Había tenido unos días para enfriar los ánimos desde la última pelea. Ahora se daba cuenta de que Ellie lo había estado poniendo a prueba. No conocía las costumbres de la aristocracia y se había defendido atacando. Se calmaría a medida que fuera acostumbrándose al matrimonio.
Llamó con suavidad a la puerta y, como no obtuvo respuesta, llamó un poco más fuerte. Al final, le pareció oír algo como «Adelante», así que se asomó.
Ellie estaba sentada en la cama, envuelta en una vieja manta que debía de haber traído de su casa. Era una pieza sencilla, blanca con pespuntes azules; algo que no encajaba con los opulentos gustos de sus antepasados.
– ¿Querías algo? -preguntó ella en un tono neutro.
Charles la miró fijamente. Tenía los ojos rojos y, debajo de la voluminosa manta, parecía muy pequeña y joven. Tenía algo en la mano izquierda.
– ¿Qué es eso? -preguntó él.
Ellie bajó la mirada hasta las manos, como si hubiera olvidado que estaba sujetando algo.
– Ah, esto. Es el retrato de mi madre.
– Es muy especial para ti, ¿verdad?
Se produjo una larga pausa, como si Ellie estuviera decidiendo si quería compartir con él sus recuerdos familiares. Al final, dijo:
– Cuando supo que iba a morir, hizo dos. Uno para mí y otro para Victoria. La idea siempre fue que nos los lleváramos cuando nos casáramos.
– Para que no la olvidarais nunca.
Ella se volvió hacia él de golpe, con los ojos azules sorprendidos.
– Es exactamente lo que dijo. Lo mismo -se sorbió la nariz y se la limpió con la mano, un gesto muy poco elegante-. Como si pudiera olvidarla.
Miró las paredes de su habitación. Todavía no había descolgado todos aquellos horribles retratos y, en comparación con la dulce expresión de su madre, las condesas parecían todavía más imponentes.
– Siento mucho lo que ha pasado hoy en el invernadero -dijo Charles con delicadeza.
– Yo también -respondió ella con amargura.
Charles intentó ignorar su dureza mientras se sentaba a su lado en la cama.
– Sé que adorabas esas plantas.
– Igual que todos.
– ¿Qué quieres decir?
– Que alguien no quiere verme feliz. Alguien está arruinando, a propósito, mis esfuerzos por intentar que Wycombe Abbey sea mi casa.
– Ellie, eres la condesa de Billington, y eso significa que Wycombe Abbey es tu casa.
– Todavía no. Tengo que dejar mi marca. Tengo que hacer algo para que al menos un trocito sea mío. Intenté ayudar cuando arreglé el horno.
Charles suspiró.
– Quizá no deberíamos mencionar el horno.
– No coloqué mal la rejilla -dijo ella, desprendiendo fuego por los ojos-. Alguien arruinó mis esfuerzos.
Charles soltó el aire muy despacio y la tomó de la mano.
– Ellie, nadie piensa mal de ti. No es culpa tuya que seas un poco inepta cuando se trata de…
– ¡Inepta! ¿Inepta? -exclamó con voz aguda-. No soy una… -pero aquí se hizo un lío porque, entre las prisas por levantarse de la cama y colocar los brazos en jarra, en gesto ofendido, olvidó que Charles estaba sentado sobre una esquina de la manta, con lo que cayó al suelo y aterrizó sobre las nalgas con poca delicadeza. Intentó levantarse, pero tropezó dos veces, una con la falda y la otra con la manta, hasta que al final gruñó-: No soy una inepta.
Él, a pesar de sus esfuerzos por ser sensible ante la angustia de su mujer, no pudo evitar dibujar una sonrisa.
– Ellie, no quería decir…
– Te diré que siempre he sido muy epta.
– ¿Epta?
– Siempre he sido extremadamente organizada y brillantemente capaz…
– ¿Epta?
– No dejo las cosas para más tarde y no eludo mis responsabilidades. Termino lo que empiezo.
– ¿Esa palabra existe?
– ¿Qué palabra? -exclamó ella, que parecía muy enfadada con él.
– Epta.
– Por supuesto que no.
– Pues la has dicho -dijo Charles.
– Yo no he dicho eso.
– Ellie, me temo que…
– Si lo he dicho -dijo, sonrojándose ligeramente-, eso demuestra lo furiosa que estoy. Utilizar palabras inexistentes. Ja. Muy poco propio de mí.
– Ellie, sé que eres una mujer muy inteligente -esperó a que ella dijera algo, pero como no fue así, añadió-: Por eso me casé contigo.
– Te casaste conmigo -respondió ella, ofendida-, porque necesitabas salvar tu fortuna y pensaste que haría la vista gorda con tus aventuras amorosas.
Él también se sonrojó.
– Es cierto que mi inestable situación económica tuvo que ver con la rapidez con que nos casamos, pero te aseguro que lo último que pensé cuando me casé contigo fue tener una aventura.
Ella soltó una femenina risita.
– Sólo tienes que mirar tu lista para ver que mientes.
– Ah, sí -dijo, muy mordaz-, la infame lista.
– Hablando de nuestro acuerdo matrimonial -dijo Ellie-, ¿te has encargado de mis asuntos financieros?
– Sí, en realidad, lo hice ayer.
– ¿Ayer? -Ellie parecía bastante sorprendida-. Pero…
– Pero ¿qué? -preguntó él, irritado de que ella no esperara que cumpliera su palabra.
– Nada -hizo una pausa, y luego añadió-: Gracias.
Charles asintió a modo de respuesta. Al cabo de unos instantes de silencio, él dijo:
– Ellie, tenemos que hablar de nuestro matrimonio. No sé de dónde has sacado tu pobre impresión sobre mí, pero…
– Ahora no -lo interrumpió ella-. Estoy muy cansada y no creo que pueda soportar tus comentarios sobre lo poco que sé de los matrimonios de la nobleza.
– Cualquier idea preconcebida que tuviera del matrimonio era anterior a conocerte -le explicó él.
– Ya te he dicho que no creo que sea tan increíblemente atractiva como para que olvides tus nociones sobre lo que debería ser un matrimonio.
Charles la miró fijamente y se fijó en la melena rojiza dorada que le caía encima de los hombros y decidió que la palabra «atractiva» se quedaba corta para describirla. Su cuerpo la pedía a gritos y el corazón… Bueno, no era un experto en temas del corazón, pero estaba bastante seguro de que el suyo estaba sintiendo algo.
– Entonces, enséñame -le dijo sin más-. Enséñame qué debería ser un matrimonio.
Ella lo miró atónita.
– ¿Cómo iba a saberlo? Para mí, todo esto es tan nuevo como para ti.
– Entonces, quizá no deberías regañarme tan rápido.
La vena de la sien de Ellie estuvo a punto de estallar antes de que dijera:
– Sé que los maridos y las mujeres deberían respetarse lo suficiente como para no reírse y poner la otra mejilla cuando la otra persona comete adulterio.
– ¿Lo ves? Sabía que tenías algunas ideas sobre el matrimonio -sonrió y se reclinó en una almohada-. Y no te imaginas lo contento que estoy de saber que no pretendes serme infiel.
– Pues a mí me encantaría oír lo mismo de tus labios -respondió ella.
La sonrisa de Charles se convirtió en una amplia expresión de alegría.
– Los celos nunca acariciaron oídos más agradecidos.
– Charles… -había un tono de advertencia en su voz.
Él chasqueó la lengua y dijo:
– Ellie, te aseguro que, desde que te conozco, la idea del adulterio ni se me ha pasado por la cabeza.
– Eso me tranquiliza -respondió ella con sarcasmo-. Has conseguido mantener tu mente centrada una semana entera.
Charles se planteó comentar que, en realidad, habían sido ocho días, pero le pareció muy infantil. En lugar de eso, dijo:
– En tal caso, me parece que tu papel como esposa está bastante claro.
– ¿Cómo dices?
– Al fin y al cabo, no quiero extraviarme.
– Creo que esto no me gusta -dijo ella entre dientes.
– Nada me gustaría más que pasar la vida entre tus brazos.