitir que tenía razón. Levantó la cabeza y vio a Claire, que estaba de pie con los brazos cruzados. Tenía el gesto contrariado, con el ceño fruncido.

– Oh, buenos días, Claire -dijo Ellie con una sonrisa forzada, intentando con todas sus fuerzas fingir que estaba encantada de estar en aquella extraña posición en medio de una cocina quemada.

– Milady -respondió la chica sin demasiado entusiasmo.

– ¡Claire! -exclamó Charles, muy contento, soltando a Ellie tan deprisa que la lanzó contra la pared. Se dirigió hacia su prima, que le sonrió.

Ellie se quedó allí frotándose el codo, dolorido después del golpe en la pared, y murmuró todo tipo de desagravios hacia su marido.

– Claire -repitió Charles-, tengo entendido que has sido tú quien ha descubierto el fuego.

– Sí. Empezó cuando ni siquiera hacía diez minutos que tú y tu nueva esposa habíais salido de la cocina.

Ellie entrecerró los ojos. ¿Había percibido cierto tono de escarnio en la voz de Claire cuando había pronunciado la palabra «esposa»? ¡Sabía que a esa chica no le caía bien!

– ¿Tienes alguna idea de qué lo provocó? -le preguntó Charles.

Claire parecía sorprendida de que se lo preguntara.

– Bueno, yo… vaya… -miró directamente a Ellie.

– Dilo, Claire -dijo ésta-. Crees que lo provoqué yo.

– No creo que lo hicieras a propósito -respondió la chica, con la mano en el corazón.

– Todos sabemos que Ellie nunca haría algo así -dijo Charles.

– Un accidente puede tenerlo cualquiera -murmuró Claire, mientras lanzaba una piadosa mirada a la flamante esposa.

Ellie quería estrangularla. No le hacía ninguna gracia que una cría de catorce años fuera condescendiente con ella.

– Estoy segura de que creías que sabías lo que hacías -continuó Claire.

En ese punto, Ellie supo que tenía dos opciones. Podía irse a su habitación a darse un baño o podía quedarse y matar a Claire. Con gran pesar, se decantó por el baño. Se volvió hacia Charles, adquirió su mejor postura de chica desvalida, y dijo: