Mientras Helen las presentaba, Ellie echó un vistazo a la pequeña casa. Estaba limpia y ordenada, pero tenía cierto aire abandonado, como si Sally pudiera encargarse de las pequeñas cosas de la vida, pero de las grandes todavía no. Todo estaba en su sitio, pero había un montón de ropa en el suelo que llegaba hasta la altura de la cadera de Ellie y varios trozos de una silla rota arrinconados esperando a que alguien los arreglara. La casa estaba tan fría que Ellie se preguntó cuánto hacía que Sally no encendía el fuego.
Durante la entrevista, quedó claro que la joven viuda se dejaba llevar por la vida. Su marido y ella no habían sido bendecidos con hijos y ahora estaba sola en su dolor.
Mientras Ellie pensaba en eso, Helen se estremeció y era imposible decidir quién estaba más avergonzada, si Sally por la temperatura de su casa o Helen por haberlo puesto de manifiesto.
– Lo siento mucho, señora Pallister -dijo Sally.
– No, no te preocupes, de verdad, soy yo. Creo que estoy incubando un resfriado y…
– No tiene que excusarse -la interrumpió Sally, con un rostro bastante melancólico-. La casa está helada y todas lo sabemos. Pero es que la chimenea está estropeada y no he podido arreglarla todavía y…
– ¿Por qué no le echo un vistazo? -dijo Ellie mientras se levantaba.
De repente, la expresión de Helen fue de auténtico pánico.
– No voy a intentar arreglarla -dijo Ellie en un tono molesto-. Nunca intento arreglar nada que no sé arreglar.
Helen hizo una mueca tan irónica que Ellie sabía que se moría por sacar a relucir el tema de las tostadas.
– Pero sé reconocer cuando algo está estropeado -continuó Ellie-. ¿Por qué no me ayudáis a mover este tronco?
Sally se levantó de inmediato y, al cabo de unos segundos, Ellie estaba de pie en la chimenea, mirando hacia arriba y sin ver nada.
– Esto está oscuro como la noche. Sally, ¿qué sucede cuando intentas encender el fuego?
– Que la casa se llena de humo negro -respondió la chica mientras le acercaba una lámpara.
Mientras sus ojos se acostumbraban a la oscuridad, Ellie levantó la mirada y vio que el agujero de la chimenea estaba mugriento.
– En mi opinión, sólo necesita una buena limpieza. Enviaremos a alguien de inmediato a hacerlo. Estoy segura de que el conde estaría de acuerdo conmigo en que…
– ¿Estaría de acuerdo contigo en qué? -dijo una divertida voz desde la puerta.
Ellie se quedó de piedra. A Charles no le iba a hacer ninguna gracia encontrársela con la cabeza metida en una chimenea.
– ¡Charles! -exclamó Helen-. ¡Qué sorpresa! Ven y mira lo que…
– Me ha parecido oír la voz de mi encantadora esposa -la interrumpió él.
Sally le respondió:
– Ha sido muy amable. La chimenea…
– ¿Qué?
Ellie hizo una mueca y consideró seriamente escalar por el tubo de la chimenea.
– Eleanor -dijo él, muy serio-, sal de la chimenea ahora mismo.
Ella vio unos pequeños escalones en la pared de piedra. Si subía uno o dos, no podría verla.
– ¡Eleanor! -exclamó Charles, enfadado.
– Charles, ella sólo… -añadió Helen, en tono conciliador.
– De acuerdo, pues iré a buscarte -dijo él, todavía más enfadado, a pesar de que Ellie creía que eso era imposible.
– ¡Señor! No hay espacio -dijo Sally, presa del pánico.
– Eleanor, voy a contar hasta tres -otra vez Charles, que estaba… Bueno, Ellie ya no veía el sentido a analizar lo enfadado que estaba.
Quería salir y enfrentarse a sus reprimendas, de verdad que sí. No era cobarde por naturaleza, pero cuando él dijo «Uno», se quedó helada, cuando dijo «Dos», dejó de respirar y, si Charles dijo «Tres», ella no lo oyó por encima del ruido de la sangre latiéndole en las orejas.
Entonces, notó cómo él se metía en la chimenea a su lado y, de repente, recuperó el cerebro:
– ¡Charles! ¿Qué demonios haces?
– Intentar meter un poco de sentido común en esa cabecita tuya.
– ¿A la fuerza? -dijo ella entre dientes-. ¡Ay!
– ¿Qué? -preguntó él.
– Tu codo.
– Sí, bueno, tu rodilla…
– ¿Estáis bien? -preguntó Helen, preocupada.
– ¡Dejadnos solos! -gritó Charles.
– Bueno, milord -dijo Ellie en tono sarcástico-, creo que aquí estamos bastante solos…
– Mujer, deberías aprender cuándo callar.
– Sí, bueno… -y sus palabras quedaron en el aire cuando oyó cómo la puerta de la casa se cerraba. De repente fue muy consciente de que estaba metida en un espacio muy estrecho con su marido, y de que sus cuerpos estaban pegados de formas que no deberían ser legales.
– ¿Ellie?
– ¿Charles?
– ¿Te importaría explicarme por qué estás en una chimenea?
– No lo sé -respondió ella, arrastrando las palabras, enorgulleciéndose de ella misma por su savoir-faire-. ¿Quieres decirme tú qué estás haciendo en una chimenea?
– Ellie, no pongas a prueba mi paciencia.
Ella opinaba que ya habían dejado atrás la fase de las pruebas, pero fue lista y se guardó esos pensamientos para sí. Dijo:
– No había ningún peligro, por supuesto.
– Por supuesto -respondió él, y a Ellie la impresionó la cantidad de sarcasmo que imprimió a esas dos palabras. Hacer algo así era un talento.
– Sólo habría sido peligroso si el fuego hubiera estado encendido, pero no lo estaba, claro.
– Uno de estos días voy a tener que estrangularte antes de que te mates.
– No te lo recomendaría -dijo ella, con un hilo de voz, mientras intentaba deslizarse hacia abajo. Si podía salir antes que él, ganaría el tiempo suficiente para llegar hasta el bosque. Charles nunca la atraparía entre esos árboles.
– Eleanor…, por el amor de Dios, ¿qué estás haciendo?
– Eh…, intento salir -respondió ella, con la cabeza a la altura de su cintura. Se había quedado atascada allí.
Charles gimió. Gimió de verdad. Podía notar cada centímetro del cuerpo de su mujer, y su boca… ¡Su boca! Estaba peligrosa y deliciosamente cerca de su entrepierna y…
– Charles, ¿te encuentras mal?
– No -respondió él con voz ronca mientras intentaba ignorar el hecho de que notaba el movimiento de su boca cuando hablaba, y tuvo que hacer un gran esfuerzo por ignorar que se movía contra su ombligo.
– ¿Estás seguro? Tu voz no suena demasiado bien.
– Ellie.
– ¿Sí?
– Ponte de pie. Ahora.
Ella le hizo caso, pero tuvo que contonearse bastante para conseguirlo, y después de que Charles notara sus pechos contra el muslo, luego la cadera y luego el brazo…, bueno, tuvo que concentrarse con todas sus fuerzas para que ciertas partes de su anatomía no se excitaran más de lo que ya estaban.
No lo consiguió.
– Ellie -dijo.
– ¿Sí? -volvía a estar de pie, lo que dejaba su boca en algún punto indeterminado de la parte baja de su cuello.
– Levanta la cabeza. Sólo un poco.
– ¿Estás seguro? Porque puede que quedemos encajados y…
– Ya estamos encajados.
– No, podría deslizarme hacia abajo y…
– ¡No te deslices hacia abajo!
– Oh.
Charles respiró hondo. Y entonces ella se movió. No fue un gran movimiento, sólo un ligero contoneo de la cadera, pero bastó. Y él la besó. No habría podido evitarlo ni siquiera si Francia hubiera estado invadiendo Inglaterra, ni tampoco si el cielo cayera sobre la tierra, ni tampoco si su maldito primo Cecil fuera a heredar hasta el último céntimo.
La besó, y volvió a besarla, y luego la besó otra vez. Y luego, al fin, levantó la cabeza un segundo, sólo un segundo, para coger aire, y la confundida mujer consiguió hablar.
– ¿Por eso querías que levantara la cabeza? -le preguntó.
– Sí, y ahora calla.
Volvió a besarla y habría hecho mucho más, pero estaban tan pegados que, aunque lo hubiera intentado, no habría podido abrazarla.