– ¡Espera!
– ¿Y ahora qué? -preguntó Baxter.
Cecil señaló a Charles con la cabeza.
– Vuelve a atarlo.
– ¿Por qué lo ha desatado?
– No te incumbe.
Charles suspiró y le ofreció las muñecas a Baxter. Aunque le gustaría pelear por su libertad, ahora no era el momento. Nunca podría con aquel tipo y con Cecil, que todavía iba provisto del cuchillo y la pistola. Sin mencionar que tenía los tobillos atados y uno de ellos torcido.
Charles suspiró cuando Baxter le ató las manos con una cuerda nueva. Todo el trabajo intentando gastar la cuerda para nada. Al menos, esta vez no apretó tanto el nudo y la sangre podía circular con normalidad.
El tipo salió de la habitación, y Cecil lo siguió hasta la puerta, desde donde agitó la pistola en dirección de Charles y dijo muy seco:
– No te muevas.
– Como si pudiera -dijo el conde entre dientes mientras intentaba mover los pies dentro de las botas para que la sangre circulara. Oyó que su primo hablaba con el amigo de Baxter, al que todavía no había visto, pero no pudo adivinar qué decían. Al cabo de uno o dos minutos, Cecil regresó y se sentó en una silla destartalada.
– ¿Y ahora qué? -preguntó Charles.
– Ahora, a esperar.
Sin embargo, al cabo de unos momentos, Cecil empezó a mover las piernas. Charles se alegró de su incomodidad.
– ¿Aburrido? -le preguntó.
– Impaciente.
– Ah, claro. Quieres matarme y acabar con todo esto.
– Exacto. -Cecil empezó a tamborilear los dedos contra el muslo y a chasquear la lengua siguiendo el ritmo.
– Vas a volverme loco -dijo Charles.
– No es algo que me quite el sueño.
El conde cerró los ojos. Estaba claro que ya había muerto y estaba en el infierno. ¿Qué podía ser peor que estar varias horas encerrado con un inquieto Cecil que, por cierto, planeaba matarlo a él y a su mujer?
Abrió los ojos.
Su primo estaba sujetando una baraja de cartas.
– ¿Quieres jugar? -le preguntó.
– No -respondió Charles-. Siempre has sido un tramposo.
Cecil se encogió de hombros.
– Da igual. No puedo quitarle el dinero a un muerto. Uy, perdona, sí que puedo. De hecho, te quitaré todo lo que posees.
Charles volvió a cerrar los ojos. Había flirteado con el diablo cuando se había preguntado qué podía ser peor que estar atrapado con Cecil.
Ahora lo sabía. Iba a tener que jugar a cartas con ese desgraciado. El mundo no era justo. Para nada.
A Ellie le temblaban las manos mientras desdoblaba la nota que le acababa de dar el mayordomo. Leyó en silencio las líneas y contuvo la respiración.
«Mi querida Eleanor:
Me he pasado todo el día organizando una salida romántica para los dos solos. Reúnete conmigo en el columpio dentro de una hora.
Tu devoto marido, Charles»
Ellie miró a Helen, que no se había movido de su lado en la última hora.
– Es una trampa -le susurró mientras le daba la nota.
La prima de Charles la leyó y levantó la mirada.
– ¿Cómo estás tan segura?
– Nunca me llamaría Eleanor en una nota personal como ésta. Y menos si estuviera planeando algo romántico. Me llamaría Ellie. Seguro.
– No sé -dijo Helen-. Estoy de acuerdo en que hay algo que no encaja, pero ¿sacas todas esas conclusiones por el simple hecho de que no te haya llamado por tu diminutivo?
Ellie ignoró la pregunta.
– Además, desde que alguien puso el clavo debajo de la silla de montar ha establecido unas medidas de seguridad draconianas. ¿De verdad crees que me enviaría una nota pidiéndome que fuera sola a una zona desierta?
– Tienes razón -dijo Helen con firmeza-. ¿Qué piensas hacer?
– Tendré que ir.
– ¡No puedes!
– ¿Cómo, si no, voy a descubrir dónde está?
– Pero, Ellie, te harán daño. Seguro que quien se ha llevado a Charles también quiere matarte.
– Tendrás que buscar ayuda. Puedes esperar en el columpio y ver qué pasa. Y cuando me cojan, nos sigues.
– Ellie, parece muy peligroso.
– No hay otra forma -respondió ella, con firmeza-. No podemos salvar a Charles si no sabemos dónde está.
Helen meneó la cabeza.
– No tenemos tiempo para ir a pedir ayuda. Tienes que estar en el columpio dentro de una hora.
– Tienes razón. -Ellie suspiró nerviosa-. Entonces tendremos que salvarlo nosotras solas.
– ¿Estás loca?
– ¿Sabes disparar?
– Sí -respondió Helen-. Me enseñó mi marido.
– Perfecto. Espero que no tengas que hacerlo. Irás con Leavey hasta el columpio. Es el criado en quien Charles confía más -de repente arrugó el gesto-. Oh, Helen, ¿en qué estoy pensando? No puedo pedirte que hagas esto.
– Si tú vas, yo voy -dijo la mujer, decidida-. Charles me salvó cuando mi marido murió y no tenía dónde ir. Ahora ha llegado el momento de devolverle el favor.
Ellie juntó las manos frente al pecho.
– Oh, Helen, Charles tiene suerte de que seas su prima.
– No -la corrigió ella-. Tiene suerte de que tú seas su mujer.
CAPITULO 23
Ellie no contaba con que la golpearan en la cabeza, pero, aparte de eso, todo estaba saliendo según lo planeado. Había esperado junto al columpio, se había portado como una estúpida y, con voz aguda, había gritado «¿Charles?» cuando había oído pasos a su espalda, y se había resistido, aunque no demasiado, cuando había notado que alguien la agarraba por detrás.
Pero estaba claro que se había resistido más de lo que el atacante esperaba, porque el hombre había maldecido en voz baja y la había golpeado en la cabeza con algo que parecía un híbrido entre una roca enorme y un reloj de pie. El golpe no la dejó inconsciente, pero sí mareada y nauseabunda, estado que empeoró cuando el captor la metió en un saco y se la colgó del hombro.
Sin embargo, no la había cacheado, y no había encontrado las dos diminutas pistolas que se había escondido en las medias.
Gruñó mientras iba dando tumbos e intentaba, con todas sus fuerzas, no vaciar el contenido de su estómago. Al cabo de unos treinta segundos, la dejaron sobre una superficie dura, y pronto comprendió que estaba en la parte trasera de un carro.
También quedó claro que su captor no hizo nada por evitar los baches del camino. Si salía viva de ahí, iba a tener todo el cuerpo magullado.
Viajaron unos veinte minutos. Ellie sabía que Helen y Leavey iban a caballo, de modo que podrían seguirla con facilidad. Sólo rezaba para que pudieran hacerlo sin que los vieran.
Al final, el carro se detuvo y Ellie notó que la levantaban en el aire sin ninguna delicadeza. La cargaron durante un instante y luego oyó cómo se abría una puerta.
– ¡La tengo! -gritó su captor.
– Excelente -aquella nueva voz era refinada, muy refinada-. Tráela aquí dentro.
Ellie oyó cómo se abría otra puerta y luego, alguien empezó a desatar el saco. Alguien lo agarró por abajo y la dejó rodar por el suelo en una maraña de brazos y piernas.
Ella parpadeó, porque sus ojos necesitaban un tiempo para acostumbrarse a la nueva luz.
– ¿Ellie? -era la voz de Charles.
– ¿Charles? -se levantó y se quedó de piedra ante lo que vieron sus ojos-. ¿Estás jugando a cartas? -si no tenía una buena explicación para todo eso, ella misma lo mataría.
– En realidad, es bastante complicado -respondió él, al tiempo que levantaba las manos, para que viera que las llevaba atadas.
– No lo entiendo -dijo Ellie. La escena era absolutamente surrealista-. ¿Qué estás haciendo?
– Yo le giro las cartas -dijo el otro hombre-. Jugamos al vingt-et-un.
– ¿Y tú quién eres? -preguntó ella.