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Ella huele la muerte en su aliento.

Ya es hora. Las palabras brotan sin querer de sus labios.

Él se vuelve hacia ella con un movimiento rápido.

Perdona, lo que quiero decir es que nunca es demasiado tarde para empezar a cuidarse la salud.

Últimamente trato de levantarme y andar, dice Mao jadeando. Ando sin parar. Temo que si me paro no volveré a hacerlo. Me encanta la sensación de tocar el suelo con los pies. Me encanta su solidez. El olor de la tierra me reconforta. Sólo mientras ando soy capaz de experimentar el día, saber que estoy vivo y que mis órganos funcionan. Oh, qué maravilla cómo bombean mis pulmones. ¡Un cuerpo sano andando sobre una tierra sana! En este vínculo entre mi persona y el suelo es en lo único en lo que confío y dependo. Y por lo que respiro. Verás, al estirar las piernas el suelo me recibe. Me recibe, me sostiene y me alaba por muy horrible que haya sido. Se extiende silenciosamente por debajo de mí. Se extiende de mis pies al infinito…

Ella imagina a una maquilladora pintando las uñas del moribundo.

Como fascinado por sus propios pensamientos, Мао se acerca, la coge del brazo y continúa. No he estado haciendo gran cosa últimamente porque me paso toda la noche soñando con que camino y me pregunto si he caminado dormido… No recuerdo si había estrellas anoche. Era… como si alguien me hubiera dejado tirado en la carretera. Estaba cansado pero no podía parar. Porque no quiero morir. Han habido malos presagios. Han tramado otro atentado contra mí. ¿Sabes algo al respecto? ¿Sabes algo? Lo presentía. Confío en mi instinto. Es alguien que se llama a sí mismo compañero de armas, alguien que conoce mis costumbres y mis secretos, que ve lo que estoy haciendo ahora. ¿Lo conoces?

La suelta y se deja caer en su silla de junco.

Ella se quita las gafas y se seca el sudor de la frente. Luego vuelve a ponérselas, pero no se le aguantan. No paran de resbalársele; tiene la nariz húmeda. Trata de sostenérselas con los dedos, pero siguen sin aguantarse. Al final se las quita.

¿Sabes?, Jia-zei-nan-fang, la casa del ladrón es la más difícil de guardar. Estoy seguro de que sabes de qué estoy hablando.

Ella abre mucho los ojos. Se aclara la voz y responde: Querido presidente, cuentas con el afecto de toda la nación. Has logrado más que ningún otro ser humano en la tierra. Has conquistado y redefinido el coraje y los deseos de nuestra nación. Te has mostrado como el mejor ejemplo del verdadero espíritu de un patriota. Tus compatriotas te idolatran como nunca lo han hecho…

¡Calla! Мао se levanta de un salto. ¡Convéncete, Huang-mu-niang-niang, la Madre del Cielo no vaciará el bacín de su majestad el día de mi funeral!

La noche huele como el aliento de un niño. Jiang Qing repasa mentalmente la escena de la mañana. Se pregunta si no caminaba dormida. Al cruzar el patio oye gemir gatos al otro lado de los gruesos muros y le llega de un arbusto un fuerte estornudo.

Recostado en su cama, Mao se cuestiona lo segura que es su piscina. Llama al jefe de seguridad y le pregunta si ha sido construida a prueba de misiles. Al verlo vacilar, ordena destruirla. ¡Convertidla en un refugio antiaéreo!

Llaman a un equipo de médicos para que se ocupen del trastorno de sueño de Mao. Pero nada de lo que le recetan funciona. Mao se niega a levantarse de la cama, y no digamos peinarse, lavarse o vestirse. Se pasa las veinticuatro horas del día en pijama. Aumenta su paranoia. Confunde a su secretario con un asesino y le arroja un tintero cuando entra a anunciarle la visita del presidente estadounidense, Richard Nixon.

Oigo lloviznar, dice Mao describiendo a un médico sus síntomas. Día y noche oigo dentro de mi cabeza esta lluvia incesante. Me arrastra consigo.

Ella ya no puede esperar más. Quiere que Mao escriba un testamento. Está segura de que se avecina un ataque al corazón o un coma. Visualiza su llegada. La crecida que desborda el cerebro.

Mao no quiere verla. Pero ella sigue presentándose, poniendo pretextos para irrumpir en su dormitorio.

Él despide a un guardia apostado en la verja por no conseguir detenerla.

En calidad de jefe de Estado ella recibe y acompaña a los Nixon a sus óperas y ballets. Eso le hace sentirse orgullosa y recompensada por fin. Pero al mismo tiempo siente cómo se aproxima el peligro. Habla con nerviosismo y el traductor tiene dificultades en seguirla.

No noto los años aunque ya tengo sesenta y uno. Cada día ejercito mis fuerzas. Mao no ha logrado ocultar a la gente el precario estado de su salud. En manos del mejor cámara y editor de cine, babea impotente en un documental llamado Saludando a Imelda Marcos. Se le caen los párpados, le cuelga la papada, y tiene la boca y la mandíbula desencajadas. Tiene ochenta y dos años. El sol no puede evitar ponerse. Lo que me frustra es que no acepte su destino. Se niega a retirarse. No me cede el poder. Me digo a mí misma que es demasiado viejo para pensar en mí.

Llevo demasiado tiempo luchando para renunciar ahora. En los años setenta pedí a Chun-qiao que escribiera una propuesta en nombre del Comité del Partido de Shanghai y se la enviara a Mao. En ella Chun-qiao me describía como «la promotora de la Revolución Cultural» y «colaboradora clave del Partido Comunista». En momentos de crisis, la camarada Jiang Qing pone en juego su potencia ofensiva. Dirige el Partido y la revolución sin ayuda de nadie. Combate a los enemigos más duros como Liu Shao-shi y Deng Xiao-ping. No hay nadie mejor que la camarada Jiang Qing para conducir el país y llevar la bandera de Mao Zedong.

Después de acumular polvo durante tres años encima del escritorio de Mao, la propuesta es, para mi gran decepción, rechazada. No sólo eso, Mao escribe en la portada un desagradable comentario: Tirar.

Estoy tumbada en el suelo, sin aliento. No tengo ni fuerzas para matarme. Si Mao me hubiera demostrado que era el rey de Shang, seguiría el ejemplo de la señora Yuji y me clavaría con mucho gusto un cuchillo. Y habría muerto con dignidad. Pero es demasiado tarde. Todo ha salido mal.

Va a amanecer y no he pegado ojo. Recuerdo mi juventud. La primera vez que nos vimos. Todavía me asombra. El momento mágico. La felicidad. El modo en que nos quedamos uno frente al otro en la cueva de Yenan, incapaces de separarnos.

Ahora soy un perro acorralado y apaleado. Muerdo para escapar. Lo irónico es que mi personaje se niega a abandonar su idealismo. Mi personaje trata de redimir su alma. Me empuja a vivir, a sobrevivir, a crear luz en el infierno. Cada vez que me siento en el teatro veo un fantasma de mí misma. Oigo mi voz en la de la heroína. Su forma de superar el miedo. Rezo para que no me abandone el espíritu. Y estoy bien. Vuelvo a estar llena de esperanza. Me sigo diciendo que habrá vida después de Mao. Cuando el amor exhale, seguirá habiendo algo por lo que vivir. Yo misma. La imagen de la señora Mao. La muerte de Mao ayudará a definir mi papel.

Pero en cuanto sale del teatro vuelve a sentirse débil. No se reconoce en su forma de hablar y de moverse. Una sensación de desamparo se apodera de ella. Respira el aire contaminado y huele la basura. Es como descubrir un cuerpo podrido cubierto de moscas a las cinco de la mañana a la orilla de un bonito río. No puede hacer nada para cambiar el curso de su destino. La dirigen.

La voz con la que habla no le resulta familiar. Así y todo, sigue adelante. No tiene mapa, y no sabe si algún día hallará su camino. Sigue andando. Tiene que decírselo a Yu. He sobrevivido a rápidos, pero ahora el mero avanzar se ha convertido en un viaje en sí mismo. Ya no pide ver a Mao. Echa de menos a Nah, pero la deja tranquila. Es mejor que nada le recuerde su fracaso como madre. Se siente demasiado frágil para soportar más pérdidas. Cada día cambia de hotel, cada día se pone el uniforme y libra batallas propagandísticas, promocionándose. En noviembre lanza una campaña proponiendo a Chun-qiao como primer ministro. Espera la respuesta de Mao. No llega. Asume que Mao lo está considerando. Reza. Sigue recorriendo el país y elogiando a Chun-qiao como animador.