Charles había empezado a aplaudir, pero Ellie todavía estaba demasiado furiosa con él por el comentario sobre la sal y le lanzó una mirada fulminante. Y luego, como estaba convencida de que si se que-daba un segundo más en el comedor haría daño a alguien, se marchó.
Sin embargo, su marido reaccionó con rapidez.
– ¡Eleanor, espera! -gritó.
En contra de su criterio, Ellie se volvió, aunque no hasta que estuvo fuera del comedor, en el pasillo, donde nadie de la familia podría ver su humillación. Charles la había llamado Eleanor, y eso nunca era una buena señal.
– ¡Qué! -respondió, airada.
– Lo que has dicho en el comedor… -empezó a decir él.
– Sí, ya sé que debería estar arrepentida por haberle gritado a una niña, pero no lo estoy -dijo, desafiante-. Claire ha estado haciendo todo lo posible por hacerme sentir incómoda en esta casa, y no me sorprendería que… -se calló porque se dio cuenta de que había estado a punto de decir que no le sorprendería que fuera Claire quien había echado la sal al asado.
– ¿Qué no te sorprendería?
– Nada -no iba a obligarla a decirlo. Ellie se negó a difundir acusaciones infantiles e insignificantes.
Charles esperó a que ella continuara y, cuando se dio cuenta de que no iba a hacerlo, dijo:
– Lo que has dicho en el comedor…, eso de que el matrimonio es permanente. Quería que supieras que estoy de acuerdo.
Ellie lo miró fijamente porque no estaba segura de qué quería decir.
– Siento mucho si he herido tus sentimientos -dijo muy despacio.
Ella se quedó boquiabierta. ¿Se estaba disculpando?
– Pero quiero que sepas que, a pesar de estos… contratiempos más que insignificantes…
Ellie volvió a cerrar la boca y a ponerse seria.
Él no debió de darse cuenta, porque siguió hablando.
– … Creo que te estás convirtiendo en una condesa soberbia. Tu comportamiento con los arrendatarios el otro día fue magnífico.
– ¿Me estás diciendo que se me da mejor la vida fuera de Wycombe Abbey que dentro? -le preguntó ella.
– No, claro que no. -Charles exhaló y se echó el grueso pelo castaño hacia atrás-. Sólo intento decir… Diablos -dijo entre dientes-. ¿Qué intento decir?
Ellie contuvo las ganas de hacer algún comentario sarcástico y esperó con los brazos cruzados. Al final, Charles le ofreció una hoja de papel y dijo:
– Toma.
– ¿Qué es esto? -preguntó ella mientras la aceptaba.
– Una lista.
– Claro -murmuró ella-. Una lista. Justo lo que necesitaba. Hasta ahora, he tenido mucha suerte con las listas.
– Ésta es distinta -dijo él, en un obvio intento de ser paciente con ella.
Ellie desdobló la hoja y leyó:
ACTIVIDADES PARA HACER CON MI MUJER
1. Un paseo a caballo y un picnic en el campo.
2. Volver a visitar a los arrendatarios como una pareja unida.
3. Un viaje a Londres. Ellie necesita vestidos nuevos.
4. Enseñarle a escribir sus propias listas. Es una actividad endemoniadamente entretenida.
Ella levantó la cabeza.
– Endemoniadamente entretenida, ¿eh?
– Mmm, sí. He pensado que quizá querrías probar con algo como: «Siete formas de silenciar a la señora Foxglove».
– La idea me gusta -murmuró, antes de volver a concentrarse en la lista.
5. Llevarla a ver el mar.
6. Besarla hasta que pierda el sentido.
7. Besarla hasta que yo pierda el sentido.
Charles supo en qué momento llegó a las dos últimas propuestas, porque sus mejillas se sonrojaron ligeramente.
– ¿Qué significa esto? -preguntó ella al final.
– Significa, querida mujer, que yo también me he dado cuenta de que el matrimonio es para siempre.
– No lo entiendo.
– Ya va siendo hora de que nuestro matrimonio sea normal.
Ella se sonrojó todavía cuando escuchó la palabra «normal».
– Sin embargo -continuó él-, en lo que debió de ser un momento de locura transitoria, acepté tu propuesta de darte tiempo para conocerme mejor antes de intimar.
A estas alturas, Ellie ya estaba como un tomate.
– Por lo tanto, he decidido darte todas las oportunidades posibles para conocerme mejor, todas las oportunidades para que te sientas cómoda en mi presencia.
– ¿Cómo dices?
– Escoge una actividad de la lista. Lo haremos mañana.
Ellie separó los labios de la sorpresa. Su marido la estaba cortejando. Iba a ser una mujer cortejada. Nunca había soñado que Charles hiciera algo tan perfectamente romántico. Aunque él jamás admitiría ni un ápice de romanticismo en sus acciones. De seducción, quizá. Incluso de mujeriego, travieso o apasionado. Pero romántico, no.
Sin embargo, ella lo veía de otra forma. Y eso era lo importante. Sonrió y volvió a leer la lista.
– Te sugiero el número seis o el número siete -dijo él.
Ella lo miró. Estaba sonriendo de aquella forma fina, cortés y despreocupada que debía de haber roto corazones de aquí a Londres y de vuelta.
– No sé muy bien si entiendo la diferencia -dijo- entre besarme hasta que pierda el sentido o besarme hasta que lo pierdas tú. La voz de Charles se convirtió en un ronco susurro.
– Puedo enseñártelo.
– No lo dudo -respondió ella, haciendo un esfuerzo por parecer coqueta a pesar de que tenía el corazón acelerado y le temblaban las piernas-. Pero elijo las dos primeras opciones. Será muy sencillo ir de picnic y visitar a los arrendatarios el mismo día.
– Opciones uno y dos, entonces -dijo él con una ágil reverencia-. Pero no te sorprendas si te asalto con la número seis.
– Charles…
Él la miró fijamente unos segundos:
– Y la siete.
Programaron la salida para el día siguiente. A Ellie no le sorprendieron las prisas de Charles; se había mostrado bastante decidido a hacer lo que fuera para llevársela a la cama. Aunque sí que estaba sorprendida por su poca resistencia al plan de su marido; era consciente de que estaba empezando a ceder.
– He pensado que podríamos ir a caballo -dijo Charles cuando se reunió con ella a mediodía. -Hace un día espléndido y sería una lástima encerrarnos en un carruaje.
– Una idea excelente, milord -respondió Ellie-. O lo sería, si yo supiera montar a caballo.
– ¿No sabes montar a caballo?
– Los vicarios no ganan lo suficiente para comprarse caballos -dijo ella con una sonrisa.
– Entonces, tendré que enseñarte.
– Espero que hoy no -se rió ella-. Necesito tiempo para prepararme mentalmente para los dolores y las agujetas que seguro que tendré.
– Mi carruaje todavía no está arreglado desde el percance de nuestra última salida. ¿Te animas a dar un paseo normal y corriente?
– Sólo si prometes caminar deprisa -dijo Ellie con una picara sonrisa-. Nunca me han gustado los paseos lentos.
– ¿Por qué no me sorprende?
Ella lo miró a través de las pestañas. Era una expresión de flirteo nueva para ella, aunque parecía del todo natural ante la presencia de su marido.
– ¿No te sorprende? -preguntó ella, fingidamente burlona.
– Digamos que me cuesta imaginarte atacando la vida si no es con un completo entusiasmo.
Ellie se rió mientras echaba a correr.
– Entonces, vamos. Todavía tengo que atacar el día.
Charles la siguió, con una mezcla de zancada y paso largo.
– ¡Espérame! -gritó al final-. No olvides que llevo el peso de la cesta de la comida.
Ellie se detuvo en seco.
– Sí, claro. Espero que monsieur Belmont nos haya preparado algo delicioso.
– Sea lo que sea, huele de maravilla.
– ¿Un poco del pavo asado de ayer? -preguntó, esperanzada, mientras intentaba ver qué había dentro de la cesta.