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– Me pareció que valía la pena decidir de antemano qué necesitaba.

– ¿Qué? ¿Ahora sólo soy un «qué»?

– No seas obtusa, Ellie. Eres demasiado inteligente para fingir eso.

Aquello era un cumplido, pero ella no iba a agradecérselo. Con una risotada, empezó a leer:

– «Número uno: lo suficientemente atractiva para mantener mi interés.» ¿Ese es tu principal requisito?

Charles tuvo la decencia de mostrarse un poco avergonzado.

– Si estás la mitad de enfadada de lo que aparentas, estoy metido en un buen lío -susurró.

– Ni que lo jures -se aclaró la garganta-. «Número dos: inteligente» -lo miró con algunas reservas-. Te has redimido, aunque sólo un poco.

Él chasqueó la lengua y se reclinó en el cabezal de la cama, con las manos entrelazadas detrás de la cabeza.

– ¿Y si te dijera que esta lista no sigue ningún orden de importancia?

– No te creería.

– Me lo imaginaba.

– «Número tres: que no me dé la lata.» Yo no te doy la lata.

Charles no dijo nada.

– No lo hago.

– Ahora mismo, lo estás haciendo.

Ellie le lanzó una mirada asesina y continuó con la lista.

– «Número cuatro: habilidad para moverse en mi círculo social con facilidad» -tosió de incredulidad al leerlo-. Estoy segura de que te das cuenta de que no tengo ningún tipo de experiencia con la aristocracia.

– Tu cuñado es el conde de Macclesfield -señaló Charles.

– Sí, pero es familia. Con él no tengo que darme aires. Jamás he estado en un baile de Londres ni en un salón literario, o lo que sea que los indolentes de tu clase hagáis durante la temporada.

– Ignoraré tu gratuito insulto -dijo Charles, con la altanería que Ellie siempre había esperado en un conde-. Eres una mujer inteligente, ¿verdad? Estoy seguro de que aprenderás lo que haga falta. ¿Sabes bailar?

– Claro.

– ¿Sabes conversar? -agitó la mano-. No, no digas nada. Ya sé la respuesta. Conversas demasiado y demasiado bien. Te desenvolverás perfectamente en Londres, Eleanor.

– Charles, me estás empezando a resultar muy irritante.

Él se cruzó de brazos y esperó a que continuara, porque todo aquello le empezaba a parecer muy cansino. Había escrito la lista hacía más de un mes y nunca había imaginado repasarla con su futura esposa. Incluso había escrito…

De repente, recordó el quinto punto. La sangre que tenía en la cabeza, de golpe le bajó hasta los pies. Vio, a cámara lenta, cómo Ellie bajaba la mirada hacia la lista y la oyó decir:

– «Número cinco…»

Charles ni siquiera tuvo tiempo de pensar. Saltó de la cama, emitió un primitivo grito, se abalanzó sobre ella y la tiró al suelo.

– ¡La lista! -gritó-. Dame la lista.

– ¿Qué diantres haces? -Ellie le golpeó los brazos para zafarse de él-. Suéltame, bellaco. -Dame la lista.

Ella, que estaba en posición supina en el suelo, alargó el brazo por encima de la cabeza.

– ¡Suéltame!

– ¡La lista! -exclamó él.

A Ellie no se le ocurrió otra alternativa: le golpeó en el estómago con la rodilla y se escapó gateando. Se levantó y leyó el papel que tenía entre las manos mientras él contenía la respiración. Recorrió las líneas con los ojos y gritó:

– ¡Serás desgraciado!

Charles gruñó de dolor, doblado por la mitad.

– Debería haberte golpeado más abajo -dijo ella entre dientes.

– No exageres, Ellie.

– «Número cinco -leyó ella con voz remilgada-: Debe ser lo suficientemente sofisticada como para pasar por alto mis aventuras amorosas, y ella no tendrá ninguna hasta que me haya dado, al menos, dos herederos.»

Charles tuvo que admitir que, visto así, parecía un poco frío.

– Ellie -dijo en tono conciliador-, sabes que lo escribí antes de conocerte.

– ¿Y qué diferencia hay?

– Mucha. Es… eh… es…

– ¿Tengo que creer que te has enamorado tan perdidamente de mí que, de repente, todas tus nociones sobre el matrimonio han cambiado?

Parecía que sus ojos azul marino escupían fuego y hielo al mismo tiempo, y Charles no sabía si debía sentir temor o deseo. Se planteó decir una necedad como «Estás preciosa cuando te enfadas». Con sus amantes siempre le había funcionado a las mil maravillas, pero tenía el presentimiento de que con su mujer no tendría éxito.

La miró dubitativo. Estaba de pie al otro lado de la habitación, con la postura firme y los puños cerrados. La lista estaba arrugada en el suelo. Cuando vio que la miraba, lo miró fijamente y Charles hubiera jurado que oía truenos.

No había duda; esta vez había metido la pata hasta el fondo.

«Su intelecto», pensó. Tendría que apelar a su intelecto a intentar razonar con ella. Siempre se enorgullecía de su sensibilidad y sensatez, ¿no es cierto?

– Ellie -dijo-, nunca tuvimos la oportunidad de hablar sobre el matrimonio.

– No -respondió ella, con un tono de voz lleno de amargura-, simplemente nos casamos.

– Admito que la boda fue un poco precipitada, pero teníamos buenos motivos para actuar así.

– Tú tenías un buen motivo -respondió ella.

– No intentes fingir que me he aprovechado de ti -dijo él con impaciencia en la voz-. Necesitabas este matrimonio tanto como yo.

– Aunque yo no he ganado tanto con él.

– ¡No tienes ni idea de lo que has ganado! Ahora eres condesa. Tienes más riquezas de las que jamás habías soñado -la miró fijamente-. No me insultes fingiendo ser la víctima.

– Tengo un título. Y tengo una fortuna. Y también tengo un marido ante quien tengo que responder. Un marido que, por lo visto, no ve nada malo en tratarme como a una esclava.

– Eleanor, estás siendo poco razonable. No quiero discutir contigo.

– ¿Te has fijado que sólo me llamas Eleanor cuando me hablas como si fuera una niña pequeña? Charles contó hasta tres y dijo:

– Los matrimonios de la aristocracia se basan en la premisa de que ambas partes son lo suficientemente maduras como para respetar las elecciones del otro.

Ella lo miró boquiabierta.

– ¿Sabes lo que acabas de decir?

– Ellie…

– Creo que has dicho que, si quiero, yo también puedo ser infiel.

– No seas estúpida.

– Después del heredero y el de repuesto, claro, como tan elocuentemente has expresado por escrito -se sentó en una otomana y se quedó perdida en sus pensamientos-. Libertad para vivir mi vida como yo elija y con quien yo elija. Qué interesante.

Mientras Charles estaba allí, observando cómo ella contemplaba el adulterio, sus anteriores puntos de vista sobre el matrimonio de repente le parecieron tan apetecibles como el barro.

– Ahora ya no puedes hacer nada al respecto -dijo-. Está muy mal visto tener una aventura antes de tener un hijo.

Ella se echó a reír.

– El cuarto punto de la lista ha adquirido un nuevo significado. Él la miró inexpresivo.

– Querías a alguien que pudiera moverse con facilidad en tu círculo social. Se ve que tendré que dominar las complejidades de lo que está bien visto y lo que no. Veamos… -tamborileó los dedos en la mandíbula y Charles tuvo ganas de apartarle la mano, aunque sólo fuera para borrar esa expresión sarcástica de su cara-. No está bien visto tener una aventura al poco tiempo de casarse -continuó-, pero ¿está mal visto tener más de un amante a la vez? Tendré que investigarlo.

Él notó cómo se iba sonrojando y cómo el músculo de la sien latía cada vez más deprisa.

– Seguramente está mal visto tener una aventura con un amigo tuyo, pero ¿y con un primo lejano?

Charles empezaba a verlo todo a través de un extraño halo rojo.

– Estoy casi segura de que traer un amante a casa está mal visto -continuó ella-, pero no estoy segura de dónde…

Un sonido ahogado, seco y a medio camino entre el grito y el rugido salió de la garganta de Charles mientras se abalanzaba sobre ella..