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Charles se volvió hacia su prima, intentando mantener su mirada libre de cualquier tipo de acusación.

– No he sido yo -gimoteó Claire-. Nunca lo haría. Y lo sabes. Ahora quiero a Ellie. Nunca le haría daño.

Charles quería creerla. De corazón, pero la chica ya había provocado muchos accidentes.

– Quizá es algo que pusiste en marcha la semana pasada, antes de que Ellie y tú arreglarais vuestras diferencias -dijo él despacio-. Quizá olvidaste…

– ¡No! -gritó Claire-. No he sido yo. Lo juro.

Helen rodeó los hombros de su hija con un brazo.

– Yo la creo, Charles.

Él miró los ojos rojos de su prima y se dio cuenta de que Helen tenía razón. La chica decía la verdad y él se sentía un canalla por haber dudado de ella, aunque sólo fuera un segundo. Puede que Claire no fuera perfecta, pero nunca envenenaría a nadie. Suspiró.

– Seguramente, ha sido sólo un accidente. Quizá monsieur Belmont ha utilizado leche agriada para las natillas.

– ¿Agriada? -repitió Cordelia-. Para hacerle tanto daño, tendría que estar casi podrida.

Charles sabía que tenía razón. Ellie se había puesto muy enferma de repente. ¿Era posible que aquellas convulsiones fueran consecuencia de algo tan benigno como la leche agriada? Pero ¿qué otra cosa podía ser? ¿Quién iba a querer envenenar a su mujer?

Helen dio un paso adelante y acarició el brazo de Charles con la mano.

– ¿Quieres que me quede con ella?

Él no respondió enseguida, porque todavía seguía perdido en sus pensamientos.

– Perdona, ¿qué? No. No, me quedaré yo.

Helen inclinó la cabeza.

– De acuerdo. Pero, si necesitas ayuda…

Charles al final centró la mirada en su prima y le dedicó toda su atención.

– Te lo agradezco, Helen. Puede que te tome la palabra.

– No dudes en despertarme -dijo. Y luego tomó a su hija por la mano y se dirigió hacia la puerta-. Vamos, Claire. Ellie no podrá descansar con tanta gente alrededor.

Cordelia también se dirigió hacia la puerta.

– Volveré en una hora para ver cómo está -dijo-. Pero parece que ha superado lo peor.

Charles miró a su mujer, que se había dormido. Tenía mejor aspecto que hacía diez minutos, pero eso no era mucho; sólo habría podido estar peor si hubiera empezado a escupir sangre. Todavía tenía la piel traslúcida y pálida, pero respiraba a un ritmo normal y, por lo visto, no tenía más dolores.

Le tomó la mano y se la acercó a la boca mientras susurraba una oración. Iba a ser una noche muy larga.

CAPITULO 20

Al mediodía del día siguiente, Ellie ya casi había recuperado el color normal y Charles tuvo claro que su percance con la comida envenenada no le dejaría secuelas. Cordelia estaba de acuerdo, pero le había ordenado que le diera pedazos de pan para absorber cualquier resto de veneno que pudiera quedarle en el estómago.

Charles siguió el consejo a rajatabla y, a la hora de la cena, Ellie estaba tan harta que le suplicaba que no la obligara a comer más pan.

– Otro trozo no -gimoteó-. Me revuelve el estómago.

– Todo te revolverá el estómago -respondió él con un tono de voz propio de una madre. Hacía días que había aprendido que Ellie respondía mejor a un discurso directo.

Ella gimió.

– Entonces, no me hagas comer. -Debo hacerlo. Te ayudará a absorber el veneno. -Pero si sólo ha sido leche en mal estado. Seguro que ya no me queda ni una gota en el estómago.

– Leche en mal estado, huevos pasados… No hay forma de saber qué provocó el ataque -la miró con una mirada extraña-. Sólo sé que anoche parecía que ibas a morirte.

Ellie no dijo nada. Anoche sintió que iba a morir.

– Está bien -dijo despacio-. Dame otro trozo de pan.

Charles le dio una rebanada.

– Creo que Cordelia tenía razón. Pareces más activa desde que has empezado a comer pan.

– Y Cordelia parece considerablemente más lúcida desde mi desgraciado envenenamiento.

Él la miró pensativo.

– Creo que Cordelia sólo necesitaba a alguien que la escuchara de vez en cuando.

– Y hablando de gente que quiere que la escuchen de vez en cuando… -dijo Ellie mientras hacía un movimiento con la cabeza hacia la puerta.

– ¡Buenas noches, Ellie! -exclamó Judith, muy contenta-. Has dormido todo el día.

– Lo sé. Soy una perezosa, ¿no crees?

La niña se encogió de hombros.

– Te he hecho un dibujo.

– ¡Es precioso! -exclamó Ellie-. Es un delicado… delicado… -miró a Charles, que no le sirvió de gran ayuda- ¿conejo?

– Exacto.

Ellie suspiró aliviada.

– He visto uno en el jardín. He pensado que te gustarían las orejas.

– Me encantan. Me encantan las orejas de los conejos. Son muy puntiagudas.

Judith se puso seria.

– Mamá me ha dicho que te bebiste leche en mal estado.

– Sí, y me temo que me ha sentado muy mal.

– Debes oler siempre la leche antes de bebértela -le dijo la niña-. Siempre.

– A partir de ahora lo haré -Ellie acarició la mano de la pequeña-. Te agradezco el consejo.

Judith asintió.

– Yo siempre doy buenos consejos. Ellie se rió.

– Ven aquí, tesoro, y dame un abrazo. Será la mejor medicina del día.

Judith subió a la cama y abrazó a Ellie.

– ¿Quieres que te dé un beso?

– Claro.

– Te pondrás mejor -dijo la niña mientras le daba un sonoro beso en la mejilla-. Quizá no enseguida, pero ya verás.

Ellie le acarició el pelo.

– Seguro que sí, tesoro. Es más, ya me siento mejor.

Mientras Charles estaba en la esquina, observando en silencio a su mujer y a su prima, se le desbordó el corazón. Ellie todavía se estaba recuperando del peor ataque de comida envenenada que él había visto en la vida y allí estaba, abrazando a su prima pequeña.

Era increíble. No había otra forma de describirla y, si eso no bastara, estaba claro que iba a ser la mejor madre que Inglaterra había visto. ¡Qué diablos!, si ya era la mejor esposa que jamás hubiera podido imaginar.

Notó que los ojos se le humedecían sospechosamente y, de repente, descubrió que tenía que decirle que la quería. Y tenía que hacerlo ahora, en ese preciso instante. Si no, estaba seguro de que le estallaría el corazón. O le herviría la sangre. O quizá se le caería el pelo. Sólo sabía que las palabras «Te quiero» le subían por la garganta y tenía que decirlas en voz alta. Era algo que no podía seguir manteniendo dentro de los límites del corazón.

No estaba seguro de si el sentimiento sería correspondido, aunque sospechaba que, si no lo quería, sentía algo muy próximo al amor por él, y eso bastaría por ahora. Tenía tiempo de sobra para hacer que lo quisiera. Tenía toda una vida.

Estaba empezando a agradecer la eternidad del lazo del matrimonio.

– Judith -dijo de repente-. Tengo que hablar con Ellie ahora mismo.

La niña volvió la cabeza sin renunciar a su rincón entre los brazos de Ellie.

– Pues habla.

– Tengo que hablar con ella en privado.

Judith se rió de forma vagamente ofendida. Bajó de la cama, miró a Charles con altanería y se volvió hacia Ellie:

– Si me necesitas, estaré en la sala de juegos.

– Lo recordaré -respondió Ellie muy seria.

Judith se dirigió hacia la puerta, luego se volvió, corrió hacia Charles y le dio un beso en el reverso de la mano.

– Porque eres un amargado -dijo-, y deberías ser más dulce.

Él le acarició el pelo.

– Gracias, tesoro. Intentaré hacerlo.

Judith sonrió y salió corriendo de la habitación, cuya puerta cerró de un portazo. Ellie miró a Charles.

– Pareces muy serio.

– Lo estoy -espetó con una voz que, a sus propios oídos, sonó curiosa. Maldición, parecía un joven inexperto. No sabía por qué estaba tan nervioso. Estaba claro que ella sentía algún tipo de afecto hacia él. Pero es que nunca había dicho «Te quiero».