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Cuando no estaba pensando en que su marido todavía no le había dicho que la quería o estaba haciendo algo para conseguir que la quisiera, dedicaba el tiempo a revisar las páginas financieras del periódico. Por primera vez en su vida, tenía el control sobre sus ahorros y no quería meter la pata.

Por lo visto, Charles se pasaba el día buscando formas de llevarse a Ellie a la cama. Ella presentaba la resistencia justa, y sólo lo hacía porque él seguía escribiendo listas para coaccionarla, aunque siempre eran terriblemente divertidas.

Una noche, mientras ella estaba en el despacho repasando sus inversiones, Charles le presentó la que más adelante ella declararía que había sido su favorita:

CINCO FORMAS DE QUE ELLIE PUEDA IR DEL DESPACHO A LA HABITACIÓN

1. Caminar deprisa.

2. Caminar muy deprisa.

3. Correr.

4. Sonreír con dulzura y pedir a Charles que la lleve.

5. A la pata coja.

Ellie arqueó las cejas cuando leyó el último punto. Charles se encogió de hombros.

– Se me acabaron las ideas.

– Te das cuenta de que ahora tendré que subir a la pata coja, ¿verdad?

– Me encantaría llevarte en brazos.

– No, no. Has arrojado el guante. No tengo otra opción. Debo subir a la pata coja o perderé mi honor para siempre.

– Mmm, sí -dijo él frotándose la barbilla pensativo-. Te entiendo.

– Aunque si ves que pierdo el equilibrio, tómate la libertad de ayudarme a apoyar los pies.

– Mejor dicho, el pie.

Ellie intentó asentir con elegancia, pero la picara sonrisa que dibujó arruinó el efecto. Se levantó, fue a la pata coja hasta la puerta, se volvió hacia su marido y preguntó:

– ¿Está permitido cambiar de pierna?

Él meneó la cabeza.

– No sería una pata coja decente.

– Por supuesto -murmuró ella-. Mmm. Puede que necesite apoyarme en ti de vez en cuando.

Él cruzó la habitación y le abrió la puerta.

– Será un placer ayudarte en lo que sea.

– Puede que necesite apoyarme mucho en ti de vez en cuando. La expresión de Charles estaba a medio camino entre una sonrisa y una mirada lasciva.

– Será un placer todavía mayor.

Ellie avanzó por el pasillo, cambió de pie cuando creía que Charles no la miraba y perdió el equilibrio cuando pasó de la alfombra al suelo desnudo. Agitó los brazos en el aire y gritó riéndose mientras intentaba mantenerse de pie. Charles fue a su lado y colocó su brazo encima de los hombros.

– ¿Así mejor? -le preguntó muy serio.

– Mucho mejor -ella siguió avanzando.

– Es tu castigo por cambiar de pie.

– Nunca haría algo así -mintió ella.

– Ja -dijo con una expresión de «ni puedes engañarme»-. Ten cuidado al girar la esquina.

– Nunca se me ocurriría… ¡Oh! -gritó cuando se golpeó contra la pared.

– Vaya, vaya. Eso tiene un precio.

– ¿De veras? -preguntó muy interesada-. ¿Cuál?

– Un beso. Quizá dos.

– Sólo acepto si son tres.

Él suspiró.

– Sabes cómo conseguir lo que quieres, milady.

Ella se levantó sobre la punta del pie y le dio un beso en la nariz.

– Uno.

– Me parece que ese sólo cuenta como medio. Le dio un beso en los labios, asomando la lengua para juguetear con la comisura de sus labios.

– Dos.

– ¿Y el tercero?

– No habría tercero si no supiera cómo conseguir lo que quiero -señaló ella.

– Ya, pero ahora lo espero, así que será mejor que sea bueno.

Ellie dibujó una lenta sonrisa ante aquel desafío.

– Es una suerte -murmuró- que haya aprendido tanto sobre besos en esta semana.

– Una suerte para mí -respondió él sonriendo mientras ella le atraía la cabeza hacia abajo. El beso fue cálido y apasionado, y él lo sintió en cada nervio del cuerpo. Principalmente lo sintió en la entrepierna, que empezó a endurecerse de tal forma que tuvo que separarse de ella y decir-: Será mejor que subas deprisa.

Ellie se rió y avanzaron a la pata coja, saltaron, tropezaron y corrieron por el pasillo. Cuando llegaron a la escalera, reían con tantas ganas que ella tropezó y se cayó de espalda sobre el último escalón.

– ¡Ay! -exclamó.

– ¿Estás bien?

Ambos se volvieron avergonzados hacia Helen, que estaba en el salón con Cordelia, mirándolos con intriga.

– Ellie, parecía que ibas coja -dijo-. Y luego parecía que…-Bueno, francamente, no sé qué parecía.

Ellie se sonrojó.

– Él… eh… yo… eh…

Charles ni se molestó en intentar explicarlo.

Helen sonrió.

– Te entiendo perfectamente. Vamos, Cordelia. Creo que nuestros recién casados quieren intimidad.

– Recién casados… ¡uf! -espetó la mujer-. Si quieres saber mi opinión, creo que se comportan como una pareja de pájaros desquiciados.

Ellie observó cómo la señora mayor salía del salón, seguida de Helen.

– Bueno, al menos no está gritando «fuego» cada cinco minutos.

Charles parpadeó.

– Tienes razón. Creo que los incidentes de la cocina le han sacado el fuego de la cabeza.

– Gracias a Dios.

– Por desgracia, o quizá por suerte, dependiendo de cómo lo mires, a mí no me ha pasado lo mismo.

– No te entiendo.

– Quiero decir -dijo él, arrastrando las palabras-, que estoy ardiendo.

Los ojos y la boca de Ellie dibujaron tres oes perfectas.

– Así que será mejor que subas tu cuerpo hasta la habitación antes de que te viole aquí mismo.

Ella sonrió con picardía.

– ¿Serías capaz?

Él se inclinó hacia delante y, de repente, parecía el donjuán que decían que era.

– Yo no propondría ningún reto, milady, a menos que estés dispuesta a hacer frente a las consecuencias.

Ellie se levantó y echó a correr. Charles la siguió, agradecido de que su mujer hubiera decidido desplazarse con los dos pies.

Varias horas después, Ellie y Charles estaban en la cama, apoyados en varios cojines mientras saboreaban una deliciosa cena que habían mandado subir a la habitación. Ninguno de los dos estaba en condiciones de personarse en la cocina.

– ¿Codorniz? -preguntó Charles, sujetando una pieza.

Ellie se lo comió directamente de sus dedos.

– Mmm. Deliciosa.

– ¿Espárragos?

– Me voy a poner muy gorda.

– Seguirás siendo preciosa -le colocó la punta del espárrago entre los labios.

Ellie masticó y suspiró satisfecha.

– Monsieur Belmont es un genio.

– Por eso lo contraté. Toma, prueba un poco de pato asado. Te prometo que te encantará.

– No, no, basta. No puedo comer nada más.

– Ah, eres una debilucha -se burló Charles, con el plato y la cuchara en la mano-. No puedes detenerte ahora. Intento convertirte en una persona licenciosa. Además, a monsieur Belmont le dará un berrinche si no te comes las natillas. Son su obra maestra.

– No sabía que los cocineros tuvieran obra maestra.

Él dibujó una seductora sonrisa.

– Confía en mí.

– De acuerdo, cedo. Probaré un pedacito -abrió la boca y dejó que Charles le diera una cucharada de natillas-. ¡Madre de Dios! -exclamó-. Están divinas.

– Imagino que querrás un poco más.

– Si no me das otra cucharada, te mataré.

– Y lo has dicho con cara seria -dijo con admiración.

Ella le lanzó una mirada de reojo.

– No bromeo.

– Toma, el plato entero. Odio interponerme entre una mujer y su comida.

Ellie hizo una pausa en su proceso de devorar hasta la última gota de natillas para decir:

– Normalmente, me ofendería por ese comentario, pero estoy en un estado demasiado sublime para hacerlo ahora mismo.