Pero, sobre todo, en cómo respetaba el talento y anticipaba sus necesidades, y en cómo sus ojos se habían llenado de tristeza cuando se había quemado, como si sintiera cada una de las pequeñas ampollas en su piel.
Era un hombre mucho mejor de lo que ella creía cuando dijo «Sí, quiero».
Él le dio unos golpecitos en el hombro.
– ¿Ellie? ¿Ellie?
– ¿Qué? Oh, lo siento -se sonrojó, a pesar de que era consciente de que Charles no podía leerle los pensamientos-. Tenía la cabeza en otro sitio.
– Cariño, como mínimo estabas en la luna.
Ella tragó saliva e intentó buscar una excusa razonable.
– Estaba pensando en mi estrategia de inversión. ¿Qué te parece el café?
– Que me gusta con leche.
– Como inversión -prácticamente espetó ella.
– Dios mío, de repente estamos muy irritables.
Ella pensó que, si él se acabara de dar cuenta de que se había metido en un camino de sentido único donde sabía que le romperían el corazón, también estaría irritable. Estaba enamorada de un hombre que no veía nada malo en la infidelidad. Le había dejado muy claras sus opiniones sobre el matrimonio.
Ellie sabía que, por ahora, le sería fiel. Estaba demasiado intrigado por ella y la novedad de su matrimonio para recurrir a otras mujeres, pero, al final, acabaría aburrido y, entonces, ella se quedaría en casa sola y con el corazón roto.
Maldito hombre. Si tenía que tener un defecto fatal, ¿por qué no podía morderse las uñas, o jugar, o ser bajo, gordo y feo? ¿Por qué tenía que ser perfecto en todos los sentidos menos en la apabullante falta de respeto hacia la santidad del matrimonio?
Ellie estaba a punto de llorar.
Y lo peor era que sabía que nunca podría pagarle con la misma moneda. No podría serle infiel, aunque quisiera. Quizá era debido a su estricta educación por parte de un hombre de Dios, pero era imposible que ella rompiera un voto tan solemne como el del matrimonio. No era su naturaleza.
– Te has puesto triste de repente -dijo Charles acariciándole la cara-. ¡Dios mío! Estás llorando. Ellie, ¿qué te pasa? ¿Son las manos?
Ella asintió. Parecía lo más fácil teniendo en cuenta las circunstancias.
– Voy a darte más láudano. Y no admitiré quejas de que acabas de tomarte un poco. Otro cuarto de dosis no te dejará inconsciente.
Ella se bebió el líquido mientras pensaba que no le importaría quedarse inconsciente allí mismo.
– Gracias -le dijo, cuando él le secó los labios. La estaba mirando tan preocupado, y eso le rompía el corazón y…
Y entonces se acordó. Decían que los donjuanes eran los mejores maridos, ¿no? ¿Por qué diantres no podía reformarlo? Nunca antes se había amilanado ante un reto. Con una repentina inspiración, y quizá un poco mareada después de haber doblado la dosis de láudano, se volvió hacia él y dijo:
– ¿Y cuándo sabré en qué consiste el misterioso punto número siete de la lista?
Él la miró con preocupación.
– No estoy seguro de que estés en condiciones.
– Bobadas -ella meneó la cabeza y le ofreció una alegre sonrisa-. Estoy en condiciones para cualquier cosa.
Ahora la miraba extrañado. Parpadeó varias veces, agarró la botella de láudano y la miró con curiosidad.
– Creía que esto te adormecía.
– No sé si quiero dormir -respondió ella-, pero me siento mucho mejor.
Charles la miró, miró la botella y la olió con cuidado.
– Quizá debería probarlo.
– Yo podría probarte a ti -y se rió.
– Ahora sé que has tomado demasiado láudano.
– Quiero oír el punto número siete.
Charles se cruzó de brazos y la observó bostezar. Empezaba a preocuparlo. Parecía que estaba bien, luego de repente se le habían llenado los ojos de lágrimas y ahora… Bueno, si no la conociera, creería que estaba intentando seducirlo.
Cosa que iba muy bien con lo que había escrito al final de la lista, aunque de repente se mostraba reticente a revelar sus intenciones amorosas mientras ella estuviera en ese estado.
– El número siete, por favor -insistió ella.
– Quizá mañana.
Ella hizo un mohín.
– Has dicho que querías entretenerme. Y te aseguro que no me entretendré mientras no sepa el último punto de la lista.
Charles jamás se lo hubiera creído, pero era incapaz de leer esas palabras en voz alta. No cuando ella se estaba comportando de una forma tan extraña. Sencillamente, no podía aprovecharse de ella en esas condiciones.
– Toma -dijo, horrorizado por la vergüenza que reconoció en su voz y algo enfadado con ella por hacerlo sentir como un… un… Santo Dios, ¿qué le estaba pasando? Estaba domesticado. Frunció el ceño-. Puedes leerlo tú misma.
Le colocó la hoja frente a ella y la miró mientras sus ojos leían las palabras.
– Madre… -gritó-. ¿Es posible? -Te aseguro que sí.
– ¿Incluso en mi estado? -levantó las manos-. Oh. Supongo que por eso mencionas específicamente…
Charles se sintió algo petulante cuando ella se sonrojó.
– ¿No puedes decirlo en voz alta, querida?
– No sabía que se podían hacer esas cosas con la boca -farfulló. Charles dibujó una lenta sonrisa cuando el donjuán que llevaba dentro despertó. Le gustaba. Era más él mismo.
– En realidad, hay mucho más…
– Puedes explicármelo después -se apresuró a decir ella.
Él entrecerró los ojos.
– O quizá te lo demuestre.
Si no la conociera, habría jurado que la había visto tensar los hombros cuando dijo, o más bien susurró:
– De acuerdo.
O quizá fue más un grito que un susurro. En cualquier caso, estaba aterrada.
Y entonces bostezó, y Charles se dio cuenta de que poco importaba si estaba aterrada o no. La dosis adicional de láudano empezaba a hacer efecto y Ellie estaba a punto de…
Roncar.
Él suspiró y se apartó mientras se preguntaba cuánto tiempo pasaría antes de que pudiera hacer el amor con su mujer. Y luego se preguntó si viviría hasta entonces.
La garganta de Ellie emitió un sonido curioso, un sonido con el que ningún ser humano podría dormir.
Y entonces fue cuando descubrió que tenía mayores preocupaciones y empezó a pensar si roncaría cada noche.
CAPITULO 18
Al día siguiente, Ellie se despertó sintiéndose mucho más fresca. Era increíble lo que un poco de valor y determinación podían hacer por el estado de ánimo. El amor romántico era algo muy extraño. Ella nunca lo había sentido y, aunque le revolvía un poco el estómago, quería aferrarse a él con las dos manos y no soltarlo nunca.
O mejor, quería aferrarse a Charles y no soltarlo nunca, aunque con los vendajes le costaría un poco. Suponía que eso sería el deseo, algo tan desconocido para ella como el amor.
No estaba completamente segura de poder convencerlo y que adoptara su visión del amor, el matrimonio y la fidelidad, pero sabía que si no lo intentaba, se lo reprocharía toda la vida. Si no lo conseguía, seguramente estaría hundida, pero al menos no tendría que llamarse cobarde.
Y, por tanto, esperó emocionada en el comedor informal con Helen y Judith mientras Claire iba a buscar a Charles. La chica había ido a su despacho con la excusa de que la acompañara al invernadero a revisar su trabajo. El pequeño comedor estaba de camino al invernadero, así que Ellie, Judith y Helen estaban preparadas para saltar y gritar: «¡Sorpresa!»
– El pastel es precioso -dijo Helen, contemplando la cobertura pálida. Se acercó un poco más-. Excepto, quizá, por esta marca que es exactamente del ancho del dedo de niña de seis años.
Judith, con el pretexto de que había visto un bicho, se metió debajo de la mesa.
Ellie sonrió con indulgencia.
– Un pastel no sería un pastel sin estas marcas. Al menos, no sería un pastel familiar. Y son los mejores.
Helen bajó la mirada para asegurarse de que Judith estaba ocupada en otra cosa que no fuera escuchar su conversación y dijo: