Pero cuando cae el telón no hay aplausos. Las fiestas y las reuniones suscitan poco interés. Ni respeto ni amistad. Más tarde la señora Mao, Jiang Qing, se entera por Kang Sheng de que el actor y el director, los hombres que no han logrado olvidar la tristeza de su amigo Tang Nah, han informado al primer ministro Chu de lo que ella se propone.
He vuelto a Pekín, a la vida de silencio. No quería volver, pero me lo ha ordenado el Politburó. Se han reído de mí en Shanghai. La gente ha chismorreado acerca de Shang-guan Yun-zhu y la seriedad de Mao al querer convertirla en su futura esposa. Trato de pasar por alto el rumor. Trato de concentrarme en lo que me he propuesto alcanzar. He conocido a jóvenes interesantes, los licenciados del Conservatorio de Música y la Academia de Ópera de Shanghai. Buscaba nuevos talentos y son perfectos candidatos. Se quejaron de la falta de oportunidades para actuar. Comprendo lo aterrorizante que es para un actor envejecer entre bastidores. Les dije que me encantaría trabajar con ellos. Prometí darles una oportunidad para brillar. Me siento con fuerzas de romper cadenas, dije. Quiero renovar mi sueño de montar un teatro realmente revolucionario, un arma y una forma de liberación. Pero los jóvenes no mostraron entusiasmo. No estaban seguros de mi posición. Querían comprobar antes mi poder.
Esta mañana he pedido a mi chófer que me deje en un lugar donde haya árboles en los que ocultarme del resto del mundo. Quiero que mi mente deje de funcionar a toda velocidad. Media hora más tarde me encuentro en las tierras de caza imperiales. Pido al chófer que me recoja dentro de tres horas.
Echo a andar hacia una colina. El aire es como agua caliente arrojada a mi cara. El paisaje es sombrío. Las plantas han empezado a morir por todas partes a causa del calor, y la hierba y los arbustos están amarillos. Hasta la planta que resiste mejor el calor, la goya de tres hojas en forma de paraguas, ha perdido su brío. Sus hojas cuelgan en tres direcciones distintas.
El aire huele a podrido. Son los animales muertos. Los halcones describen círculos sobre mi cabeza. Supongo que el olor a podrido se eleva con el calor. Los pájaros huelen a comida. Además de halcones, hay amantes de los excrementos, primos de las cucarachas. Entran y salen de las plantas muertas. No sabía que volaban. El calor debe de haberles hecho cambiar de hábitos, porque el suelo es una sartén ardiendo.
El cielo es un tazón gigante de arroz y yo ando por el fondo, incapaz de escalar los lados y salir de él.
La impotencia me vacía de aire los pulmones.
No puedes prescindir de la figura decorativa. Necesitas a Mao, me dice Kang Sheng. Tu papel es representar el papel de la camarada de confianza de Mao. Sólo así podrás otorgarte poderes. Tienes que fingir que lo eres. No, tú no sientes. Ve a besar los cadáveres de las concubinas del patio trasero. Ellas te dirán lo que significa sentir. Súbete a los hombros del gigante. Para que nadie pueda dejar de verte.
Supongo que tengo que superar a Mao.
Lo que haga falta.
Ella sueña con Mao. Noche tras noche. La maldición de querer verlo muerto ha vuelto para sepultarla. Sin embargo, está esa obstinación innata. La forma en que actúan sus sentimientos. Son su propia jaula. La bloquean. Está en un puerto diciendo adiós con la mano a una multitud. Vuelve la cabeza y llora.
Su corazón se niega a soltar a Mao.
Le digo que no acuda a mí, pero lo espero cada día. Le invito a venir utilizando toda clase de pretextos. Cuando viene, me muestro indiferente. Hago que los criados limpien la habitación, o cojo la cámara y me pongo a fotografiar las rosas del jardín. Quiero que se quede pero le amargo sus visitas.
Quiero que termine con lo nuestro, digo a Nah. Últimamente he estado pasando más tiempo con ella. Está contenta en el internado pero se asegura de pasar los fines de semana conmigo. Sabe que el hecho de que ella esté conmigo dará a su padre una buena razón para hacer una visita. Pero sé que no ocurrirá. Nunca miro por la ventana y nunca respondo las suposiciones de Nah acerca de la llegada de su padre.
Un día los criados se ponen a ver un documental para entretenerse. Se titula El presidente Mao inspecciona el país. Declino la invitación. En cuanto empieza, me llega de la cocina la banda sonora del proyector portátil. Me invade una repentina tristeza. No puedo evitar acercarme. Cuando termina la proyección, aplaudo con el público con lágrimas en los ojos.
¡Larga vida al presidente Mao y salud a la camarada Jiang Qing!, exclaman todos.
En sueños oigo el silbato de una máquina de vapor a cierta distancia. Veo a una gran multitud moverse como a oleadas a la difusa luz del amanecer. El barco empieza a alejarse poco a poco. Miles de cintas de papel de colores muy vivos se rompen entre los gritos de adiós de los pasajeros. Las cintas bailan en el aire. Da la impresión de que el barco remolca el puerto. Luego el ruido disminuye. La multitud observa cómo se aleja el barco y éste se vuelve cada vez más pequeño. Las cintas dejan de bailar. El ruido de las olas toma el relevo y el hediondo olor a pescado flota una vez más en el aire.
El inmenso mar brilla a la luz del sol.
El puerto de mi corazón se ha quedado vacío.
16
Mao lleva dos años promoviendo el Gran Salto Adelante. Se ha propuesto ser el mejor gobernante de todos los tiempos; quiere llevar a China a los máximos récords mundiales de productividad. La estrategia consiste en liberar y utilizar la energía y el potencial del campesinado, el mismo campesinado que llevó la guerra de Mao a tan glorioso desenlace. La explosión de energía e innovación será tal que en cinco años se alcanzará el comunismo de signo celestial. Cada uno hará lo que le venga en gana y comerá lo que se le antoje.
Inspirada en tal idea, la nación responde a la llamada de Mao. Se confisca cada parcela de tierra privada y se convierte en propiedad del Gobierno. Se alienta a los campesinos a «poner en práctica el comunismo allá donde viven», y las comunas-cafeterías de comida gratis empiezan a multiplicarse como la mala hierba tras un aguacero. En el frente industrial, Mao promueve la «fábrica de acero en los patios traseros». La gente recibe órdenes de entregar sus woks, hachas y palanganas.
El Gran Salto es la perfecta expresión de la mentalidad y las creencias de Mao, su osadía y romanticismo. Espera ansioso los resultados. Al principio lo elogian por su visión, pero dos años después llegan partes de estallidos de violencia entre pobres y ricos. Los saqueos en busca de comida y cobijo se han convertido en un problema. Antes del otoño el revuelo es tal que empieza a amenazar la seguridad. Se consume todo, incluidas las semillas para sembrar la siguiente primavera, y no se produce nada. Se vacía el último almacén de la nación. Mao empieza a sentir la presión. Empieza a darse cuenta de que gobernar un país no es lo mismo que ganar una guerra de guerrillas.
En 1959 empiezan las inundaciones y les sigue la sequía. Se extiende por el campo una sensación de desesperación. A pesar del llamamiento de Mao a combatir la catástrofe («Es la voluntad del hombre, no el cielo, la que decide»), miles de campesinos huyen de sus pueblos en busca de comida. A lo largo de la costa muchos se ven obligados a vender a sus hijos mientras otros envenenan a toda su familia para poner fin a la desesperación. Al llegar el invierno el número de muertos se eleva a veinte millones. En el escritorio de la oficina del primer ministro Chu se amontonan los informes.
Mao está más avergonzado que preocupado. Recuerda lo resuelto que estaba a llevar a la práctica su plan. Ha lanzado nuevas consignas:
«Corred hacia el comunismo.» «Destruid la estructura familiar.»