Por fin sus dedos llegaron a un botón que estaba por debajo de las costillas y, muy despacio, abrió las dos piezas del vestido. No llevaba corsé, sólo una delicada camisola de algodón. Era blanca, casi virginal. Lo excitó más que la prenda de lencería francesa más provocativa, y sólo porque lo llevaba ella. Nunca en su vida había deseado a nadie como deseaba a su mujer.
Sus grandes manos encontraron los bajos de la camisola y se deslizaron por debajo, acariciando la sedosa calidez de su piel. Ella contrajo los músculos e, instintivamente, el estómago se le encogió. Él se estremeció de necesidad mientras sus manos iban subiendo, adaptándose a sus costillas, y luego siguieron subiendo hasta que encontraron la suave y femenina curva de un pecho.
– Oh, Charles -suspiró ella cuando él le cubrió el pecho con la mano y se lo apretó.
– Dios mío -respondió él, que creía que estallaría allí mismo. No lo veía, pero lo notaba. Era del tamaño perfecto para su mano. Cálido, dulce y suave y, maldita sea, si no lo saboreaba allí mismo iba a perder el control por completo.
Obviamente, había muchas posibilidades de que saborear sus pechos también le hiciera perder el control, pero se olvidó de todo en cuanto apartó la camisola.
Contuvo el aliento cuando por fin la vio.
– Dios mío -suspiró.
Ellie enseguida hizo ademán de cubrirse.
– Lo siento, yo…
– No digas que lo sientes -le ordenó él con brusquedad.
Había sido un estúpido al pensar que verla desnuda finalmente pondría fin a las tribulaciones eróticas de su imaginación. La realidad era mucho más exquisita; dudaba que pudiera volver a realizar sus actividades diarias sin recordarla así en su imaginación. Constantemente. Justo como estaba ahora.
Se inclinó y le dio un suave beso debajo de un pecho.
– Eres preciosa -susurró.
Ellie, a quien no habían llamado fea pero tampoco se había pasado la vida escuchando piropos hacia su belleza, se quedó callada. Charles la besó debajo del otro pecho.
– Perfecta.
– Eh… sé que no soy…
– No digas nada a menos que vayas a darme la razón -dijo, muy serio.
Ella sonrió. No pudo evitarlo.
Y entonces, justo cuando estaba a punto de decir algo para tomarle el pelo, la boca de Charles localizó su pezón, se cerró sobre él y ella se olvidó de todo. Distintas sensaciones invadieron su cuerpo y, aunque quisiera, no habría podido articular palabra o formular un pensamiento.
Pero no quería. Sólo quería arquear la espalda hacia él y apretarse contra su boca.
– Eres mejor de lo que había soñado -murmuró él contra su piel-. Más de lo que había imaginado -levantó la cabeza lo justo para obsequiarla con una picara sonrisa-. Y tengo muy buena imaginación.
Una vez más, Ellie no pudo reprimir una tierna sonrisa, porque estaba muy emocionada con los esfuerzos que estaba haciendo Charles para que aquella primera experiencia íntima entre ellos no le resultara abrumadora. Bueno, no era del todo cierto. Estaba intentando abrumarla, esforzándose por ejercer su magia sobre cada terminación nerviosa de su cuerpo, pero también estaba intentando que no perdiera la sonrisa ni un instante.
Era un hombre más bueno de lo que quería que la gente creyera. Ellie sintió algo cálido y dulce en su corazón, y se preguntó si serían los primeros destellos de amor.
Presa de una nueva oleada de sensaciones, levantó las manos, que hasta ahora habían estado en el suelo pegadas a su cuerpo, y entrelazó los dedos en el pelo castaño rojizo de Charles. Era corto y suave y le volvió la cabeza para que el pelo le acariciara la mejilla.
Él la sujetó unos segundos y luego levantó su cuerpo para poder mirarla.
– Dios mío, Ellie -dijo con palabras temblorosas-, cómo te deseo. Nunca sabrás cuánto…
Los ojos de Ellie se llenaron de lágrimas ante la sincera emoción que percibió en su voz.
– Charles -empezó a decir, pero entonces se estremeció cuando una ráfaga de viento le acarició la piel.
– Tienes frío -dijo él.
– No -mintió ella, que no quería que nada, ni siquiera el tiempo, rompiera ese precioso instante.
– Tienes frío -se apartó y empezó a abotonarle el vestido-. Soy un animal -dijo entre dientes-. Seducirte aquí por primera vez al aire libre. Encima de la hierba.
– Un animal precioso -intentó bromear ella.
Él la miró y sus ojos marrones ardieron con una emoción que ella no había visto nunca. Era ardiente, y salvaje y maravillosamente posesiva.
– Cuando te haga mi mujer, lo haré bien: en nuestra cama de matrimonio. Y entonces… -se inclinó y le dio un apasionado beso- no pienso dejarte salir en una semana. O dos.
Ellie lo miraba atónita porque todavía no se creía que ella hubiera despertado tal pasión en ese hombre. Había estado con las mujeres más bonitas del mundo y era ella, una sencilla chica de pueblo, quien hacía latir su corazón. Entonces, Charles la tiró del brazo y, cuando Ellie se vio arrastrada de vuelta hacia Wycombe Abbey, gritó:
– ¡Espera! ¿Adónde vamos?
– A casa. Ahora mismo.
– No podemos.
Él se volvió muy despacio.
– Al diablo con que no podemos.
– Charles, el lenguaje.
Él ignoró la reprimenda.
– Eleanor, cada centímetro de mi cuerpo arde por ti, y no puedes negarme que a ti te pasa lo mismo. ¿Quieres darme un buen motivo por el que no debería arrastrarte hasta Wycombe Abbey ahora mismo y hacerte el amor hasta que los dos caigamos extasiados?
Ella se sonrojó ante un discurso tan sincero.
– Los arrendatarios. Teníamos que ir a visitarlos esta tarde.
– Al demonio los arrendatarios. Pueden esperar.
– Pero ya he enviado a alguien a casa de Sally Evans para decirle que iríamos a inspeccionar la limpieza de la chimenea. Charles no se detuvo y siguió arrastrándola hacia casa. -No nos echará de menos.
– Sí que lo hará -insistió ella-. Seguro que ha limpiado toda la casa y ha preparado té. Sería el colmo de la mala educación no presentarnos. Y más después del número que montamos en su casa a principios de semana.
Él recordó la escena en la chimenea, aunque eso no sirvió para mejorar su humor. Lo último que necesitaba eran recuerdos de ese día en que se había quedado atrapado con su mujer en un espacio tan estrecho.
– Charles -dijo Ellie por última vez-, tenemos que ir a verla. No tenemos otra opción.
– Pero no me estás rechazando, ¿verdad?
– ¡No! -exclamó ella, en voz alta y con sinceridad.
Él blasfemó entre dientes y maldijo en voz baja.
– Está bien -dijo-. Visitamos a Sally Evans y ya está. Quince minutos en su casa y volvemos a Wycombe Abbey.
Ellie asintió.
Charles volvió a maldecir mientras intentaba no pensar demasiado en el hecho de que su cuerpo todavía no había recuperado su estado relajado. Iba a ser una tarde de lo más incómoda.
CAPITULO 14
Ellie pensó que Charles se estaba tomando bastante bien ese contratiempo. Estaba de mal humor, sí, pero quedaba claro que estaba intentando tomárselo con filosofía, aunque no siempre lo conseguía.
Demostró su impaciencia de mil maneras. Ellie sabía que nunca olvidaría la cara de Sally Evans cuando vio a Charles beberse el té de golpe, dejar la taza en el plato, decir que era el té más delicioso que había probado en la vida y agarrar a Ellie de la mano y casi lanzarla hacia la puerta.
Y todo en diez segundos.
Ellie quería estar enfadada con él. De verdad que quería, pero no podía porque sabía que ella era la causa de su impaciencia, lo mucho que la deseaba. Y era una sensación demasiado emocionante como para ignorarla.
Sin embargo, era importante para ella causar una buena impresión a la gente, de modo que, cuando Sally les preguntó si querían comprobar los avances en la limpieza de la chimenea, Ellie dijo que lo harían encantados.