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– Resulta que ha sido un poco más complicado que una simple limpieza -dijo Sally mientras salían de su casa-. Había algo atascado… No sé muy bien qué era.

– Lo importante es que ya está arreglado -respondió Ellie mientras salía-. Últimamente ha hecho frío, y todavía hará más -vio una escalera apoyada contra la pared de la casa-. ¿Por qué no subo y echo un vistazo?

Apenas había alcanzado el segundo escalón cuando notó las manos de Charles en la cintura. Al cabo de un segundo, volvía a estar en el suelo.

– ¿Por qué no te quedas aquí abajo? -respondió él.

– Pero quiero ver…

– Si es imperativo que vaya uno de los dos, iré yo -gruñó él.

Alrededor de la casa se había reunido un pequeño grupo de vecinos, todos visiblemente impresionados por la implicación del conde en los asuntos de sus arrendatarios. Ellie se colocó entre ellos mientras Charles subía la escalera y estuvo a punto de estallar de orgullo cuando escuchó comentarios como: «El conde es de los buenos» o «No es demasiado engreído para realizar ningún trabajo».

Charles caminó por encima del tejado y se asomó a la chimenea.

– Todo parece correcto -dijo.

Ellie se preguntó si tenía alguna experiencia previa con chimeneas en la cual basarse, pero entonces se dijo que daba igual. Parecía que sabía de qué hablaba, que era lo único importante para los arrendatarios y, además, el hombre que había realizado la limpieza estaba junto a ella y le había asegurado que la había dejado como nueva.

– Entonces, ¿Sally no tendrá ningún problema para calentar la casa este invierno? -le preguntó ella.

John Bailstock, el mampostero y deshollinador, respondió:

– Ninguno. De hecho, tendrá…

Lo interrumpieron los gritos de:

– ¡Dios Santo! ¡El conde!

Ellie levantó la mirada horrorizada y vio a su marido tambaleándose en lo alto de la escalera. Se quedó petrificada unos segundos, con la sensación de que el tiempo pasaba frente a sus ojos mucho más despacio de lo normal. La escalera crujió muy fuerte y, antes de que pudiera reaccionar, Charles estaba volando por los aires y arrastraba la escalera que, prácticamente, se desmoronaba ante sus ojos.

Ellie gritó y echó a correr, pero cuando llego hasta su marido, él ya había caído al suelo y estaba inmóvil.

– ¿Charles? -exclamó, arrodillándose a su lado-. ¿Estás bien? Por favor, dime que estás bien.

Gracias a Dios, el conde abrió los ojos.

– ¿Por qué será que siempre acabo herido cuando estás cerca? -dijo, cansado.

– ¡No he tenido nada que ver con esto! -respondió ella, horrorizada ante su insinuación-. Sé que crees que estropeé el horno, y arruiné el invernadero, y…

– Lo sé -la interrumpió él. Su voz apenas era audible, pero dibujó una pequeña sonrisa-. Sólo bromeaba.

Ellie suspiró aliviada. Si podía bromear quería decir que no estaba tan malherido, ¿no? Se obligó a tranquilizarse y ordenó a su corazón que dejara de latir tan deprisa… No recordaba haber sufrido nunca un miedo tan paralizante. Ahora tenía que ser fuerte; tenía que ser como siempre: eficaz, tranquila y capaz de todo.

De modo que respiró hondo y dijo:

– ¿Dónde te duele?

– ¿Me creerías si te digo que me duele todo el cuerpo?

Ella se aclaró la garganta.

– En realidad, sí. Ha sido una buena caída.

– Creo que no me he roto nada.

– Da igual; me quedaré más tranquila si lo verifico yo misma -empezó a tocarle las costillas y a inspeccionar su cuerpo-. ¿Qué sientes? -le preguntó al apretarle una costilla.

– Duele -respondió él en tono neutro-. Aunque puede ser un dolor residual del accidente que tuvimos con el carruaje antes de casarnos.

– Madre mía, lo había olvidado. Debes de pensar que traigo mala suerte.

Él cerró los ojos, lo que no era el «¡Claro que no!» que ella esperaba. Ellie le cogió el brazo y, antes de decidir si se lo había roto o sólo era un esguince, sus dedos localizaron algo cálido y pegajoso.

– ¡Dios mío! -gritó, mirando fijamente sus dedos manchados de rojo-. ¿Estás sangrando? ¡Estás sangrando!

– ¿Sangrando? -él se volvió y se miró el brazo-. Estoy sangrando.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó ella, histérica, mientras le inspeccionaba el brazo con mucho más cuidado que antes. Había oído hablar de heridas en que el hueso roto atravesaba la piel. Que Dios les ayudara si era el caso de Charles; Ellie no tenía ni idea de cómo curar una herida así, aunque estaba segura de que se desmayaría antes de poder intentarlo.

Un hombre dio un paso adelante y dijo:

– Milady, creo que se ha arañado la piel con un pedazo de madera de la escalera al caer.

– Sí, claro -Ellie miró hacia la escalera, que estaba hecha pedazos en el suelo.

Varios hombres se arremolinaron alrededor de los trozos y uno dijo:

– Hay una mancha de sangre.

Ella meneó la cabeza y se volvió hacia su marido:

– Estarás lleno de astillas -dijo.

– Perfecto. Y supongo que querrás quitármelas, ¿verdad?

– Son las cosas que hace una esposa -dijo ella pacientemente-. Y, al fin y al cabo, yo soy tu esposa.

– Como había empezado a saborear -dijo él entre dientes-. De acuerdo, adelante.

Cuando Ellie se proponía algo, no había quien la detuviera. Pidió a tres vecinos que la ayudaran a entrar a Charles en casa de Sally Evans y envió a dos más a Wycombe Abbey para que les enviaran un carruaje muy amplio para que los llevara a casa. Pidió a la joven viuda que hiciera pequeños vendajes con una enagua, que prometió reponer cuando aquello hubiera pasado.

– Y hierve un poco de agua -le dijo.

Sally se volvió sobre sí misma, con una jarra de cerámica en las manos.

– ¿Hervirla? ¿No prefiere empezar a limpiarle las heridas con esto?

– Yo preferiría agua a temperatura ambiente -dijo Charles-. No me apetece añadir quemaduras a la lista de heridas. Ellie apoyó las manos en las caderas.

– Hiérvela. O, al menos, caliéntala. Sé que me siento mucho más limpia cuando me lavo con agua caliente. Por lo tanto, es lógico que el agua caliente también limpie mejor la herida. Y sé que no debemos dejarnos ninguna astilla.

– La herviré -dijo Sally-. Menos mal que la chimenea está arreglada.

Ellie volvió a concentrarse en su marido. No tenía ningún hueso roto, pero estaba lleno de magulladuras. Utilizó unas pinzas que pidió prestadas a Sally para arrancar las astillas que tenía clavadas en la parte superior del brazo.

Ella arrancó. Él hizo una mueca de dolor.

Ella volvió a arrancar. Y él hizo otra mueca.

– Si te duele, puedes gritar -le dijo-. No te veré como un ser más débil por ello.

– No necesito… ¡Ay!

– Lo siento -dijo ella con sinceridad-. Estaba distraída.

Él gruñó en voz baja algo que ella no consiguió entender, aunque tenía la sensación de que se suponía que no tenía que hacerlo. Ellie se obligó a no mirarlo a la cara, algo que había descubierto que le gustaba hacer, y a concentrarse en la herida. Al cabo de varios minutos, le había arrancado todas las astillas y estaba muy satisfecha.

– Por favor, dime que has terminado -dijo Charles cuando ella anunció que ésa era la última.

– No estoy segura -respondió ella, arrugando la cara mientras volvía a examinar la herida-. He arrancado todas las astillas, pero no sé qué hacer con el corte. Puede que necesites puntos.

Charles palideció, y Ellie no sabía si era por la idea de los puntos o por si tendría que dárselos ella.

Apretó los labios mientras pensaba y, al final, dijo:

– Sally, ¿a ti qué te parece? ¿Puntos?

La viuda se acercó con un caldero de agua caliente

– Sí, sí. Necesita puntos.

– ¿No podría tener la opinión de un profesional? -preguntó Charles.