– ¿Y ahora qué?
– Está congelada. Monsieur Belmont debe haber mandado traer hielo. Quizá tendremos un postre de fruta helada esta noche.
– Ellie, la mermelada…
Alargó las manos hacia la olla, frunciendo el ceño cuando vio que las doncellas se alejaban. Estaba claro que todavía no confiaban en ella.
– Sólo voy a dejarla en esta mesa, para que se enfríe y…
Charles nunca sabría con seguridad qué pasó a continuación. Estaba mirando cómo monsieur Belmont cortaba una berenjena con manos expertas cuando oyó que Ellie soltaba un grito de dolor. Cuando la miró, vio que la enorme olla estaba cayendo al suelo. Mientras observaba la escena horrorizado e impotente, la olla cayó al suelo y la tapa salió volando. La mermelada violeta salpicó por todas partes: la cocina, el suelo y a Ellie.
Ella gritó como un animal herido y cayó al suelo, llorando de agonía. A Charles se le detuvo el corazón y corrió a su lado, resbalando con el líquido caliente y pegajoso.
– Quítamela -lloró ella-. Quítamela.
Charles la miró y vio que la mermelada hirviente estaba pegada a su piel. Por Dios, mientras él miraba, la piel de Ellie se quemaba. Parecía que sólo le había salpicado las manos y las muñecas. Sin pensárselo dos veces, Charles agarró el cubo de agua fría que ella había utilizado dentro y le metió las manos dentro.
Ella lo golpeó con el cuerpo e intentó sacar las manos.
– No -gritó-. Está demasiado fría.
– Cariño, ya lo sé -dijo él, con delicadeza, rezando para que ella no percibiera el pequeño temblor en su voz-. Yo también tengo las manos en el agua.
– Duele. Duele mucho.
Charles tragó saliva y miró alrededor de la cocina. Seguro que había alguien que sabía qué hacer, cómo aliviarle el dolor. Oírla llorar y notar las sacudidas de su cuerpo le rompía el corazón.
– Chisss, Ellie -dijo con su voz más dulce-. Mira, la mermelada se está despegando, ¿lo ves?
Ella bajó la mirada hacia el cubo y Charles deseó no haber dicho nada, porque tenía las manos llenas de manchas rojas en carne viva.
– Traedme más hielo -gritó a nadie en particular-. El agua se está calentando.
La señora Stubbs dio un paso adelante a pesar de que tres doncellas ya corrían hacia la hielera.
– Señor, no sé si ha hecho lo correcto.
– La mermelada todavía estaba hirviendo. Tenía que enfriarla.
– Pero está temblando.
Charles se volvió hacia Ellie.
– ¿Todavía duele tanto?
Ella meneó la cabeza.
– Casi no siento nada.
Charles se mordió el labio inferior. No sabía cómo curar una quemadura.
– Está bien. Quizá deberíamos vendarlas.
Permitió que Ellie sacara las manos del agua, pero, a los diez segundos, ya volvía a llorar de dolor. Charles le metió las manos en el agua otra vez justo cuando las doncellas venían con el hielo.
– Parece que el agua fría le alivia el dolor -le dijo a la señora Stubbs.
– Pero no puede quedarse así siempre.
– Lo sé. Un minuto más. Quiero estar seguro.
– ¿Quiere que prepare una pomada especial para las quemaduras?
Charles asintió y volvió a concentrarse en Ellie. La abrazó con fuerza y pegó los labios a su oreja mientras susurraba:
– Quédate aquí, cariño. Deja que te alivie el dolor.
Ella asintió.
– Respira hondo -le dijo. Cuando ella lo hizo, Charles miró a la señora Stubbs y dijo-: Que alguien limpie todo esto. No quiero verlo. Que lo tiren.
– ¡No! -gritó Ellie-. ¡Mi mermelada no!
– Cielo, sólo es mermelada.
Ella se volvió hacia él con los ojos más claros desde que se había quemado.
– Me he pasado todo el día haciéndola.
Charles suspiró internamente, aliviado. Si Ellie podía concentrarse en la mermelada, quizá podía conseguir que dejara de pensar en el dolor.
– ¿Qué está pasando? -dijo alguien con una horrible voz aguda.
Charles levantó la cabeza. Era su tía Cordelia. Perfecto, esto era lo último que necesitaban.
– Que alguien la saque de aquí -dijo entre dientes.
– ¿Se ha quemado? ¿Se ha quemado alguien? Llevo años advirtiéndoos a todos del peligro del fuego.
– ¿Quiere alguien sacarla de la cocina? -dijo Charles más alto.
– El fuego nos consumirá a todos. -Cordelia empezó a agitar los brazos en el aire-. ¡A todos!
– ¡Ahora! -gritó Charles, y esta vez aparecieron dos mozos para llevarse a su tía-. Dios santo -murmuró-, esta mujer está totalmente trastornada.
– Es inofensiva -dijo Ellie, temblorosa-. Tú mismo me lo dijiste.
– Tú no digas nada y conserva todas tus energías -le respondió, con la voz impregnada de miedo.
La señora Stubbs se les acercó con un pequeño cuenco en las manos.
– Aquí está la pomada, señor. Tenemos que untarle las heridas y luego vendarle las manos.
Charles miró con recelo la pegajosa mezcla.
– ¿Qué es?
– Un huevo batido y dos cucharadas de aceite dulce, señor.
– ¿Y está segura de que funcionará?
– Es lo que siempre usaba mi madre, señor.
– Está bien. -Charles se sentó mientras observaba cómo la señora Stubbs aplicaba la pomada en la maltrecha piel de Ellie y luego le vendaba las manos con un fino lino. La joven condesa tenía el cuello y los hombros tensos, y Charles sabía que estaba intentando no llorar del dolor.
Dios, verla así le rompía el corazón.
Oyeron un pequeño alboroto en la puerta y él se volvió y vio a Judith, seguida de cerca por Claire y Helen.
– Hemos oído ruidos -dijo Helen, casi sin aliento después de haber cruzado la casa corriendo-. La tía Cordelia estaba gritando.
– La tía Cordelia siempre grita -dijo Judith. Entonces vio a Ellie y añadió-: ¿Qué ha pasado?
– Se ha quemado las manos -respondió Charles.
– ¿Cómo? -preguntó Claire con la voz extrañamente áspera.
– La mermelada -respondió él-. Estaba… -se volvió hacia Ellie con la esperanza de que se olvidara un poco del dolor si la incluía en la conversación-. ¿Cómo diablos ha sucedido?
– La olla -jadeó ella-. He sido una estúpida. Debería haberme dado cuenta de que no estaba donde la había dejado.
Helen avanzó, se arrodilló y colocó un reconfortante brazo en los hombros de Ellie.
– ¿Qué quieres decir?
La condesa se volvió hacia su nueva prima.
– Cuando dejamos la mermelada en el fuego…, queríamos que se hiciera a fuego lento, ¿recuerdas?
Helen asintió.
– Alguien debió de acercarla al fuego. Y no me di cuenta -se interrumpió y contuvo un grito de dolor cuando la señora Stubbs apretó las vendas de una mano y empezó a untarle la otra.
– ¿Y luego qué pasó? -preguntó Helen.
– Las asas estaban calientes. No me lo esperaba y solté la olla. Cuando cayó al suelo… -cerró los ojos con fuerza, intentando no recordar el terrible momento en que el líquido violeta lo salpicó todo, y también sus manos, y la horrorosa sensación de quemarse.
– Ya basta -ordenó Charles, percibiendo su angustia-. Helen, llévate a Claire y a Judith de la cocina. No hay ninguna necesidad de que vean todo esto. Y haz que lleven una botella de láudano a la habitación de Ellie.
Helen asintió, tomó a sus hijas de la mano y se marchó.
– No quiero láudano -protestó Ellie.
– No tienes otra opción. Me niego a quedarme quieto y no hacer nada para calmarte el dolor.
– Pero no quiero dormir. No quiero… -tragó saliva y lo miró, sintiéndose más vulnerable que en toda su vida-. No quiero estar sola -susurró al final.
Charles se inclinó y le dio un delicado beso en la sien.
– No te preocupes -murmuró-. No me moveré de tu lado. Te lo prometo.
Y cuando por fin le administraron el láudano y la metieron en la cama, él se sentó en una silla junto a ella. Observó su cara mientras se dormía y luego se quedó sentado en silencio hasta que el sueño también se apoderó de él.