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– ¿Qué le ha pasado a Whistler realmente, Charles? -como él no respondió enseguida, lo miró fijamente y añadió-: Y recuerda que soy tozuda como una mula, así que no creas que vas a ir a algún sitio hasta que no me digas la verdad.

Charles soltó un largo suspiro. Tener una mujer tan inteligente tenía sus desventajas. Ellie acabaría descubriendo la historia ella sola. Así que era mejor que la escuchara de sus propios labios. Le dijo la verdad y terminó enseñándole el clavo que Leavey había dejado a su lado en el banco.

Ellie retorció los guantes en las manos. Se los había quitado antes de empezar a cortarle la bota, y ahora estaban totalmente arrugados. Después de una larga pausa, dijo:

– ¿Y qué esperabas ganar ocultándomelo?

– Sólo quería protegerte.

– ¿De la verdad? -preguntó con voz aguda.

– No quería preocuparte.

– No querías preocuparme -esta vez lo dijo con un tono neutro poco natural-. ¿No querías preocuparme? -ahora le pareció que el tono era un poco más estridente-. -¿No querías preocuparme? -ahora Charles estaba seguro de que la mitad del personal de Wycombe Abbey podía oír sus gritos.

– Ellie, amor mío…

– No intentes escabullirte llamándome «amor mío» -dijo ella, furiosa-. ¿Cómo te sentirías si yo te mintiera acerca de algo tan importante? Dime. ¿Cómo te sentirías?

Charles abrió la boca, pero, antes de que pudiera decir algo, ella gritó:

– Yo te lo diré. Estarías tan enfadado que querrías estrangularme. Charles se dijo que, seguramente, tenía razón, pero no veía qué sentido tenía admitirlo en ese momento.

Ella respiró hondo y se presionó las sienes con las yemas de los dedos.

– Tranquila, Ellie, tranquila -se dijo a sí misma-. Cálmate. Matarlo ahora sería contraproducente -levantó la mirada-. Voy a controlarme porque se trata de una situación muy grave y seria. Pero no creas que no estoy furiosa contigo.

– Tranquila, lo sé.

– No te hagas el gracioso -le espetó-. Alguien ha intentado matarte, y si no averiguas quién es y por qué lo ha hecho, puedes acabar muerto.

– Lo sé -respondió él con suavidad-, y por eso voy a contratar protección adicional para Helen, para las niñas y para ti.

– ¡Nosotras no necesitamos protección! Quien está en peligro eres tú.

– Yo también tomaré precauciones adicionales -le aseguró.

– Dios mío, esto es horrible. ¿Por qué iba alguien a querer matarte?

– No lo sé, Ellie.

Volvió a frotarse las sienes.

– Me duele la cabeza.

El la tomó de la mano.

– ¿Por qué no volvemos a la casa?

– Ahora no. Estoy pensando -dijo apartándole la mano.

Charles desistió en su intento por seguir los vaivenes del proceso mental de su mujer.

Ella volvió la cabeza y lo miró.

– Apuesto a que querían que te envenenaras tú.

– ¿Cómo dices?

– Las natillas. No fue por la leche en mal estado. Monsieur Belmont lleva días hecho una furia por el mero hecho de que nos atreviéramos a mencionar esa posibilidad. Alguien envenenó las natillas, porque quería matarte a ti, no a mí. Todos saben que es tu postre favorito. Tú mismo me lo dijiste.

Charles la miró, anonadado. -Tienes razón.

– Sí, y no me sorprendería que el accidente que tuvimos con el carruaje antes de casarnos también fuera un… ¿Charles? ¿Charles? -Ellie tragó saliva-. Estás pálido.

Él sintió que lo invadía una rabia como jamás había sentido en su vida. El hecho de que alguien hubiera intentado matarlo ya era muy grave. Pero que Ellie se hubiera visto implicada en la línea de fuego le hacía venir ganas de despellejar a alguien.

La miró como si quisiera grabarse sus rasgos en la mente.

– No dejaré que te pase nada -prometió.

– ¿Quieres olvidarte de mí por un momento? Es a ti a quien intentan matar.

Desbordado por la emoción, se levantó y la atrajo hacia él, olvidándose por completo del tobillo herido.

– Ellie, yo… ¡Aaah!

– ¿Charles?

– Maldito tobillo -murmuró entre dientes-. Ni siquiera puedo besarte en condiciones. Es… No te rías. Ella meneó la cabeza.

– No me digas que no me ría. Alguien intenta matarte. Debo aprovechar las ocasiones que tenga para reírme.

– Supongo que si lo planteas así…

Ella le ofreció la mano.

– Volvamos a casa. Necesitarás algo frío para que te baje la hinchazón del tobillo.

– ¿Cómo diantres se supone que debo encontrar al asesino cuando ni siquiera puedo caminar?

Ellie se puso de puntillas y le dio un beso en la mejilla. Sabía lo horrible que era sentirse inútil, pero sólo podía tranquilizarlo.

– No puedes -le dijo, sencillamente-. Tendrás que esperar unos días. Mientras tanto, nos concentraremos en mantener a todo el mundo a salvo.

– No voy a quedarme mirando mientras…

– No te quedarás mirando -le aseguró ella-. Tenemos que reforzar nuestra protección. Cuando tengamos listas las defensas, el tobillo estará casi curado. Y entonces podrás… -no pudo evitar estremecerse- buscar a tu enemigo. Aunque ojalá pudieras esperar a que viniera a por ti.

– ¿Cómo dices?

Le dio varios codazos hasta que Charles empezó a caminar hacia la casa.

– No tenemos ni la menor idea de quién es. Lo mejor es quedarte en Wycombe Abbey, donde estarás a salvo, hasta que haga acto de presencia.

– Tú estabas en Wycombe Abbey cuando te envenenaron -le recordó él.

– Lo sé. Tendremos que reforzar la seguridad. Pero la casa es mucho más segura que cualquier otro lugar.

Charles sabía que tenía razón, pero le daba rabia tener que quedarse sentado sin hacer nada. Y, con el tobillo tan hinchado, sólo podría sentarse y no hacer nada. Refunfuñó algo que se suponía que tenía que transmitir su asentimiento y siguió cojeando hasta la casa.

– ¿Por qué no vamos por la entrada lateral? -sugirió Ellie-. Veamos si la señora Stubbs puede darnos un buen pedazo de carne.

– No tengo hambre -gruñó él.

– Para el tobillo.

Él no dijo nada. Odiaba sentirse un estúpido.

A mediodía del día siguiente, Charles se sintió con un poco más de control sobre la situación. Puede que todavía no estuviera bien para perseguir a su enemigo, pero al menos había podido llevar a cabo una labor detectivesca.

Un interrogatorio al personal de cocina había revelado que la última doncella que se había contratado había desaparecido misteriosamente la noche del envenenamiento de Ellie. Apenas hacía una semana que trabajaba en la casa. Nadie sabía si fue ella quien subió las natillas a la habitación de matrimonio, pero nadie recordaba haberlo hecho, así que Charles dio por sentado que la chica desaparecida había tenido tiempo de sobra para envenenar la comida.

Mandó a sus hombres a buscar por la zona, pero no le sorprendió que no encontraran ni rastro de ella. Seguramente, debía de estar camino de Escocia con el oro que sin duda le habían dado por envenenarlos.

Charles también estableció nuevas medidas para proteger a su familia. Prohibió expresamente que Judith y Claire salieran de casa y, si hubiera imaginado que tendría éxito, habría hecho lo mismo con Ellie y Helen. Afortunadamente, las dos mujeres parecían querer quedarse en casa, aunque sólo fuera para entretener a Judith y que no se quejara de que no la dejaban salir a montar su pony.

Sin embargo, no habían avanzado nada en la búsqueda de la persona que había colocado el clavo bajo la silla de montar de Charles. Aquello lo frustraba bastante y decidió inspeccionar los establos él mismo para buscar pruebas. No le dijo nada a Ellie, porque sólo conseguiría preocuparla. Así que, mientras estaba ocupaba tomando el té con Helen, Claire y Judith, él cogió el abrigo, el sombrero y el bastón y salió fuera.

Cuando llegó, los establos estaban muy tranquilos. Leavey estaba fuera ejercitando a uno de los sementales y Charles sospechaba que los mozos estarían comiendo. La soledad le vino bien; podría llevar a cabo una inspección más rigurosa sin nadie observándolo.