Él la levantó por encima de su cabeza mientras seguía caminando.
– Ahora no puedes irte demasiado lejos, porque yo controlo la comida.
– ¿Tienes pensado matarme de hambre hasta que me rinda?
– Si es mi única opción de conseguir lo que quiero -se inclinó hacia ella-. No soy un hombre orgulloso. Te ganaré a las buenas o a las malas.
– ¿Y matarme de hambre es bueno o malo?
– Creo que depende de cuánto tarde.
Justo a tiempo, el estómago de Ellie rugió.
Con una traviesa sonrisa, Charles dijo:
– Esto va a ser muy, muy fácil.
Ella se burló de él antes de continuar por el camino.
– ¡Mira! -exclamó mientras se detenía delante de un enorme roble-. Alguien ha colgado un columpio de este árbol.
– Lo colgó mi padre para mí cuando tenía ocho años -recordó Charles-. Solía columpiarme durante horas.
– ¿Todavía aguanta peso?
– Judith viene casi cada día.
Ella le lanzó una sardónica mirada.
– Yo peso un poco más que Judith.
– No mucho más. Venga, ¿por qué no lo pruebas?
Ellie sonrió como una niña pequeña cuando se sentó en la tabla de madera que el padre de Charles había utilizado como asiento.
– ¿Me empujas?
Él se inclinó y le hizo una reverencia.
– Soy su fiel criado, señora -le dio un primer empujón y ella empezó a volar.
– ¡Me encanta! -exclamó la joven-. Hacía años que no me columpiaba.
– ¿Más alto?
– ¡Más!
Charles la empujó hasta que le pareció que sus pies tocaban el cielo.
– Creo que ya es suficientemente alto -dijo ella-. Empiezo a tener el estómago revuelto. -Cuando consiguió un balanceo más sosegado, preguntó-: Y hablando de mi pobre y atribulado estómago, ¿de verdad piensas matarme de hambre hasta que me rinda?
Él sonrió.
– Lo tengo todo planeado hasta el último detalle. Un beso por un trozo de pavo asado, dos por un bollo.
– ¿Hay bollos? -Ellie pensó que se le iba a hacer la boca agua. Puede que la señora Stubbs no encontrara el punto perfecto de las tostadas, pero hacía los mejores bollos de este lado del muro de Adriano.
– Mmm… mmm. Y mermelada de moras. La señora Stubbs dice que se pasó todo el día frente al fuego para que le quedara perfecta.
– Hacer mermelada no es tan difícil -dijo Ellie mientras se encogía de hombros-. Yo he hecho miles de veces. De hecho…
– De hecho, ¿qué?
– ¡Es una idea magnífica! -se dijo ella misma.
– No sé por qué, pero estoy temblando -murmuró él-. Bueno, en realidad sí que lo sé. Podría tener algo que ver con el incendio de mi cocina, o con los extraños olores que emanan de mi invernadero, o quizá con el asado…
– Nada de eso fue culpa mía -lo interrumpió ella, golpeando el suelo con los pies y deteniendo el columpio-. Y si lo pensaras más de medio segundo, verías que digo la verdad.
Charles se dijo que había cometido un error táctico al sacar a relucir sus recientes desastres domésticos durante lo que se suponía que tenía que ser una tarde para seducir a su esposa.
– Ellie -dijo en un tono de lo más conciliador.
Ella se bajó del columpio y apoyó las manos en las caderas.
– Alguien me está saboteando, y pienso descubrir por qué. Y quién -añadió, como si se le hubiera ocurrido más tarde.
– Puede que tengas razón -murmuró él, aunque no lo decía de corazón. Sólo quería tranquilizarla. Sin embargo, en cuanto las palabras salieron de su boca, de repente vio que eran verdad. No tenía sentido que Ellie, que parecía muy capacitada para hacer cualquier cosa, hubiera incendiado una cocina, hubiera matado todas las plantas del invernadero y hubiera confundido la sal con Dios sabe qué otra cosa al preparar el asado. Ni siquiera el zopenco más inútil habría logrado todo eso en sólo dos semanas.
Sin embargo, no quería pensar en sabotajes, en planes diabólicos ni en plantas muertas. Hoy no, porque tenía que concentrar todas sus energías en seducir a su mujer.
– ¿Podemos hablarlo otro día? -preguntó mientras abría la cesta de la comida-. Prometo que escucharé tus alegaciones, pero hoy es un día demasiado bonito para preocuparnos por esas cosas.
Durante un segundo, Ellie no reaccionó, pero luego asintió.
– No quiero arruinar nuestro magnífico picnic.
Entonces, ella entrecerró los ojos con picardía y dijo:
– Monsieur Belmont no ha metido ahí dentro las sobras del asado de ternera, ¿verdad?
Charles reconoció la oferta de paz que le hacía y la aceptó.
– No, creo que has tirado el último trozo esta mañana.
– Ah, sí -murmuró-. Si no recuerdo mal, los cerdos ni siquiera lo han tocado.
El corazón de Charles se estremeció al mirarla. Muy pocas personas tenían la capacidad de reírse de sus fallos. Cada día que pasaba, el afecto que sentía por su mujer era más grande. Había hecho una elección rápida, pero no se había equivocado.
Con un suspiro, pensó que le gustaría desarrollar un afecto todavía más profundo antes de estallar.
– ¿Sucede algo? -preguntó ella.
– No, ¿por?
– Has suspirado.
– ¿De veras?
– Sí.
Volvió a suspirar.
– Has vuelto a hacerlo -exclamó ella.
– Lo sé. Es que…
Ella parpadeó, con expresión impaciente, y al final intentó sonsacarle más información con un:
– Es que ¿qué?
– Es que va a tener que ser el número seis -gruñó él, mientras dejaba la cesta en el suelo y la abrazaba-. No puedo esperar ni un segundo más.
Antes de que Ellie pudiera recordar en qué consistía la propuesta número seis, los labios de él estaban pegados a los suyos y la estaba besando con una pasión tan salvaje que era increíblemente tierna. La boca de Charles era cada vez más apasionada, y se le calentó la piel. Sin darse cuenta, la llevó hasta un árbol y se sirvió de su corpulencia para pegar su cuerpo al de ella de forma muy íntima.
Notaba cada curva, desde la lujuriosa turgencia de sus pechos hasta la suave anchura de las caderas. La lana del vestido era gruesa, pero no ocultaba la reacción de su cuerpo ante sus caricias. Y nada podría haber ocultado los delicados suspiros que salían de su boca.
Lo deseaba. Quizá no lo entendiera, pero lo deseaba tanto como él a ella.
La dejó en el suelo y estiró la manta de picnic debajo de ellos. Ya le había quitado el sombrero y ahora le deshizo el moño, dejando que los largos mechones de pelo cayeran entre sus dedos.
– Más suave que la seda -le susurró-. Más suave que el amanecer.
Ella gimió, un sonido que recordó ligeramente al nombre de Charles. Él sonrió, emocionado por haber despertado su deseo hasta el punto de que ni siquiera podía hablar.
– Te he besado hasta dejarte sin sentido -le murmuró, cambiando la expresión por una sonrisa muy masculina-. Ya te dije que saltaría directamente a la opción número seis.
– ¿Y qué hay de la número siete? -consiguió decir ella.
– Ya la hemos alcanzado -dijo con voz ronca. Le tomó la mano y se la pegó al pecho-. Mira.
El corazón le latía acelerado debajo de su delicada palma y lo miró maravillada.
– ¿Yo? ¿Lo he hecho yo?
– Tú. Sólo tú -sus labios encontraron el cuello de Ellie y la distrajo mientras sus hábiles dedos le desabotonaban el vestido. Tenía que verla, tenía que tocarla. Si no, se volvería loco. Estaba convencido. Pensó en cómo se había torturado a sí mismo intentado imaginar lo largo que sería su pelo. Últimamente, se había sometido a una agonía todavía peor: pasarse el día imaginando cómo serían sus pechos. La forma. El tamaño. El color de los pezones. Ese ejercicio mental siempre lo dejaba en un estado muy incómodo, pero no podía evitarlo.
La única solución era desnudarla… del todo, por completo, y dar un descanso a su imaginación mientras el resto de su cuerpo disfrutaba de la realidad.