Sin embargo, y para mayor frustración, su búsqueda no dio nuevos frutos. No estaba seguro de qué buscaba, pero supo que no había encontrado nada. Se estaba preparando para regresar a la casa cuando oyó que alguien entraba por la puerta de atrás de los establos. Seguramente, sería Leavey. Charles quiso decirle que había estado echando un vistazo. Le había dado órdenes de que vigilara cualquier cosa que pareciera estar fuera de su sitio, y si él había movido algo, seguro que el responsable de los establos lo vería y se preocuparía.
– ¡Leavey! -gritó-. Soy Billington. He venido a… Oyó un ruido tras él. Dio media vuelta, pero no vio nada. -¿Leavey?
No obtuvo respuesta. Le empezó a doler el tobillo, como si quisiera recordarle que estaba herido y no podía correr. Otro ruido.
Se volvió, y esta vez vio la culata de un rifle que se dirigía hacia su cabeza.
Y luego ya no vio nada.
CAPITULO 22
Ellie no estaba segura de qué la hizo empezar a preocuparse. Nunca se había considerado una persona supersticiosa, pero no le gustaba lo nublado que se estaba poniendo el cielo. Un miedo irracional le puso los pelos de punta y, de repente, tuvo la intensa necesidad de ver a Charles.
Sin embargo, cuando bajó a su despacho, no lo encontró. Se le detuvo el corazón, pero entonces vio que el bastón tampoco estaba. Si lo hubieran secuestrado, seguro que nadie habría pensado en llevarse también el bastón.
El muy estúpido debía de haber salido a investigar.
Pero cuando se dio cuenta de que habían pasado más de tres horas desde la última vez que lo había visto, empezó a tener una extraña sensación en la boca del estómago.
Comenzó a buscar por toda la casa, pero nadie del servicio lo había visto. Tampoco Helen ni Claire. De hecho, la única persona que parecía tener una ligera idea de dónde podía estar era Judith.
– Lo he visto por la ventana -dijo la niña.
– ¿De verdad? -preguntó Ellie, que casi se dejó caer del alivio-. ¿Y adónde iba?
– A los establos. Iba cojeando.
– Oh, gracias, Judith -dijo Ellie mientras le daba un abrazo. Salió del salón y bajó las escaleras. Seguramente, había ido a los establos a intentar descubrir quién le había puesto el clavo en la silla.
Ojalá le hubiera dejado una nota, pero estaba tan aliviada por saber dónde estaba que no estaba enfadada por el descuido.
Sin embargo, cuando llegó a su destino no vio ni rastro de su marido. Leavey estaba supervisando a varios mozos que estaban trabajando en los compartimientos, pero ninguno de ellos parecía conocer el paradero del conde.
– ¿Seguro que no lo habéis visto? -preguntó Ellie por tercera vez-. La señorita Judith insiste en que lo ha visto entrar en los establos.
– Ha debido de ser mientras estábamos ejercitando a los caballos -respondió Leavey.
– ¿Y cuánto hace de eso?
– Varias horas.
Ellie suspiró con impaciencia. ¿Dónde estaba Charles? Y entonces vio algo extraño. Algo rojo.
– ¿Qué es esto? -susurró mientras se arrodillaba. Cogió un puñado de paja.
– ¿Qué sucede, milady? -preguntó Leavey.
– Es sangre -respondió ella con la voz temblorosa-. En la paja.
– ¿Está segura?
Ella la olió y asintió.
– Dios mío -miró a Leavey, pálida como el papel-. Se lo han llevado. Dios mío, alguien se lo ha llevado.
El primer pensamiento de Charles cuando recuperó la conciencia fue que no volvería a beber nunca más. Ya había tenido otras resacas, pero nunca había sentido aquella agonía tan dolorosa. Pero entonces se dijo que era de día y que no había bebido y…
Gruñó a medida que iba recuperando porciones de recuerdos. Alguien le había golpeado en la cabeza con la culata de un rifle.
Abrió los ojos y miró a su alrededor. Le pareció estar en un dormitorio de una casa abandonada. Los muebles eran viejos y estaban llenos de polvo y el ambiente olía a moho. Tenía los pies y las manos atados, cosa que no lo sorprendió.
Sinceramente, lo que sí lo sorprendió fue no estar muerto. Estaba claro que alguien quería matarlo. ¿Qué sentido tenía secuestrarlo antes? A menos, claro, que su enemigo tuviera intención de revelar su identidad antes del golpe de gracia.
Sin embargo, al hacerlo, el asesino había dado más tiempo a Charles para pensar y planear, y juró escapar y llevar a su enemigo ante la justicia. No sabía cómo iba a hacerlo, atado y con un tobillo torcido, pero no tenía ninguna intención de abandonar este mundo a las pocas semanas de haber encontrado el amor verdadero.
Lo primero que tenía que hacer era desatarse las manos, de modo que localizó una silla rota que estaba en una esquina. Los trozos rotos parecían afilados y empezó a frotar las cuerdas contra un ángulo astillado. Iba a tardar bastante en cortar las gruesas cuerdas, pero su corazón daba un brinco cada vez que notaba cómo una fibra cedía bajo la fricción.
Después de cinco minutos de frotar, Charles oyó cómo una puerta se cerraba en la otra habitación y enseguida colocó las manos junto al cuerpo. Empezó a moverse hacia el centro de la habitación, donde lo habían dejado inconsciente, pero luego decidió quedarse donde estaba. Podía fingir que había cruzado la habitación para apoyarse en la pared.
Oyó varias voces, aunque no podía distinguir qué decían los captores. Reconoció el tono de voz propio de los barrios bajos de Londres y dedujo que tendría que vérselas con matones a sueldo. No tenía sentido que su enemigo procediera del oscuro Londres.
Al cabo de un minuto o dos, quedó claro que los captores no tenían ninguna intención de comprobar su estado. Charles decidió que debían de estar esperando a la persona que les había pagado, así que siguió frotando la cuerda.
No sabía cuánto tiempo había estado allí, moviendo las manos de un lado a otro contra la madera rota, pero apenas había conseguido un tercio de su objetivo cuando oyó otro portazo, que esta vez vino seguido de una voz claramente refinada.
Charles pegó las manos al cuerpo y alejó la silla con el hombro. Si no se equivocaba, el enemigo querría verlo de inmediato y…
La puerta de la habitación se abrió. Contuvo el aliento. Una silueta se dibujó bajo el umbral.
– Buenos días, Charles.
– ¿Cecil?
– En persona.
¿Cecil? ¿Su primo que no sabía hablar? ¿El que siempre se chivaba cuando eran pequeños? ¿El que siempre había experimentado un placer desorbitado pisando bichos?
– Eres duro de pelar -dijo Cecil-. Al final, me he dado cuenta de que voy a tener que hacerlo yo mismo.
El conde supuso que tendría que haber prestado más atención a la fijación de su primo con los bichos muertos.
– ¿Qué diablos crees que estás haciendo, Cecil? -le preguntó.
– Asegurándome mi plaza como siguiente conde de Billington.
Charles se lo quedó mirando.
– Pero si ni siquiera eres el siguiente en la línea de sucesión. Si me matas, el título va a parar a manos de Phillip.
– Phillip está muerto.
Charles se quedó helado. Phillip nunca le había caído bien, pero tampoco le había deseado ningún mal.
– ¿Qué le has hecho? -preguntó, con voz ronca.
– ¿Yo? No le he hecho nada. Las deudas de juego de nuestro querido primo acabaron con él. Creo que al final uno de sus prestamistas perdió la paciencia. Ayer mismo lo sacaron del Támesis.
– Y, claro, supongo que tú no tuviste nada que ver con sus deudas.
Cecil se encogió de hombros.
– Puede que le indicara dónde jugaban una o dos veces, pero siempre por petición suya.
Charles maldijo en voz baja. Debería haber vigilado a su primo, debería haberse dado cuenta de que el juego se estaba convirtiendo en un problema peligroso. Quizá hubiera podido contrarrestar la influencia de Cecil.